sábado, 5 de mayo de 2018

CAPITULO 3





Pedro Alfonso vivía en el anodino pueblo de Whiterlande, donde, con el paso de los años, muy pocas cosas llegaban a cambiar. Las casas de estilo colonial de dos plantas siempre serían las mismas. Los vecinos, curiosos y cotillas, que constantemente se entrometían en la vida de los demás, siempre estarían allí. E, indudablemente, las peleas de su hermana con el fastidioso vecino del que tanto él mismo como su hermano Daniel se habían hecho amigos nunca dejarían de producirse, por más que éstos crecieran y maduraran.


Pedro era el mayor de tres, y por tanto, el hijo que siempre debería dar ejemplo a sus hermanos menores. Por un lado estaba Daniel, una copia igual que él, con los mismos cabellos rubios e idénticos ojos azules, pero que, al contrario que Pedro, al ser un año menor era un joven alocado y bastante despreocupado. Y por otro lado estaba Elisabeth, una niña de rizados cabellos rubios, hermosos ojos azules y aspecto muy dulce. Su siempre perfecta hermana pequeña era tres años menor que él, y sería muy aburrida si no fuera porque, desde que el atolondrado de Alan Taylor no dejaba de perseguirla con esas interminables jugarretas que tanto la alteraban, no parecía ser tan perfecta como aparentaba.


Como Pedro había sido el primero en nacer, inevitablemente sus padres, Juan y Sara Alfonso, un atareado agente inmobiliario y una soñadora ama de casa que creía que algún día las novelas que escribía triunfarían, le habían otorgado la carga de convertirse en el noble ejemplo para los pequeños: él debería sacar las mejores notas, ser el mejor deportista y convertirse en un digno modelo para cada uno de sus hermanos.


Algo que nadie en ese pueblo sabía era que Pedro había llegado a detestar esa responsabilidad con toda su alma. Si finalmente había elegido para su futuro la eminente carrera de médico, no era, como todos creían, para que sus padres se sintieran orgullosos de él o porque le gustase ayudar en un futuro a la gente con graves problemas de salud, sino porque la de Medicina era la facultad que más lejos se encontraba de todo ese perfecto y aburrido mundo que lo rodeaba y que ya no podía aguantar más.


Esa tarde, sus padres habían salido a cenar poniendo en sus manos nuevamente una de esas tareas que tanto aborrecía: su querida hermana Elisabeth, de tan sólo quince años, había tenido la brillante idea de invitar a todas sus amigas a una de esas escandalosas fiestas de pijamas. Se suponía que él y su hermano Daniel serían los encargados de vigilar que las cosas no se desmadraran hasta que sus padres volvieran, pero, como siempre, Daniel se había escabullido ante la mera mención de responsabilidad alguna y se había ido a casa de una de sus novias.


Pedro, pensando que de ninguna manera quería soportar el calvario de aguantar a un grupo de locas adolescentes, entre las que se hallaba su hermana, con la única compañía de una cerveza, llamó a su querido amigo Alan, un chico que nunca se negaría a participar en esa estúpida vigilancia. Más aún si en el proceso podía llegar a hacerle la vida imposible a la siempre perfecta Elisabeth, que siempre lo alteraba.


—¿Ha comenzado ya la pesadilla? —preguntó Alan mientras se adentraba en la cocina de los Alfonso con una docena de cervezas, sin duda alguna con la idea de quedarse inconsciente antes de que comenzara esa locura.


—No… Al parecer, aún falta alguna que otra invitada al aquelarre —ironizó Pedromostrándole desde la entreabierta puerta de la cocina cómo las chicas habían empezado a hacerse ridículos peinados entre ellas mientras contestaban a estúpidos test relacionados con el amor.



—¿No se supone que deberían vestir minúsculos camisones y pelearse con las almohadas o algo así? —inquirió Alan, sin duda decepcionado al ver en lo que consistía una de esas insulsas fiestas de chicas que tan atrayentemente exponían en alguna que otra película para mayores.


—Es la fiesta de Elisabeth, ¿qué esperabas? —respondió Pedro, señalando lo evidente, ya que su hermana, cuando no estaba en compañía de su salvaje amigo, podía llegar a ser tremendamente aburrida.


—Tengo una idea para hacer esto más divertido… —declaró Alan, mostrando una de sus malvadas sonrisas mientras explicaba su elaborado plan a su amigo—. ¿Te acuerdas de que hace unos días tu hermana y sus amigas vieron esa película de terror donde, después de siete días de haber visto un vídeo, la muerte venía a por los que lo visionaron? Pues, si no recuerdo mal, hoy se cumplen esos siete días, y aquí traigo un mando maestro, que sirve con cualquier televisor… —anunció Alan, sacando del bolsillo trasero de su pantalón un complicado mando a distancia con decenas de funciones.


—¿Desde cuándo lo tenías planeado? —preguntó Pedro sonriendo a su amigo, que siempre lo sacaba de su aburrimiento con sus locuras.


—¿Esta broma? Desde hace una semana. ¿Quién crees que le recomendó a una de las amigas de Elisabeth que vieran esa película justo siete días antes de esta reunión? —declaró orgullosamente Alan.


En vez de molestarse por la trastada que su amigo le tenía preparada a su siempre perfecta hermana, Pedro simplemente alzó su cerveza y brindó con él por el fin de su tedio.


Para desgracia de los dos conspiradores, su maliciosa jugarreta fue interrumpida por la naricilla curiosa de una de las invitadas de Elisabeth que llegaba tarde a la fiesta y se había colado en la casa por la siempre abierta e invitadora puerta de la cocina de los Alfonso. Pero ambos jóvenes, hartos de tanto aburrimiento y de la complicada tarea que era cuidar a unas alocadas adolescentes en su preciado tiempo libre, decidieron que nadie osaría estropear sus planes, así que, mientras Alan ultimaba esa fantástica
broma, Pedro y sus encantos de niño bueno entraron en acción para convencer a la invitada de que sus planes no eran tan maliciosos como se podía llegar a pensar.



1 comentario:

  1. Ya me atrapó esta historia. Siento que nos vamos a divertir mucho con esta historia jajaja.

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