Después de encontrar a Barbara Campbell atada a una de las camas del hospital, el buen nombre del joven médico en prácticas responsable de ello había quedado manchado.
A pesar de eso, el personal femenino del hospital solamente se sintió todavía más atraído hacia Pedro Alfonso al ver el atrevido comportamiento del que era capaz un hombre en apariencia tan perfecto y respetable.
Claudio Campbell, el director de tan prestigioso hospital y padre de Barbara, no tardó mucho en pedirle explicaciones. Y más aún al enterarse de la repentina ruptura de la pareja y ser molestado incansablemente por las quejas de su mimada hija, cuyo agravio reclamaba venganza.
La solución que se debía tomar tras lo ocurrido fue obvia para todos: Pedro, un brillante médico con un todavía más brillante futuro, fue despedido y amonestado con un punto negro en su expediente, algo con lo que los Campbell sentenciaron su futuro en esa ciudad. Tal vez debido a lo ocurrido en esos días, nadie se percató de que Paula Chaves, la joven y nueva enfermera, no había tardado mucho en renunciar a su puesto solamente unas semanas después de haberlo aceptado. Paula no dio motivo alguno para ello: simplemente abandonó rápidamente cada una de sus obligaciones, incluidos los tediosos cuidados de aquel escandaloso médico, que, definitivamente, ya no tenía lugar alguno en ese hospital.
*****
Paula apenas se atrevía a volver al lugar donde había sido traicionada por el hombre al que creía amar pero del que, una vez más, se había dado cuenta de que tan sólo era una mera ilusión. Tal vez por eso, y porque, a pesar de todo, su traicionero corazón aún se aceleraba al pensar en Pedro, pidió ayuda a sus sobreprotectores
hermanos haciendo que la acompañaran a entregar su uniforme y a recoger las recomendaciones que el doctor Durban le había ofrecido para su nuevo trabajo en un lugar lo suficientemente alejado de Pedro como para no encontrárselo jamás.
Tras salir del despacho del doctor Durban y despedirse del pequeño Jeremy, al que tuvo que prometer que le escribiría decenas de cartas, Paula se dirigió hacia la sala de descanso de las enfermeras, donde no recibió ni una sola despedida amistosa de parte de sus chismosas compañeras, que no hacían otra cosa más que ignorarla.
Dispuesta a hacerse oír antes de abandonar ese amargo lugar que tantas decepciones le había traído, Paula carraspeó fuertemente intentando que le prestaran atención. Pero, cómo no, una vez más, el tema de los cotilleos parecía ser más interesante que sus palabras. Por supuesto, el tema no podía ser otro que lo perfecto que era Pedro Alfonso…
Finalmente, harta de todo, Paula soltó con brusquedad su uniforme sobre la mesa de café acallando todos los comentarios y haciendo que todas las miradas se dirigieran hacia ella y hacia la agria jefa de enfermeras, que recibió el uniforme con una mirada llena de satisfacción ante su inminente partida.
—Me marcho. Gracias a todas por vuestra amistosa despedida… —comentó irónicamente Paula con una falsa sonrisa.
—De nada —respondió Mirta, deleitándose con la marcha de la chica, creyéndose responsable de ella.
—Te deseo mucha suerte en tu nuevo trabajo, ¿que será…? —se interesó una de aquellas chismosas sin molestarse siquiera en mirarla a la cara.
—Aún no lo sé. Me marcharé con mi familia al próximo destino de mi padre y, una vez allí, ya decidiré entre las diferentes opciones. Después de todo, dispongo de unas magníficas referencias del doctor Durban ganadas a costa de mi duro trabajo… — replicó Paula sin dejarse avasallar, porque ya no era una infeliz joven que se escondía de sus temores. Ahora era una mujer adulta y madura que los enfrentaba y no permitía que nadie la pisoteara.
—La verdad es que no entiendo por qué te marchas, si tenías un buen lugar aquí y eras la favorita de algunos de los médicos más renombrados… Aunque sin duda habrías estropeado eso en algún momento con tu incompetencia —intervino Mirta, dejando entrever que su partida tan sólo era para adelantarse a un hipotético despido.
—Yo tampoco sé por qué me marcho —repuso Paula, sin querer darle explicación alguna. Pero, prefiriendo mostrársela, extrajo una prenda arrugada de su bolso y anunció alegremente a todas—: En fin, añado una cosita a la lista de objetos perdidos del tablón y me marcho.
Y, ante el asombro de las enfermeras, Paula clavó en el tablón, con gran satisfacción y varias chinchetas, unos calzoncillos tipo bóxer que llevaban bordados un nombre. El nombre de un individuo al que todas adoraban y al que en verdad nunca conocerían tan profundamente como lo había hecho ella.
Si de una cosa estaba segura Paula mientras bordaba el nombre de esa persona en su ropa interior y cometía esa impetuosa locura era que, aunque no se enorgulleciera de haber caído en las mentiras de Pedro, tampoco se arrepentía de ello porque, como siempre y por unos momentos, aquella noche él fue el hombre de sus sueños.
Cuando Paula se alejó, los chismes aumentaron, aunque esta vez no fueron sobre Pedro, sino sobre cómo era posible que una mujer como ella hubiera conseguido embaucar a un joven y prometedor médico hasta el punto de hacer que ese loco enamorado rompiera con su prometida y perdiera el brillante futuro que tenía por delante sólo por seguir su corazón. Sin embargo, esos rumores no llegaron a la mujer que se alejaba del hombre al que quería aleccionar con sus actos, creyendo erróneamente que, para él, ella no significaba nada.
Desde mi cama de hospital miraba con desgana el que hasta ahora había sido mi planificado futuro: una hermosa mujer, un alto cargo en un prestigioso hospital y un elevado estatus económico. Ya no me importaban mucho desde que había vuelto a encontrar lo único que en verdad deseaba en esta vida: Paula. Esa pequeña mujer que el destino siempre se empeñaba en alejar de mí.
El estructurado porvenir que diseñé ante el erróneo pensamiento de haberla perdido había desaparecido en un instante ante mis ojos al encontrarla de nuevo, y ahora tenía que explicar a todos que lo que había conseguido con tanto esfuerzo era algo que ya no deseaba.
Miré a la altiva Barbara, una diosa de cabellos negros y hermosos ojos verdes, sin saber qué palabras decir para no hacerle daño. Porque, sin duda, si Paula no hubiera vuelto a cruzarse en mi vida, ella habría sido la mujer adecuada para mí: igual de calculadora, igual de fría e igual de inquebrantable que yo. Para mi desgracia, Barbara también era igual de persistente que yo en lo que deseaba y, por lo visto, un futuro marido tan conveniente como yo era algo que no estaba dispuesta a perder. Pero, por desgracia, ella no me conocía de verdad. De hecho, la única persona que me conocía profundamente era la que siempre se me escapaba.
Con la idea de que Paula podía llegar en cualquier momento y malinterpretar la situación, alejé de mi lado a Barbara, quien intentaba una vez más atraerme con su sensual cuerpo, algo que tal vez hubiera funcionado si mi mente no recordara las dulces caricias de la mujer que siempre había deseado y que, ahora que había tenido entre mis brazos, no podía volver a perder por nada ni por nadie.
—¿Qué es lo que ocurre? Normalmente eres mucho más cariñoso conmigo después de uno de mis viajes —inquirió mi altiva prometida, molesta con mi reacia actitud ante sus caricias.
—¿Recuerdas que cuando comenzamos esta relación acordamos que, si uno de nosotros encontraba a otra persona más adecuada en algún momento, romperíamos sin recriminación alguna? —le pregunté, recordándole la forma ante la que había cedido a sus insistentes encantos cuando en mi mente en realidad sólo podía pensar en otra.
—¡No me digas que has encontrado a una mujer mejor que yo que encaje perfectamente en tu planificado futuro! Porque la verdad es que no te creeré…
—No. He encontrado a una mujer que encaja perfectamente en mi corazón. La conozco desde mi adolescencia en Whiterlande y nunca he dejado de sentir algo por ella, y ahora que nos hemos vuelto a encontrar no puedo dejarla marchar. Siento haberte hecho perder el tiempo, Barbara, pero es mejor así: yo nunca habría llegado a amarte, y tú necesitas algo mejor que yo —intenté excusarme, arrepentido de haber pensado en casarme con una mujer que nunca habría llegado a amar porque en mi mente y en mi corazón solamente había sitio para una pequeña pelirroja.
—¿En serio me vas a cambiar por una estúpida pueblerina?
Excusé las bruscas palabras de Barbara porque realmente yo era el culpable de su resentimiento, pero no me agradó nada que tratara de manipularme. Por lo visto, esa mujer me conocía menos de lo que yo creía, y no sabía que nadie podía jugar conmigo si yo no lo deseaba.
—¿Sabes todo lo que vas a perder si te alejas de mí, Pedro? —preguntó alzándose sobre mí sin que yo, con una pierna inmóvil, pudiera hacer nada para rechazarla—. Si me dejas, olvídate de tu trabajo, de ese cargo tan prometedor que te han propuesto. Y, por supuesto, de dirigir este hospital —declaró mientras avanzaba sobre mi cuerpo—. Y ya puedes olvidarte también de esa mujer a la que tanto deseas, porque acabo de ver a una curiosa enfermera asomando su cabecita por la puerta y, conociendo tu debilidad por las pelirrojas, sin duda, se trataba de ella, ¿verdad? —susurró a mi oído.
—¡Apártate de mí, Barbara! —exclamé, desesperado por alejarla, sabiendo que ninguna de sus venenosas palabras era mentira y temiendo que Paula se marchara nuevamente de mi lado creyendo que yo había jugado con ella.
Intenté levantarme, pero Barbara me lo impidió.
—¡Vamos, Pedro! No seas así… Piensa en el maravilloso futuro que te espera a mi lado si te olvidas de ella. Además, ¿cómo vas a explicarle esto? —dijo acariciando lentamente mi pecho con una de sus frías manos, con las que sólo quería manipularme —. Sabes que yo soy la única que te conoce y que te entiende de verdad. Y también que yo soy lo que más te conviene.
Irónicamente, ante las palabras de Barbara recordé aquella estúpida frase con la que Paula alardeó un día en una de sus atrevidas camisetas, poniéndola ante mis ojos, y le sonreí perversamente a una mujer que en verdad nunca llegaría a conocerme.
—Barbara, la única persona que me conoce realmente es y será siempre Paula — declaré con dulzura a su oído mientras amarraba una de sus muñecas con las correas que mi enfermera siempre dejaba tan amablemente junto a la cama del hospital para recordarme que no debía comportarme como un chico malo si no quería recibir mi merecido, algo que en esa ocasión no me importaba mucho.
—¡¿Qué se supone que estás haciendo, Pedro Alfonso?! —gritó histéricamente Barbara mientras yo conseguía al fin alejarla de mí y levantarme de la cama haciendo gala de una habilidad que nunca creí tener.
—Ir en busca de la mujer a la que siempre quise en mi vida. Lo siento, Barbara — respondí mientras ataba su otra mano con la otra correa para que ella no resultara un impedimento en mi camino.
—¡Desátame ahora mismo si no quieres perder en un instante todo lo que has conseguido, porque te juro que, si me dejas así, conseguiré que te echen!
—¿Y qué? —repliqué, sonriendo audazmente mientras me alejaba con mis muletas del que hasta entonces había representado un brillante futuro para mí, algo que ya no deseaba.
—¿Qué tiene esa mujer para que te arriesgues a perderlo todo en un instante? —me gritó una furiosa Barbara desde la cama.
—Definitivamente, Paula es lo mejor que puede llegar a pasarme en la vida…— dije recitando esas palabras que nunca había podido olvidar desde que un día las vi impresas en una atrevida camiseta que Paula mostró ante mis ojos.
Cuando corrí por el hospital como un loco, acompañado por mis muletas, nadie osó detenerme a pesar de mi insensatez. Pero al toparme con Jeremy, ese niño que adoraba a Paula, y ver su airada mirada supe que ella había huido de mí nuevamente, sin permitir que le diera alguna explicación sobre lo ocurrido en la habitación, o sobre las palabras que tan ligeramente habían salido de mis labios la pasada noche declarándole mi amor. Una confesión que Paula creería ahora una infame mentira, aunque la verdad fuera bien distinta y esos profundos sentimientos nunca me hubieran abandonado desde el día en que la conocí.
¡Mierda! ¡Finalmente lo hice! ¡Me acosté con el hombre con el que siempre había fantaseado! Y en ese momento no tenía ni idea de si eso era algo bueno o algo terriblemente malo para mí, porque Pedro siempre me acababa haciendo daño y demostrándome que no era tan bueno como todos pensaban.
Por lo menos ahora yo era una mujer adulta y no lo idolatraba como en mi adolescencia. Mis ojos estaban abiertos a cada uno de sus defectos, pero, aun así, seguía estúpidamente enamorada de él, ya que en ocasiones se convertía para mí en ese hombre con el que siempre había soñado.
Sin embargo, con Pedro nunca sabía en qué punto se encontraba nuestra relación, o si apenas comenzábamos a tener una. ¡Por Dios! Todavía no podía creer que hubiéramos hecho el amor en una de las habitaciones del hospital… Menos mal que nadie nos había descubierto y que había podido escapar antes de que Pedro se despertara esa mañana para esconder mi ruborizado rostro ante la vergüenza de lo que había llegado a hacer en el lugar menos indicado para ello.
Pero es que ese hombre me volvía loca, y cada una de sus maliciosas sonrisas y sus ardientes miradas me incitaba a caer en la tentación una y otra vez. Especialmente cuando me mostraba esa parte de él tan imperfecta que sólo unos cuantos afortunados llegaban a conocer.
Pedro me había indicado con cada uno de sus actos que no se parecía en nada a la idealizada imagen que un día creé de él en mis sueños de adolescencia. Era como si cada vez que nos encontráramos él necesitara que yo me diera cuenta de cómo era en realidad. Todavía no entendía por qué lo hacía, pero no podía evitar enamorarme tanto del chico bueno que en una ocasión creí que era, como del malicioso canalla del que en verdad se trataba.
Me sentía frustrada al no saber qué hacer en ese momento con nuestra relación, o qué palabras eran las adecuadas para seguir adelante. A pesar de haber oído de sus labios un «Te quiero», se me hacía difícil confiar en él.
Sobre todo cuando Pedro era un hombre que siempre se rodeaba de estúpidas mentiras sólo para aparentar.
No tenía forma alguna de dilucidar si nuestra noche juntos había sido para él una forma de eludir su aburrimiento, o si verdaderamente yo significaba algo para él y siempre había estado equivocada creyendo que una chica como yo nunca podría llamar su atención.
Cuando me dirigí hacia su habitación, en mi mente se agolpaban demasiados pensamientos, todos ellos dirigidos al hombre que siempre me atormentaba. Tal vez porque aún divagaba sobre lo que haría cuando nuestras miradas volvieran a cruzarse, por poco paso por alto las malévolas sonrisas llenas de satisfacción que más de una de mis compañeras me dirigieron; algo extraño, ya que siempre me miraban un tanto envidiosas cuando iba a atender al médico más solicitado del hospital, a pesar de que ninguna de ellas fuera capaz de aguantar sus aires de niño mimado y sus cuidados me hubieran sido asignados más como un castigo que como una tarea rutinaria.
En el momento en que llegué a la puerta de la habitación de mi paciente con la bandeja del elaborado desayuno, dudé por unos instantes si entrar o no, ya que oí los susurros de una conversación. Por un momento creí erróneamente que se trataba de alguno de los amigos que siempre visitaban a Pedro sin importarles nada los horarios indicados por el hospital, pero tras oír una sugerente voz femenina, no pude evitar entreabrir la puerta para verme una vez más decepcionada por el hombre del que mi estúpido corazón había decidido volver a enamorarse.
—¡Vamos, Pedro, no seas vergonzoso! Sabes que nadie nos interrumpe nunca, y no será la primera vez que hacemos esto en una de las camas del hospital. Además, no me dirás que no me has echado de menos mientras he estado de viaje…
Cuando vi cómo aquella insinuante mujer se subía a horcajadas encima de él, estuve a punto de interrumpirlos para aclarar cómo había estado entreteniéndose ese despreciable sujeto a mi costa, pero Mirta, la jefa de enfermeras, dirigiéndome una de sus falsas sonrisas que me demostraban que verdaderamente nunca me había apreciado, comentó despreocupadamente mientras se interponía en mi camino:
—No los interrumpas si no quieres meterte en un problema: Barbara es la hija del director de este hospital, una niña mimada que siempre consigue lo que quiere, y Pedro…, bueno, Pedro es su prometido al fin y al cabo y, sin duda, si las cosas siguen por ese camino, el futuro director de este lugar. Será mejor que dejes su desayuno para más tarde… —indicó Mirta, señalándome la puerta tras la que se ocultaba la pareja. A continuación, se alejó de mí sin percatarse de que sus maliciosas palabras, que nunca me habían hecho daño, en esa ocasión me habían herido profundamente.
Dudé por unos instantes sobre si Pedro habría jugado conmigo o si nuestros corazones simplemente habían tropezado en el camino sin poder evitar enamorarse.
Pero, mientras mis manos temblorosas todavía sostenían la puerta, oí claramente unas duras palabras que me sacaron de los estúpidos sueños que siempre construía sobre ese hombre.
—Barbara, ya sabes que siempre encuentro una manera de paliar mi aburrimiento cuando tú no estás —declaró burlonamente Pedro, rompiendo una vez más todos mis sueños en mil pedazos.
Como una idiota, nuevamente había vuelto a caer en las redes de ese hombre que siempre me hería y del que estúpidamente me había vuelto a enamorar. Pero una vez más descubría demasiado tarde la verdad sobre Pedro Alfonso: que, sin duda, él nunca sería el hombre adecuado para mí.
Mientras caminaba con el corazón roto, decidida a olvidarme para siempre de él y de sus falsas palabras de amor, tropecé con Daniel, su alocado hermano, quien, antes de que yo tuviera tiempo de reaccionar, colocó precipitadamente sobre mis manos una bolsa de deporte con las pertenencias de mi paciente. Luego, simplemente se despidió y se alejó apresuradamente de mí mientras ponía una estúpida excusa sobre por qué no podía ver en esta ocasión a Pedro.
Miré la bolsa sin saber qué hacer con ella porque, definitivamente, por nada del mundo volvería a entrar en esa habitación que la noche anterior se había convertido en todo un sueño y que en esos instantes era parte de la infame pesadilla que representaba para mí amar a ese hombre. Así que la bolsa con las pertenencias de Pedro simplemente fue a parar a la basura, mientras yo me quedaba con una única prenda con la que hacer entender a todos por qué me marchaba de ese lugar en el que nadie me echaría en falta y, menos aún que los demás, ese individuo que se había estado divirtiendo jugando conmigo hasta que su adecuada y perfecta prometida regresara