viernes, 11 de mayo de 2018

CAPITULO 23





Para mi desgracia, igual que yo encontraba a Paula en cada uno de sus escondrijos cuando ella decidía evadirse, Paula también parecía tener un sexto sentido para averiguar cuándo yo estaba librándome de alguna de las torturas con las que últimamente estaba decidida a castigarme. Así pues, entró reprobadoramente en mi habitación justo cuando acababa de abrir mi pizza de masa gruesa, repleta de todos los ingredientes que se me había ocurrido añadir. Ante sus furiosos ojos no pude evitar dar un buen bocado a mi pizza y degustar el sabor que tanto había añorado con mis insustanciales comidas.


—¡Eso no es sano! —me recriminó, señalando el festín que mi hermano y yo nos estábamos dando en esos momentos.


—¡Y morirme de hambre tampoco! —respondí furioso, recordándole que, a pesar de haber conseguido que me cambiaran el menú, mi comida llegaba a mí sin estar nunca completa, todo dependiendo del nivel de cabreo que en esos instantes tuviera ella.


—Comes adecuadamente todos los días —declaró Paula, cruzándose de brazos y negándose en redondo a admitir que todo ese suplicio solamente era parte de su venganza, y nunca de su eficiente trabajo.


—¡Y una mierda! ¡Seguro que he perdido más de tres kilos desde que estoy en el hospital! —grité indignado, sabiendo que sin duda tenía razón.


—Si comes demasiado debido a tu inactividad diaria puedes engordar, así que simplemente mido las calorías de tus comidas.


—¡Sí, claro! Y mi dieta depende del mal humor con el que te hayas levantado.


—Eso es poco profesional, y yo no se lo haría nunca a ninguno de mis pacientes — declaró Paula muy dignamente, aunque perdió toda su credibilidad cuando a continuación me dirigió una de sus maliciosas sonrisas mientras anunciaba—: Por tu bien, creo que tendré que confiscarte esa pizza.


—¡En serio, Paula, como intentes quitarme mi única comida decente de esta semana, estoy dispuesto a morderte! Además, Daniel ha traído entre mis pertenencias algo que quiero enseñarte… ¿No sientes curiosidad por saber qué es? —dije, decidido a conseguir una tregua que me permitiera disfrutar tranquilamente de mi comida mientras ella veía las fotos que mi hermana Eliana nos enviaba desde la universidad.


Tras oír mis palabras, Daniel cogió su pizza, que había acabado pagando yo pese a ser supuestamente invitado por él, y se dispuso a marcharse de la habitación con una inocente excusa. Ése fue el momento en el que debería haber sospechado. Pero, claro estaba, nunca creí que mi hermano llegaría a ser tan idiota.


—Yo mejor me marcho, no quiero ser utilizado como escudo en vuestras disputas. Encantado de volver a verte, Paula, y, hermanito…, ¡que te mejores!



Tras despedirse rápidamente desde la puerta, Daniel desapareció con celeridad, dejándonos al fin solos en una situación en la que ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder.


La pizza queda confiscada —manifestó Paula, acercándose a mí mientras yo me aferraba a mi comida engulléndola lo más rápido posible.


—¿Por qué no ves antes lo que le pedí a Daniel que me trajera para que disfrutes de un buen rato? Seguro que, cuando veas mis buenas intenciones, cambias de opinión sobre esta comida —rogué hambriento.


—Bien, por una vez voy a concederte el beneficio de la duda —repuso Paula, negando con la cabeza mientras se dirigía a mi armario y cogía la bolsa del gimnasio donde mi hermano habría guardado esas fotos de Eliana que tanto le gustaría volver a ver a su amiga.


Ante mi asombro, Paula abrió la bolsa del gimnasio, miró dentro de ella y luego me fulminó con la mirada. Fue en ese momento en el que me pregunté qué demonios habría metido mi hermano en esa bolsa para que me entretuviera en el hospital.


—¿En serio, Pedro? —exclamó ella, bastante indignada, mientras comenzaba a sacar de mi bolsa objetos que me dejaron con ganas de matar muy lentamente a mi querido hermano menor.


Lo primero que sacó fueron unas cuantas cajas de condones, y luego vaselina. Le siguieron unas revistas porno y unas películas de enfermeras bastante indecentes y, por último, una muñeca hinchable y una botella de tequila.


—No sé lo que tienes en mente, Pedro, pero definitivamente no cuentes conmigo — señaló furiosamente Paula mientras volvía a introducir cada uno de los locos regalos de mi hermano en mi bolsa, excepto la botella de tequila.


—¡Paula, te juro que nada de eso es lo que yo le he pedido a Daniel! ¡Lo que pensaba mostrarte eran unas fotos que…!


—¡Sí, claro! Tú nunca serías tan malicioso… —dijo ella, alzando impertinentemente una de sus cejas—. Y si esto es una indirecta de que lo que pasó entre nosotros puede volver a ocurrir, no sabes lo equivocado que estás… —apuntó,
confiscándome finalmente mi comida y aquella botella de tequila que tantos recuerdos me traía.


Cuando Paula se fue no pude evitar reír y pensar, mientras miraba la caja de condones, que tal vez alguno de los regalos de mi hermano no eran tan inútiles como me había parecido.


A la mañana siguiente supe que Paula seguía enfadada conmigo y que cada vez quería poner más distancia entre nosotros cuando, al destapar la bandeja del desayuno, lo único que me esperaba era una prueba de embarazo que daba negativo. Algo que yo podría haberle dicho desde el principio si simplemente se hubiera acercado a mí y hubiera tenido el valor de preguntarme por lo que había ocurrido esa noche entre nosotros. Una noche que, aunque ella se negara a recordar, para mí simplemente sería imposible de olvidar porque, por primera vez, había tenido entre mis brazos a mi pequeña y siempre deseada Paula.






CAPITULO 22




Daniel Alfonso paseaba perdido entre los pasillos del hospital mientras trataba de hallar la habitación de su desquiciante hermano mayor, quien lo había llamado para quejarse una vez más de cada uno de los tormentos a los que lo sometían en ese lugar, cuando lo más probable era que todos se estuvieran comportando con él como siempre hacían: tratándolo como a un dios.


Pero cuando Pedro estaba enfermo, o lesionado como en ese caso, era como un maldito grano en el culo: se pasaba el día quejándose de todo y señalando los múltiples errores que otros cometían para que los solucionaran lo más rápido posible, ya que él no podía hacerlo por ellos.


De niños, quedar encerrado en la misma habitación que Pedro cuando éste caía enfermo era todo un suplicio. Por eso Daniel le había llevado algunas mudas limpias, tal y como Pedro le había indicado, y había añadido algún que otro objeto con el que tal vez pudiera divertirse en el hospital para evitar que lo llamara constantemente con sus continuas e irritantes quejas.


Nada más cruzar las puertas del hospital, Daniel se enteró del motivo de las heridas de su hermano y comprobó cómo todos trataban a Pedro como a un héroe, algo a lo que a éste siempre le había gustado jugar. Que su malicioso hermano hiciera algo como sacrificar su integridad física para proteger a otros lo sorprendió, ya que, aunque intentaba mostrar hacia todos lo perfecto que era, en verdad era bastante imperfecto.


Cuando Daniel llegó a la puerta que le habían indicado, en una planta un tanto alejada con una habitación privada destinada a la recuperación del prestigioso paciente, vio a una enfermera bastante bonita sonriendo con la misma maliciosa sonrisa que Pedro le mostraba a él en esas ocasiones en las que hacía alguna de las suyas.


Junto a la puerta cerrada, la llamativa enfermera de llameantes cabellos rojos abría una bandeja de comida en el carro que la acompañaba, seleccionando lo que, según ella, no era apto para la elaborada dieta de su paciente. Tras su elección, simplemente devoraba la comida sin perder su maliciosa sonrisa, degustando cada uno de los bocados con gran placer. Tras terminar con la mitad del menú, lo cerró y murmuró:
—¡Hala! Hoy, un yogur y una tila para merendar. Y, como me toques las narices, esta noche te dejo sólo un mendrugo de pan para la cena…


Daniel, boquiabierto, comenzaba a pensar que cada una de las torturas que su hermano le había relatado por teléfono eran ciertas, hasta que la pelirroja alzó su rostro y pareció reconocerlo, pese a que él aún no lograba ubicar en su mente en qué otro sitio había visto ese rostro dotado de una hermosa sonrisa y unas atrayentes pequitas.


—¡Daniel Alfonso! —exclamó entusiasmada la enfermera mientras lo abrazaba sin que él supiera aún quién era esa mujer que lo trataba tan familiarmente.


—No te acuerdas de mí, ¿verdad? —preguntó alegremente ella y, sin permitir que Daniel contestara, añadió—: Soy Paula Chaves, la amiga de Eliana. La pelirroja gordita de horribles trenzas y enormes gafas de la que siempre te burlabas…


—¡Vaya! Lo siento, Paula. Creo que entonces era un tanto infantil —trató de excusarse Daniel, sin creer todavía que la pequeña Paula se hubiera convertido en esa hermosa mujer.


—Bueno, por lo que veo, has venido a visitar a tu hermano…, ¡y me vienes que ni caído del cielo! —declaró alegremente la pelirroja colocando en sus manos la bandeja de comida antes de que él pudiera decir nada—. ¡Toma! ¡Llévale la merienda a tu hermano, que creo que esta vez ha llegado con algo de retraso! —añadió antes de abrirle la puerta de la habitación a Daniel y marcharse alegremente con el carrito de la comida mientras tarareaba una canción.


Nada más cruzar la puerta, Daniel fue recibido por Pedro con más entusiasmo que nunca.


—¡Al fin! ¡Comida! —gritó eufórico Pedro cuando reconoció la bandeja que su hermano llevaba en las manos.


Daniel la depositó en la mesa cercana a la cama y luego la aproximó al hambriento paciente, que no tardó mucho en descubrir un tanto molesto que su comida nuevamente había menguado.


—¡Jodida Paula, otra vez te has vuelto a comer mis galletas! ¡¿Y dónde narices están mi café y mi zumo?! —gritó Pedro, terriblemente irritado, mientras se tomaba el insípido yogur sin azúcar y una tila demasiado aguada.


—Creo que no puede oírte, hermano, ya que cuando me entregó tu bandeja se alejó con bastante rapidez de aquí.


—¡Oh, créeme, sí lo hace! O al menos lo hace su esbirro, un niñito molesto que de vez en cuando viene a espiarme para ver si me comporto de manera adecuada.


—Yo venía dispuesto a traerte alguna cosa con la que acabar con tu aburrimiento pero, por lo que puedo ver, te tienen bastante entretenido —se mofó Daniel mientras guardaba en el armario de la habitación la bolsa con la ropa que le había pedido Pedroacompañada por algún que otro obsequio de su parte.


—¿Traes comida? —preguntó él emocionado, apartando la insulsa tila que intentaba degustar.


—No, pero traigo algo mejor: el número de teléfono de un establecimiento de comida rápida que lleva un amigo mío y al que no le importará hacerme un favor.


—¿Te he dicho alguna vez lo mucho que te quiero, hermanito?


—No, pero te lo recordaré para que me lo repitas en otro momento —dijo Daniel mientras tomaba asiento junto a la cama de Pedro justo antes de empezar a interrogarlo —. Y, cambiando de tema, dime que no es esa maliciosa pelirroja a la que salvaste de caer por la escalera, porque creo recordar lo poco que te interesaba hace años la pequeña Paula Chaves… ¿O tal vez sólo era una más de tus elaboradas mentiras?


—¡Oh, cállate Daniel! —replicó Pedro, suspirando frustrado mientras golpeaba su cabeza contra las duras almohadas que Paula no podía evitar ponerle últimamente para
aumentar su tortura—. Para mí, esa chica siempre será un tema aparte —sentenció,
intentando que su hermano comprendiera que aún no estaba preparado para hablar sobre ella.


Eso era algo que el jovial Daniel siempre entendía, y, tras marcar alegremente un número de teléfono, le preguntó a Pedro:
—¿Le quito algún ingrediente a tu pizza?


Una cuestión que después de contemplar la cara hambrienta de su hermano supo que era totalmente innecesaria, así que Daniel simplemente gritó alegremente al hombre que esperaba al teléfono:
—¡Mejor doble de todo!


CAPITULO 21





Desde esa noche no dejaba de esquivar a Pedro en el hospital en todo momento, con la aterradora idea de un posible embarazo en mente, ya que lo poco que había llegado a recordar esa semana me hacía pensar que sus palabras eran ciertas y que finalmente, embriagada por el alcohol, había accedido a hacer realidad todos los sueños que siempre me habían perseguido desde la adolescencia con el perfecto Pedro Alfonso.


Lo cierto era que, si me acercaba a hablar con él, tal vez éste podía contestar a alguna de esas preguntas que tanto me intranquilizaban sobre aquella noche. Pero eso sería pedir demasiado, y más aún cuando él, ante mis intentos de poner distancia entre nosotros, simplemente sonreía maliciosamente y me permitía alejarme sin problemas.


Mientras trataba de realizar mi trabajo en el hospital no podía dejar de pensar en lo que ocurriría si estaba verdaderamente embarazada de ese hombre, lo cual me distraía enormemente de cada uno de mis cometidos. ¿Qué haría Pedro si recibiera la noticia de que iba a ser padre?



Seguramente, como siempre simulaba ser el hombre perfecto, me pediría que me casara con él para cumplir con su deber, pero eso no era lo que yo deseaba… Yo sólo quería casarme con el hombre al que amara y, para mi desgracia, mi confuso corazón todavía sentía algo por ese individuo, aunque yo intentara enseñarle a no cometer dos veces el mismo error.


Caminaba distraídamente por el hospital cuando observé que Jeremy estaba haciendo una de las suyas junto a la escalera, así que me dirigí apresuradamente hacia él para advertirle acerca de lo peligrosos que podían llegar a ser esos estúpidos juegos.


Pero mientras me acercaba a mi infantil compañero de juegos, lo vi tropezar y, antes de que llegara a caerse por la escalera, sin preocuparme por otra cosa que no fuera ese pequeño al que tanto adoraba, me abalancé sobre él y lo protegí de la caída rodeándolo con mi cuerpo.


Ambos nos sentimos caer y llegamos con un sonoro estruendo al pie de la escalera, pero ninguno de los dos sentimos daño alguno en nuestros cuerpos. Cuando abrimos los ojos descubrimos el motivo: Pedro Alfonso, ese hombre al que en ocasiones ambos podíamos llegar a detestar, permanecía inconsciente debajo nuestro y todavía nos sujetaba entre sus fuertes brazos, protegiéndonos del peligro que habría supuesto una caída así para nosotros.


Cuando me recuperé de mi asombro, le ordené a Jeremy que corriera urgentemente en busca de ayuda mientras yo me quedaba atendiendo a Pedro, que a veces llevaba a cabo acciones que volvían a convertirlo en el hombre con el que yo tantas veces había soñado.


No lo moví de su sitio para no empeorar sus lesiones, tomé su pulso y comprobé que respiraba. Y, mientras observaba superficialmente sus heridas, él recobró la conciencia por unos instantes tan sólo para preguntarme:
—¡Paula! ¿Estás bien, tienes algún daño? ¿Y Jeremy? ¿Está bien?


—Los dos estamos perfectamente, no te preocupes, Pedro —le respondí, intentando calmar su inquietud.


—¡Gracias a Dios! —suspiró él—. Recuérdame que os castigue más tarde. Por imprudentes… —añadió, volviendo a caer en la inconsciencia poco después.


—Y luego te preguntas por qué en ocasiones te veo como un hombre perfecto… — declaré besando tiernamente sus labios sabiendo que él nunca me permitiría que lo considerase un hombre sin defecto alguno, aunque Pedro fuera así para mí.



La hazaña de Pedro en el hospital sólo sirvió para aumentar aún más su popularidad entre las mujeres que trabajaban allí y alguna que otra de sus enamoradizas pacientes.


Pero, para desgracia de todas ellas, cuando Pedro estaba enfermo dejaba de aparentar ser un hombre dulce y amable y sacaba a relucir su malicioso carácter, que conseguía espantar a todo el mundo.


El médico, tras su noble acción, había sufrido varias fracturas en la pierna derecha, un esguince en una muñeca y una leve contusión en la cabeza. Las lesiones lo obligarían a quedarse ingresado en el hospital por un largo tiempo, lo que para un hombre como Pedro, tan acostumbrado al trabajo frenético, suponía una gran frustración que provocaba que su comportamiento fuera simplemente imposible.


El aburrimiento y los calmantes habían conseguido que se mostrara tan insoportable como un caprichoso niño pequeño, y todos en el hospital habían decidido por unanimidad que la mejor persona para atenderlo no podía ser otra más que la culpable
de esa situación, aunque esto en realidad solamente era una excusa para que Paula cargara nuevamente con las responsabilidades de algunos de sus compañeros.


Tal vez, si Paula no hubiera conocido de antemano el terrible comportamiento de ese hombre, sus palabras o sus insultantes acciones podrían haberla hecho llorar. Pero como ella era la única capaz de lidiar con el verdadero Pedro, el tenerlo a su merced como paciente fue para Paula una oportunidad de obtener una pequeña venganza por cada una de las veces que él la había torturado, tanto en el pasado como en el presente.


—¡Bien! ¡Veamos qué maravilloso almuerzo han preparado en la cocina sólo para ti! —exclamó felizmente Paula mientras dejaba la bandeja de comida en la mesa junto a la cama del enfurruñado paciente—. ¡Humm! ¡Una riquísima y deliciosa sopa de arroz! —reveló irónicamente, viendo cómo su enfermo mostraba su desacuerdo una vez más ante el insulso y repetitivo menú con el que siempre lo martirizaba su enfermera.


—¡No me jodas, Paula! ¡Llevo tres días a base de sopa! ¿Quieres traerme algo a lo que pueda hincarle el diente de una maldita vez? ¡Estoy famélico!


—Bueno, tal vez mañana le eche un poco de pollo a la sopa, ya que veo que al fin has aprendido que no debes manosear a las enfermeras —replicó con malicia Paula,
recordando cómo Pedro había intentado molestarla, desde el primer día, palmeando su
trasero alguna que otra vez.


—¡Joder! ¿Cómo narices voy a tocar a alguien si me has atado a la cama? — respondió él fulminándola con la mirada al tiempo que trataba de deshacerse de las ataduras que servían a los médicos para evitar que los pacientes se autolesionaran y que Paula había usado con él con alegre malicia.



—¡Creo que es hora de tomarle la temperatura, señor Alfonso! —se burló ella con una de esas ladinas sonrisas que solamente había podido aprender de él.


A continuación, sin darle tiempo a protestar siquiera, introdujo el termómetro en la boca de Pedro, esperando conseguir con eso que cesaran sus protestas.


—Por lo menos podrías haberte vestido un poco más insinuantemente y hacer así un poco más agradable mi estancia en este lugar.


—Si no se calla, señor Alfonso, tendré que tomarle la temperatura introduciendo el termómetro en otro agujero que tal vez no sea muy de su agrado…


—¡Y una mierda me vas a meter eso en el culo! ¡Te lo advierto desde ya, Paula: mi culito no se toca!


—Tendré en cuenta sus preferencias, señor Alfonso, así como usted siempre ha tenido en cuenta las mías —dijo ella sin poder borrar esa gran sonrisa de su rostro que indicaba lo mucho que se estaba divirtiendo con su venganza.


—Eso no me tranquiliza en absoluto —declaró Pedro, molesto con su enfermera mientras ésta le retiraba el termómetro de la boca y anotaba su temperatura en el informe.


Cuando Paula desató sus manos para que Pedro pudiera disfrutar de su insípida comida, éste volvió a tratar de intimidar a su pequeña pelirroja con sus palabras, pero por lo visto, desde esa cama, en la que él apenas podía hacer nada, sus comentarios no amedrentaban en absoluto a la insufrible mujer.


—Estoy impaciente por ver cómo te las apañas para darme el baño con esponja sin que tu rostro se torne del mismo color que tu cabello —se jactó ladinamente Pedro mientras degustaba su sopa, que, una vez más, no sabía a nada.


—No te preocupes, no te decepcionaré… Después de todo, Geron, el nuevo enfermero en prácticas, también está impaciente por dártelo.


—¡No me jodas, Paula! —exclamó Pedro, interrumpiendo la marcha de su enfermera
hacia la salida.


—Señor Alfonso, yo no soy de esas mujeres que se aprovechan de sus pacientes, así que no se preocupe: eso no ocurrirá.


—Pues podía ocurrir, y así, por lo menos, disfrutaría algo de mi permanencia en esta maldita habitación.


—Creo que ya es la hora de su baño… —anunció felizmente Paula mientras se dirigía hacia la salida.


—Vale, muy bien, pero ¿quién me bañará finalmente? —preguntó Pedro, bastante molesto con la idea de que otro hombre lavara su cuerpo cuando eso era algo que habrían hecho más placenteramente las manos de su dulce Paula.


—¡Hasta pronto, señor Alfonso! —se despidió la maliciosa mujer, que indudablemente se estaba vengando muy a gusto de cada una de las trastadas que él le había hecho en algún momento.


—¡Paula! —gritó Pedro enfurecido, pero, a pesar de ello, no recibió respuesta alguna por parte de ella.


O, por lo menos, no en esos instantes, ya que en cuanto vio dirigirse hacia él a un hombre portando una esponja supo que las torturas de su pelirroja iban muy en serio, y eso que él era el hombre que le había salvado la vida.


—Cuando pueda salir de esta cama, te vas a enterar… —gruñó Pedro entre dientes mientras intentaba hacerle comprender a ese enfermero que, como se acercara a él, definitivamente se iba a comer la esponja.