viernes, 1 de junio de 2018
CAPITULO 92
—¡Tu hijo es idiota, Paula es tonta y toda esta mierda me está sacando de quicio! Ahora que Paula se ha decidido a contarle la verdad sobre Nicolas a nuestro hijo, él no la deja hablar… ¡Te juro que quiero sacar la escopeta y tirotearlos a los dos! —dijo un furioso Juan Alfonso desde la mesa de la cocina mientras robaba algunas galletas caseras de las que en esos momentos estaba haciendo su adorada esposa.
—Y yo que creía que alguno de mis hijos se habría librado de los impetuosos genes de los Alfonso y sería algo más inteligente… Al parecer, seguimos con la estúpida costumbre de tu familia en eso de ser los más idiotas en cuanto al amor se refiere.
—¿Qué demonios vamos a hacer ahora para juntar a esos dos?
—No lo sé, Juan. Pensé que, con lo listo que es Pedro, en cuanto viera a ese niño se daría cuenta de que era su viva imagen y se preguntaría el porqué.
—Al parecer, éste también nos ha salido imbécil. Con lo mucho que prometía de pequeño…
—No quiero entrometerme entre esos dos, pero…
—¡Joder, Sara! ¡Si los dejamos así, Pedro se enterará de que tiene un hijo cuando sea abuelo! Paula lleva ya cinco meses en Whiterlande y aún no ha conseguido hablar con él —interrumpió Juan, cada vez más enfadado con esa estúpida situación.
—Nunca me dejas terminar, ¿verdad? —le recriminó Sara, molesta con su marido, mientras lo fulminaba con una de sus amenazadoras miradas para que guardara silencio —. Decía que no quiero entrometerme, pero creo que en esta ocasión esos dos necesitan recibir un empujoncito.
—Vale. Entonces ¿cómo lo hacemos? ¿Los dejamos encerrados en algún lugar para que hablen o desempolvo mi escopeta? —propuso Juan, feliz con la posibilidad de saber al fin dónde le había escondido Sara su adorada escopeta de perdigones.
—Nada tan descabellado: con unos simples recuerdos bastará —anunció ella mientras guardaba unas cuantas galletas para su hijo antes de que su marido las devorara todas.
Y, tras desempolvar una vieja caja llena de recuerdos que traían a su rostro más de una grata sonrisa, se dirigió a arreglar la desastrosa vida amorosa de uno de sus hijos, que, aunque desde que se había hecho mayor nunca pidiera su ayuda, indudablemente en esos momentos la necesitaba más que nunca.
CAPITULO 91
Paula paseaba inquieta por la casa sin saber dónde narices se había metido su hijo.
Hacía horas que lo había dejado ir con Juan para que lo acompañara a hacer unos recados, y aunque pronto sería la hora del almuerzo, Nicolas todavía no había regresado.
Desde que se habían trasladado a Whiterlande, Juan y Sara Alfonso se mostraban cada vez más cercanos a su hijo, y Paula no se atrevía a negarles sus peticiones, ya que, sin que ellos lo supieran, les había negado durante muchos años el placer de disfrutar de su nieto, y en la mayoría de las ocasiones, cuando veía sus rostros se sentía terriblemente culpable.
Ya llevaba dos meses en ese pueblo y todavía no se atrevía a acercarse a Pedro porque sabía que tendría que revelarle la verdad sobre todas las cosas que había callado. ¿Cómo podía decirle a un hombre al que le había hecho tanto daño que aún existían más secretos entre ellos y que el más importante de éstos era que Nicolas era su hijo? Un hijo cuya existencia le había ocultado y del que lo había separado durante seis largos años…
¿Cómo explicarle que cuando se lo ocultó no fue por resentimiento, sino porque pensó que ella nunca había significado nada para él y que, por tanto, su hijo tan sólo sería una molestia? ¿Cómo explicarle lo sola y asustada que se había sentido durante todos esos largos años y las miles de veces que había estado tentada de llamarlo y confesarle su secreto...? Pero luego, en el último instante, su reticente corazón se encogía ante el miedo de oír de sus labios lo poco que había significado en su vida, y dejaba esa llamada para más tarde, para cuando pudiera reunir el valor de hacerle frente y que lo que él dijera ya no le hiciera daño…
¿Cómo presentarle ahora las vanas excusas que se había inventado durante años para no enfrentarse a él, cuando ahora sabía que Pedro la había estado esperando y que no era el despiadado canalla que creyó en una ocasión?
¿Cómo hacer que no la odiara más por su silencio si ella misma se detestaba por no haber tenido el valor de hacer lo correcto? Y ahora… ahora quizá fuera demasiado tarde para ellos dos, pero cada vez que veía a Nicolas sentía que necesitaba arreglar las cosas con Pedro. Aunque no le sirviera para que tuvieran ese final feliz que tanto había deseado en una ocasión, al menos sí le serviría para ser justa con el hombre al que a lo largo de los años había dañado tanto sin llegar a saberlo siquiera.
Cuando su hijo entró por la puerta y le dirigió una mirada llena de decisión, que nada tenía que ver con la que en otras ocasiones había asomado a su infantil rostro al llegar de alguno de sus paseos, Paula supo que no podía retrasar más lo inevitable y que, finalmente, tenía que dejar de ser una cobarde y enfrentarse a uno de sus mayores miedos.
—Mamá, tenemos que hablar…
—¿Sobre qué, cariño? —preguntó ella, un tanto temerosa.
—Ya sé quién es mi papá, y quiero que él sepa quién soy yo.
Y ésa era una petición que Paula nunca le podría negar a su hijo, porque era algo que debería haber hecho hacía mucho tiempo.
CAPITULO 90
—¡Vamos a ver si me aclaro! Hoy crees que tienes la viruela —dijo Pedro, sin poder dejar de reírse ante las invenciones de ese niño que cada semana acudía a su consulta con una nueva e ingeniosa enfermedad—. Y eso que hace solamente unos días sufriste de escarlatina, de meningitis y de fiebre tifoidea. ¡Por Dios, Nicolas, eres el pupas! Me gustaría saber con quién te juntas para acabar así… —preguntó, conociendo de antemano la respuesta: sin duda, con su mentirosa y engañosa sobrina, a la que días antes había visto con el rotulador rojo indeleble con el que habían pintado las manchas del cuerpo de ese niño.
—Creo que tendrá que hablar con mi mamá y encamarme: ¡esto es muy grave y…!
—¡Qué va, tranquilo! La ciencia ha avanzado mucho y esto tiene una fácil solución…
Y, tras esas palabras, el médico simplemente remojó una gasa con agua y jabón y borró algunas de las manchas del cuerpo de Nicolas con facilidad.
—¿Ves? Sólo con agua y jabón ya te he curado —declaró irónicamente, acabando con las mentiras de ese pequeño estafador. »¿Sabe tu madre que estás aquí? —preguntó reprobadoramente a continuación mientras le tendía al revoltoso niño un caramelo de los que guardaba para cuando su sobrina iba a visitarlo.
—No —confesó el pequeño mientras se miraba avergonzado sus nerviosos pies, que no dejaban de moverse con intranquilidad, porque, una vez más, había sido pillado en una de sus mentiras.
—Y supongo que tampoco estará al tanto de las curiosas enfermedades que has sufrido a lo largo de estos días, ¿me equivoco?
—No, no lo sabe.
—¿Me puedes decir por qué me has elegido a mí para poner en prácticas tus mentiras? —quiso saber Pedro, bastante interesado en la respuesta del crío.
—Porque quiero que sea usted mi papá —declaró él mientras levantaba su decidido rostro.
Sin poder creerse que ese niño hubiera tenido más valor que su madre para expresar lo que deseaba, Pedro mesó sus cabellos confusamente, sin saber qué responder ante tal confesión.
—Cualquier hombre estaría orgulloso de ser tu padre, Nicolas, pero para mi desgracia, no es así… Las cosas entre tu madre y yo son muy complicadas, pequeño, y no sé si podré perdonarla. Pero yo siempre estaré aquí para cuando tú me necesites — dijo mientras revolvía los cabellos de ese niño que, finalmente, con su ternura le había robado parte de su corazón.
Qué pena que la otra parte la hubiera destrozado su madre con sus mentiras.
—Creo que deberías dejar de venir a mi consulta y hablar seriamente con Paula sobre tu padre. Quizá sea un hombre mucho mejor que yo.
—Lo dudo, señor Alfonso. Pero pienso que en una cosa tiene razón: ya es hora de hablar con mi madre sobre mi papá —replicó el chico, abandonando con decisión la consulta de Pedro con el firme propósito de enfrentarse a su madre y hacer que ésta dejara de ocultarle la verdad al hombre al que Nicolas había decidido recuperar para que, de una vez por todas, tomara el lugar que le correspondía: como su querido y adorado papá.
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