Paula se preguntaba quién narices sería el imbécil que no dejaba de tocar constantemente al timbre cuando había gritado una decena de veces desde la cocina que ya iba para allá. Su hijo no podía ser, ya que había salido por la mañana temprano con su abuelo para pasar el día con él. Pedro tampoco, ya que aún seguía enfadado con ella.
Su amiga Eliana estaba demasiado ocupada con su hijo recién nacido, y Paula ya no recordaba que hubiera nadie más que deseara verla con tanta insistencia como ese timbre reclamaba.
Mientras rememoraba las miles de lecciones y consejos que sus hermanos le habían dado a lo largo de los años para que fuera precavida ante los extraños, recorrió la cocina en busca de un arma con la que defenderse en caso de que el molesto individuo fuera un intruso no deseado.
El cuchillo grande era bastante amenazador, y con él podía asustar terriblemente a cualquiera.
Si se tratase solamente de una vecina o de una inocente niña vendiendo galletas sería algo excesivo, así que rápidamente quedó descartado, al igual que algunos otros objetos punzantes. Finalmente, ante el empecinado personaje que asediaba su puerta con insistencia, Paula escogió el objeto de aspecto menos siniestro que había en el lugar, un bizcocho calcinado que le había quedado tan duro como una piedra. Como decía su hijo en ocasiones, su cocina podía ser un arma bastante mortífera…, y eso que esta vez había seguido las instrucciones al pie de la letra.
Paula se dirigió hacia la puerta con el bizcocho escondido detrás de ella, riéndose de las estúpidas ideas que se le ocurrían cuando estaba sola mientras recordaba las lecciones de sus hermanos sobre defensa personal.
En cuanto abrió, supo que había hecho lo adecuado al armase con el bizcocho, ya que cuatro serios pelirrojos con los que aún seguía enfadada la miraron con decisión antes de comunicarle:
—Hemos venido a secuestrarte.
Y ante esta inaudita afirmación, con la que, una vez más, sus hermanos habían decidido inmiscuirse en su vida, Paula hizo lo único que una mujer empecinada en que eso no volviera a ocurrir podía hacer: estampó el duro bizcocho en la cabeza del obtuso Alan y corrió por la escalera para encerrarse en su cuarto, ya que con sus hermanos las palabras nunca habían sido una opción.
—¡Tenemos una baja! —oyó gritar a Julio al resto de sus hermanos mientras atendía a Alan y los demás volvían a agruparse.
—¿Cómo ha sido? —preguntó Julian preocupado.
—¡Tenía un bizcocho! Al parecer, ha cocinado algo… —dijo seriamente uno de ellos.
— ¡Dios mío, ha cocinado! ¡Está armada! ¡Tened cuidado por si guarda otro bizcocho! —gritó angustiosamente Jeremias.
Aunque Paula tuvo ganas de volver para reprender a esos idiotas, no lo hizo, porque sabía que sería perder el tiempo que necesitaba para alejarse de ellos y que éstos no pusieran en práctica sus descabelladas ideas. Si sus hermanos habían venido a por ella, nada ni nadie los haría cambiar de opinión, y en esos momentos Paula no podía marcharse del lugar donde Pedro aún la esperaba, aunque ya no diera muestras de ello.
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¡Al fin, un día de descanso de mi ajetreado trabajo!
Después de salir de la ducha pensé en llamar a mi hijo, con el que estaba dispuesto a recuperar todo el tiempo que su madre nos había arrebatado. Paula era una mujer a la que todavía no podía perdonar, a la que quería olvidar, a la que deseaba borrar de mi futuro… y, aun así, mi corazón palpitaba como loco cuando conseguía verla de nuevo aunque solamente fuera por unos instantes. La última noche que habíamos pasado juntos seguía grabada en mi mente. Cada noche soñaba con ella y cada mañana deseaba que ese sueño volviera a ser realidad.
—Está claro que nunca dejaré de estar enamorado de esa pelirroja… —murmuré confuso mientras me tumbaba en la cama dejando vagar mi mente por los recuerdos de nuestro pasado.
Nos habíamos hecho tanto daño a lo largo de esos años que dudaba sobre si una relación entre nosotros sería algo seguro para nuestros corazones. En verdad, a pesar de todo el tiempo que ella llevaba en Whiterlande, yo todavía pensaba que, de un momento a otro, Paula se marcharía de mi lado nuevamente. Tenía miedo de que volviera a abandonarme y esa vez no pudiera soportarlo.
Tal vez por eso me negaba a creer en ella y en cada una de sus palabras. Yo decía que no podía perdonarla por todo el daño que me había hecho, pero en realidad los culpables de que nuestros corazones estuvieran tan doloridos éramos los dos: yo, por no haberle aclarado nunca mis confusos sentimientos, y ella, por no haberse parado a escucharlos.
Estaba tan resentido con todas las cosas que me había ocultado Paula, tan dolorido por los años y los momentos que habíamos perdido, que no sabía cómo darle el perdón que ella buscaba. Cada vez que la tenía cerca y me sentía tentado a perdonarla, recordaba todo lo ocurrido hasta el momento entre nosotros y mis labios se negaban a decir una palabra.
Sabía que, si quería tener un futuro junto a Nicolas y Paula, debía olvidar el pasado.
Pero eran tantas cosas las que debería borrar de mi mente que ésta se negaba a hacerlo, y así seguía día tras día, tratando de ignorarla y postergando un perdón que cada vez era más necesario en nuestras vidas: en la de Paula, para que ella pudiera perdonarse a sí misma por lo que me había hecho, y en la mía, para poder seguir adelante y olvidarme de ella…
—¿A quién quiero engañar…? —declaré molesto conmigo mismo mientras me incorporaba de la cama dispuesto a volver a verla—. Aunque me niegue a perdonarte, nunca podré dejar de quererte, Paula—confesé a la vacía habitación, donde nadie podía oírme.
Resuelto a encontrar una excusa para verla, cogí mi móvil con la intención de volver a oír su voz. Pero antes de que pudiera hacerlo, una llamada entrante desde un número desconocido llamó mi atención en la pantalla. Después de aceptarla, escuché cómo la desconsolada voz de mi hijo me explicaba apresuradamente la difícil situación en la que se encontraba en esos momentos.
—¡Papá! ¡Mis tíos han venido a por mamá y, aunque ella no quiere irse con ellos, ellos no quieren escucharla!
—¿Tú estás bien? ¿Dónde estáis tú y tu madre? —preguntó rápidamente Pedro, haciéndose cargo de la situación.
—¡En estos momentos yo estoy con el abuelo fuera de la casa, y él no deja que nadie me lleve! ¡Pero mamá se ha encerrado en su habitación y me ha llamado para decirme que, si mis tíos finalmente se la llevan, quiere que me quede contigo! ¡Papá! ¡¿Qué hago?! —preguntó el chico, desesperado ante la extraña situación.
—¡No te preocupes, Nicolas! ¡Esta vez eso no ocurrirá! ¡No pienso permitir que nadie vuelva a alejar a tu madre de mi lado, ni siquiera ellos! —exclamé dispuesto a enfrentarme a los hombres por los que me había estado preparando durante años con un saco de boxeo, ya que estaba absolutamente resuelto a que no volvieran a apartar a Paula de mi lado jamás.