viernes, 25 de mayo de 2018

CAPITULO 69




Cuando al fin recuperé mis cosas y Eliana me dejó a solas en los vestuarios para concederme algo de intimidad, también volvió a mí el sentido común que había perdido mientras estaba con Pedro en las duchas. ¿Cómo demonios había podido pedirle que me hiciera el amor en un lugar así? Mi cuerpo aún temblaba por el recuerdo de sus caricias, de sus besos, de las maliciosas palabras que susurraba a mi oído haciéndome creer especial… Eso sí, cuando nos encontramos totalmente desnudos dentro del estrecho espacio de la ducha, cumplí con otro de los propósitos de mi carta: sin duda alguna llamé su atención como ninguna otra mujer había hecho y, por un tiempo, sólo tuvo ojos para mí. ¡Qué pena que esos instantes ya hubiesen terminado y lo nuestro sólo quedara en unos pocos momentos de locura! O, al menos, eso era lo que pensaba mientras me vestía, hasta que salí de los vestuarios y al avanzar por los solitarios pasillos del instituto vi que me estaba aguardando el hombre con el que menos ganas tenía de encontrarme en esos momentos.


—Tenemos que hablar —dijo Pedro agarrándome del brazo cuando intentaba pasar junto a él.


—Creí haber dejado claro que lo nuestro no volvería a ocurrir —respondí mirándolo con decisión.


—Cariño, lo que has dejado bien claro en esa ducha es que no debes casarte con tu prometido, y que entre tú y yo aún hay muchas cosas sin resolver.


—Ya no soy tan idiota como antes —repuse, decidida a no caer una vez más en sus mentiras.


—Ni yo tan bueno —replicó él con una pícara sonrisa, negándose a dejarme marchar.


—Tú nunca has sido bueno, Pedro.


—Ni tú idiota, Paula. Pero, al parecer, cuando coincidimos no podemos evitar comportarnos neciamente. Así que, para variar, en vez de huir de mí, ¿por qué no te quedas a hablar conmigo? Tal vez los dos juntos encontremos una solución a la cuestión de por qué ninguno de los dos puede olvidar al otro.


—¡No te rías de mí, Pedro! ¡Tú nunca has pensado en mí más allá de los breves instantes que hemos compartido a lo largo de nuestra vida! —clamé furiosamente mientras me soltaba de su agarre, dispuesta a no caer en la bella trampa de sus palabras.



—¿Que no he pensado en ti? —se quejó Pedro, mesándose los cabellos con nerviosismo—. ¡Te he esperado en este pueblo durante seis años! ¡Seis años anhelando una respuesta tuya, que nunca llegaba!


—¿Y cómo se supone que iba yo a saber que tú estabas aquí esperándome? ¡No soy adivina! —repliqué más confundida que enfadada ante su afirmación. Entonces, él me miró desconcertado y vi cómo, por unos segundos, fruncía el ceño reflexionando sobre algo. 



Luego, simplemente me gritó:
—¡Mierda de pelirrojos! ¡Hazme un favor, Paula: la próxima vez que debas recibir un mensaje importante, no dejes tu teléfono cerca de tus hermanos, o tal vez éste nunca llegue a ti!


—¿Se supone que tengo que creer que dejaste un mensaje en mi teléfono y que mis hermanos lo borraron? ¡Ésa es una mentira muy conveniente que no pienso creer! — contesté, negando rotundamente la posibilidad de que mis hermanos fueran capaces de tal cosa.


—Cree lo que quieras, pero en estos instantes ten presente sólo esto: yo también deseo olvidarme de ti y, mientras no lo consiga, no permitiré que te alejes de mi lado —manifestó Pedro con furia.


Acto seguido, tras darme un brusco y apasionado beso con el que no podría desterrarlo de mi mente, se marchó muy enfadado mientras maldecía por el camino a cada uno de mis hermanos, lo que me llevó a preguntarme cómo era posible que Pedro conociera los nombres de todos ellos si únicamente había coincidido con Jeremias en el instituto. ¿Y si, por una vez, no me había mentido al revelarme que había estado esperándome durante todos esos años?


CAPITULO 68




Todavía no me podía creer que hubiera conseguido volver a tener a Paula entre mis brazos, que la pasión entre nuestros cuerpos hubiera estallado y que, esta vez, hubiera sido ella quien hubiese sucumbido al deseo que siempre nos embargaba cuando volvíamos a encontrarnos.


Me molestó profundamente que me dijera que volvía a Whiterlande dispuesta a olvidarme, aunque, visto de otro modo, eso significaba que mi nombre aún seguía presente en su mente desde aquella última noche que pasamos juntos.


Sonreí satisfecho, a sabiendas de que nunca permitiría que su deseo de dejarme de lado se cumpliera y que, en esta ocasión, haría todo lo posible por retenerla, ya que ella al fin había venido a mí. Que tuviera un hijo impertinente, un supuesto prometido o un tiempo muy limitado hasta su partida eran únicamente pequeñas trabas que se interponían en mi camino, pero de las que me iría deshaciendo poco a poco, porque esta vez pensaba atarla a mí para siempre, para que nunca más pudiera dejarme atrás.


Aunque todavía no sabía cómo lo haría, estaba impaciente por conquistarla de nuevo y demostrarle que nuestra historia era algo que nunca podría borrarse de nuestras mentes, ni de la mía ni de la suya, por mucho que en alguna ocasión ambos lo intentáramos.


Cuando llegué a las taquillas donde Mabel estaba tratando de esconder precipitadamente las cosas de Paula, ésta se apoyó con un aire disimulado sobre una de ellas mientras intentaba atraer mi atención con sus palabras insinuantes, algo que tal vez habría funcionado si yo no hubiera estado loco por una pelirroja a la que nunca podría quitarme de la cabeza.


—Hola, Pedro, veo que te has duchado —saludó Mabel, apoyando una mano en mi húmeda camisa.


—Sí —respondí mostrando una amplia sonrisa producto del recuerdo de todo lo ocurrido mientras me duchaba.


—¿Acaso has venido a buscarme para pedirme salir nuevamente? —preguntó pretenciosamente la hermosa rubia, dándose demasiada importancia cuando en mi vida ella tan sólo había sido un error.


—No, la verdad es que vengo a recuperar las cosas de Paula. Y, de paso, a advertirte que no vuelvas a intentar una más de esas jugarretas o lo lamentarás — repliqué amenazadoramente mientras la acorralaba contra las taquillas, golpeando con uno de mis puños la que se encontraba más cerca de ella.


—Yo… no sé de lo que me hablas, Pedro… —trató de excusarse Mabel, hasta que en mitad de su discurso la aparté de las taquillas y, sin más, la abrí, dejando a la vista la ropa de Paula sin importarme mucho sus absurdas explicaciones.
—¡Vaya! En verdad no sé por qué están ahí las cosas de Paula…, yo sólo intentaba ayudarla y…


—Mabel, eres pésima mintiendo. Y yo estoy demasiado cansado para fingir que creo tus mentiras, así que haznos un favor a ambos y desaparece de mi vista —le dije con enojo mientras cargaba las pertenencias de mi pequeña pequitas en uno de mis hombros y le daba la espalda a aquella insufrible mujer.


Pedro, has cambiado, y todo se debe a esa mujer, ¿se puede saber qué tiene Paula de especial? —preguntó Mabel con impertinencia, tratando de hacerse la importante.


—En serio, no sé por qué todas hacéis la misma fastidiosa pregunta —contesté deteniendo mis pasos, que ya se alejaban de ella—. ¿Que qué tiene de especial? Pues que es Paula, simplemente. Y en cuanto a eso de que he cambiado…, no puedes estar más equivocada, Mabel: yo siempre he sido así, sólo que hasta ahora la única persona que me conocía en realidad era ella. Sin embargo, he decidido que ya no me importa mostrarme ante todos como el canalla que soy realmente si con ello consigo obtener al fin mi premio, que no es otro que mi querida Paula.


Tras esas palabras, me alejé de aquella molesta mujer y me pregunté si finalmente se rendiría en su estúpido acoso y se daría cuenta de que, por muy guapa que fuera o por muchas cualidades que tuviera, sería inútil desplegarlas ante un hombre enamorado.


Pero para mi desgracia, conociendo a Mabel, tal vez eso sería únicamente el principio de su asedio para intentar conseguirme.



CAPITULO 67




—¡No me gustas! —declaró abiertamente Helena, una hermosa niña de cinco años, de negros y rizados cabellos y bonitos ojos azules, al impertinente niño que unos minutos antes había acosado a su padre a preguntas.


—¡Tú a mí tampoco! —replicó Nicolas, colocando altivamente sus gafas en su lugar.


—¿Por qué le hacías tantas preguntas a mi papá? —inquirió ella, enfadada con la atención que Alan le había dedicado a ese niño, cuando era su turno de acapararlo.


—Estoy buscando a mi padre —reveló Nicolas, enfrentándose a la irritante niña.


—¡Pues búscate otro: ése es el mío! —exclamó Helena muy dispuesta, cruzándose de brazos.


—No te preocupes: ya lo he descartado —informó Nicolas mientras apuntaba algo en su libreta y se marchaba decididamente hacia otro de los adultos que tenía anotados como posible candidato.


—¡Ése también es mío! —protestó Helena, señalando con un dedo a su tío Daniel.


—Pero no es tu padre —musitó Nicolas, algo confundido por el comportamiento de aquella niña.


—No, ¡pero es mi tío! ¡Y es mío!


—¡No puedes acaparar a todos los hombres! —dijo él, molesto con la cabezonería de la desagradable niña.


—¿Qué te apuestas? —preguntó la pequeña, declarándole la guerra a Nicolas mientras echaba su melena hacia un lado presumidamente y corría en busca de su tío para retener toda su atención.


De repente, Daniel se vio acorralado en su asiento por dos mocosos mientras intentaba prestar atención al espectáculo en el que las antiguas alumnas del instituto que fueron animadoras en su día trataban de rememorar sus actuaciones. Algo que no les quedó demasiado bien cuando la pequeña chica que siempre iba en la cúspide de la pirámide había cogido unos treinta kilos de más con el paso del tiempo.


—¿Se definiría como un hombre impertinente, bravucón o cargante? —preguntó Nicolas, colocándose a un lado del desprevenido sujeto de investigación.


—¡Tiooooo…, quiero un helado! —lloriqueó Helena, cogiendo a Daniel del brazo mientras señalaba el carrito que se hallaba en uno de los rincones del campo, hacia donde también dirigía su mirada la chica de la cúspide de la pirámide de animadoras.


—¿Es usted engañoso con las personas que lo rodean? - volvió a interrumpir Nicolas con su libreta, decidido a avanzar en su investigación.


—¡He-la-do yaaaaaa! —chilló Helena, sin dar su brazo a torcer.


—¿En ocasiones tiene pensamientos maliciosos?


—¿Qué? —preguntó Daniel confuso, buscando a los padres de los mocosos por todos lados sin saber cómo salir de ese aprieto.


—¡¡Heladoooooooooo…!!


Y cuando la pirámide de mujeres cayó estruendosamente encima del carrito de los helados, que imprudentemente se había acercado en exceso, Helena comenzó a gimotear y a Daniel le entró el pánico.


—¿Hace llorar a las mujeres? —continuó Nicolas, anotando algo en su cuaderno mientras reprendía a Daniel con la mirada cuando Helena empezó a llorar sin que éste hiciera nada.


—¿Qué…? Yo…, no… ¡Socorro! —gritó Daniel desesperado, sin saber cómo escapar de esa situación o cómo poner fin al rebelde comportamiento de esos críos.


—¿Quién quiere helados? —anunció Alan a viva voz en ese preciso instante, acabando rápidamente con las insolentes preguntas y el infantil llanto.


—¡Mi héroe! —declaró Daniel en el momento en el que pasaba junto a su cuñado para apartarse de aquellos chiquillos que no dejaban de atosigarlo.


Pero, para su desgracia, mientras bajaba tropezó con Alan, y cuando los helados cayeron al suelo, Daniel corrió como un loco para alejarse cuanto antes de aquel caos, dejando a su cuñado con dos fastidiosos niños la mar de enfadados.