miércoles, 9 de mayo de 2018
CAPITULO 17
Al finalizar mi enervante período de prueba en ese odioso lugar, estaba más que decidida a cambiar de trabajo, sobre todo para huir de Pedro, el eterno torturador que siempre me perseguía. Pero sin apenas darme cuenta, acabé aceptando un puesto permanente en el Hospital General de Massachusetts.
Tal vez fue por lo triste que se puso el pequeño Jeremy al saber que yo podía llegar a abandonarlo, o porque el empleo de mi padre se prolongó en Boston por un tiempo indefinido.
Pero lo que definitivamente no podía ser un motivo para que tomase esa nefasta decisión era el no ver más a ese médico, que, a pesar de no dejar de amargarme la vida con montañas de trabajo, comenzaba a admirar.
En serio. No podía ser tan estúpida como para volver a enamorarme del mismo hombre, y más aún conociendo ahora cada uno de sus terribles defectos. Pero, al parecer, tener un elevado cociente intelectual no la libra a una de convertirse en una estúpida redomada en cuestiones de amor.
Al aceptar ese puesto que me habían ofrecido, todos mis compañeros de trabajo, que hasta ese instante no me habían prestado mucha atención a no ser que fuera para mandarme hacer alguna de las tareas de las que siempre se escaqueaban, decidieron repentinamente organizarme una fiesta de bienvenida. Algo que vi más como una excusa para festejar que como una forma de demostrarme su aprecio. Por supuesto, ninguna de las mujeres de la sección de enfermería pediátrica osó olvidarse de invitar al médico más popular de todos y, así, para mi desgracia, Pedro Alfonso también asistió.
Lo que en un principio debería haber sido un alegre acontecimiento para disfrutar de la bebida y la comida de un agradable restaurante cercano a nuestro trabajo, donde indudablemente yo debía ser la persona agasajada, se convirtió muy pronto en una dura competencia acerca de cuál de las mujeres que asistían al evento llamaría más la atención de Pedro.
Como yo ya tenía muy bien aprendida la lección desde mis años de instituto, me alejé hacia un apartado rincón abasteciéndome de toda la comida y la bebida que necesitaría hasta que estuviera saciada y pudiera marcharme de esa fiesta sin que ello supusiera un insulto hacia mis compañeros. Para mi desdicha, la maliciosa mirada de ese hombre no dejó de seguirme, a pesar de estar rodeado de mujeres, algunas de las cuales definitivamente eran mucho más bonitas que yo.
Muy pronto, debido a los ánimos un tanto exaltados, no tardé en ver cómo mis compañeros de trabajo, médicos y enfermeras, volvían a repetir estupideces propias de la adolescencia, como jugar a esos necios juegos de «beso, atrevimiento o verdad».
Incluso algún que otro anciano y respetado médico volvió a su infancia cuando comenzó a entonar canciones de viejos anuncios y a intentar enseñarnos una parte de su anatomía que ninguno teníamos el menor interés en contemplar.
Yo me negué a participar en esos estúpidos trucos disfrazados de juegos para saber más de la vida de Pedro. Con lo que sabía de él ya me bastaba y me sobraba para desear mantenerme lo más apartada posible de ese hombre durante el resto de mi vida, así que me limité a pedir un taxi para el anciano doctor Durban y volví para despedirme de todos mostrando una gran educación al haberme quedado en una fiesta donde realmente no me necesitaban.
No sé ni para qué me molesté en tratar de ser amable, ya que, cuando volví a adentrarme en el local, nadie se percató de mi presencia. Hasta que el endemoniado de Pedro Alfonso, cómo no, fastidió mi vida una vez más con sus maliciosos actos.
—¿Que cuál es mi tipo de mujer? —preguntaba Pedro alegremente en ese instante, repitiendo una de las preguntas que le había formulado una de las acosadoras que lo rodeaban. Luego, simplemente me dirigió una de esas falsas y bonitas sonrisas que tan bien quedaban en su rostro y, para mi infortunio, ésta fue más amplia que ninguna otra —. Pues una mujer como Paula, por supuesto.
Una vez más, ese hombre convirtió mi vida en un infierno cuando cada una de las mujeres que habían intentado simular que celebraban mi nuevo puesto de trabajo me fulminaron con la mirada, indicándome que a partir del día siguiente mi vida se convertiría en un suplicio.
Para empeorar la situación, cuando indiqué tímidamente que me marchaba esperando pasar desapercibida, Pedro se levantó y, poniendo fin a la fiesta, me indicó que me acompañaría a casa.
Al principio pensé en rechazarlo, pero luego vi que parecía tambalearse un poco.
Era evidente que las mujeres que lo rodeaban habían intentado emborracharlo para aprovecharse de él, y al parecer habían logrado uno de sus objetivos, así que permití que me acompañara, decidida a ponerle un café bien cargado para despejarlo o a ofrecerle una fuerte bebida para sonsacarle información que respondiera a alguna de las preguntas sobre nuestra adolescencia que aún rondaban mi mente. Según cómo se comportara a lo largo del trayecto hacia mi apartamento, recibiría uno u otro tratamiento de mi parte cuando llegáramos.
La verdad es que no sé ni para qué me molesté en dudar de cuál sería finalmente el resultado, ya que apenas habíamos dado dos pasos cuando Pedro abrió su boca y ya quedó todo decidido…
—Seguro que aún sigues siendo virgen, pequitas… Quise incluir esa pregunta en el cuestionario de tu entrevista de trabajo, pero no me dejaron. ¿Qué me dices, Paula? ¿La contestarás ahora? —preguntó el energúmeno a viva voz, parándose en mitad de la calle.
Tuve que arrastrarlo hasta un lugar donde nadie nos observara, tras lo que le hablélo más orgullosamente posible.
—Sí, claro… Pero sólo cuando tú respondas a cada una de las mías, Pedro—declaré firmemente.
E, imitando los presumidos andares de las chicas que tanto había detestado en el instituto, agité mi melena hacia un lado de forma muy coqueta y me dirigí hacia mi apartamento sin volverme para ver si él me seguía. Pero indudablemente lo hizo, ya que detrás de mí oí cada una de sus estruendosas carcajadas. Por lo visto, mi caminar no era tan insinuante como yo creía.
CAPITULO 16
Esa mujer, a la que durante años había tratado de desterrar a lo más profundo de mi memoria, había vuelto a irrumpir en mi vida y de nuevo había invadido mi estructurado mundo destruyéndolo por completo. Esa sonrisa, que había querido olvidar, esos llameantes cabellos que nunca dejarían de atraerme y esos dulces y cándidos labios que ahora me tentaban constantemente a descubrir si Paula había aprendido algo de la vida mientras nuestros mundos se habían separado, o si continuaba siendo igual de inocente que cuando nos conocimos…
Una vez más, era incapaz de borrar la imagen de Paula de mi cabeza. Ésta había vuelto a aparecer en todos y cada uno de mis sueños, recordándome que en los siete años que habían transcurrido, aunque lo hubiera intentado, nunca había podido alejarla de mi mente. Y aquella promesa que me hice a mí mismo de no dejarla escapar de mi lado si la vida me concedía la oportunidad de reencontrarme con ella, estaba presente en mi pensamiento por más que pretendiera negarlo.
¡Cómo no iba a volver a interesarme en mi pequeña pelirroja si seguía siendo igual de interesante que cuando la conocí! A pesar de saber lo malicioso que yo era, en alguna que otra ocasión había observado cómo sus ojos me miraban nuevamente con admiración, y eso me desconcertaba, ya que yo no me consideraba un hombre digno de admirar. Al parecer, Paula todavía no había aprendido la lección de que yo no era un hombre al que idolatrar y, de alguna manera, ella seguía intentando hacer realidad ese estúpido sueño de su adolescencia.
Eso me preocupaba bastante, pero pese a saber que debía alejarme de ella porque su sola presencia me perturbaba a cada instante, una parte de mí se negaba a dejarla marchar. Tal vez era esa parte de mí que se percató de cuánto perdí en el momento en el que ella abandonó mi vida…
Sin duda, por eso la arrastraba una y otra vez a mi lado, haciéndole ver muy de cerca el hombre que yo era en realidad, para que me conociera, para que acabase para siempre con sus estúpidas ilusiones o para que aprendiera a amarme de nuevo.
Cuando al fin hallé a mi esquiva pelirroja, me sorprendió una vez más lo que era capaz de hacer en ciertas ocasiones esa mujer a los que algunos erróneamente calificaban de «tímida».
Paula se encontraba jugando con el rebelde de Jeremy, un niño de diez años que hasta que ella llegó era incapaz de confiar en nadie. Sus frecuentes visitas al hospital, debidas a sus problemas cardíacos, le habían hecho odiar las largas permanencias en esas blancas y estériles habitaciones y, por consiguiente, odiar también a todo el personal, que únicamente intentaba ayudarlo a mejorar su estancia en ese lugar.
Hasta hacía poco, todas las conversaciones con el inquieto niño habían acabado de la misma manera: con un reticente y firme «no» a su operación de trasplante, algo que, aunque muchos otros médicos ignorarían, yo no quería hacer, ya que pensaba que la confianza de esos chicos a la hora de entrar en quirófano era algo esencial para que el resultado fuese positivo y sus cuerpos sanaran.
Pero apenas unos días antes, ese insolente niño, al que tanto le gustaba otorgarme el papel de villano malvado, había hablado seriamente conmigo concediéndome el beneficio de la duda gracias a las palabras de Paula, quien le había asegurado que estaría en las mejores manos si yo era su médico. Eso me sorprendió, ya que esa inusual mujer, al igual que su inestimable compañero de trastadas, aseguraba odiarme con bastante intensidad.
No pude evitar sonreír ante la nueva jugarreta que esos dos estaban haciéndole a uno de los cansados trabajadores del hospital. Me asombró mucho que Paula permitiera ese comportamiento, cuando más de una vez se había quejado en el instituto de la falta de seriedad de sus compañeros al comportarse como niños, algo que indudablemente ella estaba haciendo en esos momentos. Cuando quise comprobar más de cerca la obra de esos dos maliciosos sujetos, éstos huyeron a toda prisa al verme, seguramente por el temor a ser severamente reprendidos.
Por fortuna, yo no era de ésos, y admiré muy de cerca la labor de aquellos dos, incluso dándole algún que otro retoque con una de las pinturas faciales que esa mañana le había llevado a Jeremy como muestra de paz.
En el momento en el que comenzó a desperezarse Mirta, la seria enfermera jefe de
la zona de pediatría, guardé disimuladamente en uno de mis bolsillos la pintura que quedaba e intenté contener la risa ante la imagen que tenía delante de mí: la arrugada y áspera mujer, que siempre tenía su ceño fruncido hacia todos los niños del ala pediátrica, había sido maquillada artísticamente como un feliz payaso, y su rostro ahora mostraba una gran sonrisa de la que le sería algo difícil deshacerse hasta que encontrara algún desmaquillador adecuado para esas pinturas que, según me habían asegurado, eran de larga duración.
Con mi habitual ironía, al ver lo nerviosa que se ponía la mujer con mi presencia y los ojos soñadores con los que me admiraba, no puede evitar comentarle:
—¡Mirta, pero qué bonita estás esta mañana!
Luego me alejé de ella para encerrarme en mi despacho y reírme a gusto mientras planeaba qué correctivo debería administrarle a mi agitadora pelirroja, a la que sólo yo podía aleccionar.
CAPITULO 15
Paula estaba hasta las narices de haberse convertido en la esclava de todos los que trabajaban en su sección: sus compañeras se escaqueaban de sus funciones dejándoselo todo a ella, la novata, y, para colmo, la enfermera jefe sólo sabía recriminarle una y otra vez lo mal que desempeñaba su empleo, algo que todos sabían que no era cierto, lo cual sólo podía deberse a que esa vieja momia tenía celos de ella por todo el tiempo que pasaba junto a Pedro.
Si ella supiera que, en ese tiempo que se veía obligada a tolerar a ese brillante médico, el individuo en cuestión únicamente la torturaba con montañas de trabajo y de la bebida que más detestaba, ese amargo café que tenía que tomarse irremediablemente mientras lo maldecía porque el muy idiota había retirado todas las plantas de su alcance, no se dedicaría a formar tanto escándalo por el excesivo número de horas que la chica soportaba al lado de él.
Mientras trabajaba junto a Pedro, Paula se había dado cuenta de la dedicación que mostraba el médico hacia sus pacientes, de la sonrisa en su rostro, que nunca desaparecía, por más impertinentes que éstos llegaran a ser y de las inacabables horas que dedicaba a todos y cada uno de los enfermos que atendía, ya fuera dentro de su turno o no.
Estas cualidades podrían haber hecho de él un hombre digno de admirar si no fuera porque Pedro solía dedicar una sonrisa bastante falsa a todas las mujeres, junto con más de un artificial halago que siempre las hacía derretirse. Pero esa sonrisa y esas palabras no eran nunca los verdaderos pensamientos de Pedro.
Solamente Paula sabía que cada sonrisa y cada palabra que él dirigía a las mujeres que lo rodeaban inútilmente entorpeciendo su vida eran irónicas burlas que ocultaban lo que en verdad pensaba. Y también sabía que, para él, todas y cada una de esas mujeres eran tan fáciles de manejar como en una ocasión lo había sido ella misma. Por tanto, no eran para nada interesantes.
Para su desgracia, a pesar de que después de descubrir todos los defectos de Pedro debería haberlo odiado cada vez más y aumentado su resentimiento hacia ese hombre que una vez había jugado con ella y su tonto enamoramiento, Paula no lo detestaba en absoluto, no podía…
No cuando veía cuán paciente era con los niños o su verdadera sonrisa, que solamente salía a relucir con ellos y su inocencia. No podía odiar a una persona que se pasaba horas intentando que los números cuadrasen para que la gente más necesitada pudiera acceder a los servicios de ese caro hospital, tan necesarios para algunos de sus hijos. No podía maldecir a un hombre que en ocasiones ponía dinero de su propio bolsillo para esas familias y luego simplemente lo ocultaba de todos diciendo que había sido una donación anónima.
Así que, mientras Paula había estado decidida desde un principio a no volver a enamorarse de ese sujeto, comenzaba a sospechar que esto podía llegar a ser imposible, y más aún si pasaba tanto tiempo a su lado. Además, para su infortunio, Pedro había decidido que ella era la única mujer digna de acompañarlo.
Mientras pensaba de qué manera alejarse de un hombre como Pedro, que tan dañino podía ser para su corazón si volvía a encapricharse de él, vio cómo la jefa de enfermeras desempeñaba el eficiente trabajo que tantas veces le había reclamado a la propia Paula, dormitando sobre una de las mesas que vigilaban la entrada de pediatría mientras roncaba a pleno pulmón.
—¡Sí, señora! ¡Ésa es la máxima muestra de eficiencia en el trabajo! —declaró irónicamente Paula cuando llegó junto a ella.
Por su parte, su traidor amigo de diez años también estaba haciendo su trabajo: un espléndido dibujo en la cara de esa mujer, usando pinturas faciales que algún necio había osado regalarle.
—¡Eso no está bien! —le recriminó Paula, atrayendo la atención del niño que hasta ahora había sido su compinche.
Jeremy alzó su entristecido rostro sintiéndose tremendamente culpable por haber dejado atrás en su anterior huida a la única amiga que tenía en ese hospital.
—¿Vas a chivarte? —preguntó el niño apenado, sabiendo que eso era lo que se merecía por traidor.
—No. Te digo que no está bien porque estás utilizando demasiado color blanco, y con el rojo y el azul sin duda quedaría mejor —respondió Paula jovialmente.
Y, después de asegurarse de que nadie recorría los pasillos del lugar, le arrebató una de las pinturas a su amigo dispuesta a ayudarlo en su bonito trabajo artístico, sin importarle mucho que éste fuera realizado directamente en la cara de su superior.
CAPITULO 14
Pedro buscaba a Paula una vez más por todo el hospital, ya que sabía que ésta disponía de unas cuantas horas libres y estaba decidido a cargarla con alguna de las tareas que lo saturaban. Los pocos descansos que llegaba a permitirse últimamente en sus ajetreados e interminables turnos de doce horas eran las siestas que en ocasiones se echaba en el despacho del doctor Durban, cuando lo dejaba todo en manos de la
siempre eficiente Paula, la única persona en quien podía confiar que haría bien su trabajo, aunque tal vez ella no lo viera de la misma forma, ya que, cada vez que lo divisaba, huía de él.
Casi siempre era fácil de localizar a la llamativa pelirroja entre los blancos pasillos del lugar, pero últimamente era cada vez más difícil dar con ella, y, definitivamente, Pedro necesitaba ese descanso. Estaba a punto de darse por vencido en su desesperada búsqueda de aquella irritante mujer cuando pasó junto a uno de los olvidados armarios donde guardaban los juguetes de la guardería y oyó una conversación que llamó su atención, ya que una voz conocida pronunció su nombre. Las palabras que oyó lo hicieron replantearse seriamente el hecho de que su pecosa pelirroja hubiera madurado, aunque las curvas de su atrayente cuerpo le demostraran lo contrario.
—¡Así que Alicia dijo que Pedro Alfonso era el hombre con el que quería casarse cuando fuera mayor! —exclamaba con indignación una aniñada voz, bastante resentida.
—¡No! ¡Pero si Alicia quería casarse contigo la semana pasada! —contestó una voz femenina, mucho más adulta—. Ese hombre es lo peor, engaña a todas las mujeres con su cara de niño bueno, pero luego es cruel y bastante rencoroso. A mí me tortura con inmensas montañas de trabajo sin que yo pueda hacer nada para remediarlo. Y, luego, el muy idiota me trae un café helado, como si fuera un regalo de los dioses…, ¡cuando yo odio profundamente esa bebida, cosa que él sabe!
—¿Y qué haces con el café?
—Por lo pronto, regar una de sus plantas favoritas, a ver si me la cargo y así no tengo que quitar más sus malditas hojas cuando caen sobre la mesa del despacho — comentó jactanciosamente Paula.
—Eres demasiado infantil para ser una adulta —sentenció el pequeño sujeto que escuchaba todas las quejas de esa mujer.
—¡Ya! Y eso me lo dice un niño de diez años que intentó hacer pis en uno de los cafés de su médico…
—¡Me tenía muy harto! Estoy hasta las narices de oír «Pedro Alfonso esto, Pedro Alfonso aquello», y bla, bla, bla…
—«¡Porque Pedro Alfonso es taaaaan guapo!» —imitó burlonamente Paula con un falso tono de adoración.
—«¡Y es el máaaas listo!» —se unió la infantil voz, riéndose de la absurda percepción que algunas personas podían tener de ese sujeto.
—«¡Y Pedro Alfonso, bla, bla, bla…!» —corearon ambos al unísono, burlándose una vez más del hombre al que tanto resentimiento le profesaban.
Hasta que el propio Pedro Alfonso en persona apareció frente a ellos cuando abrió con brusquedad la puerta de su escondite.
—¿Me llamabais? —preguntó el temido médico con una irónica sonrisa, y acto seguido se dispuso a administrar a cada uno de ellos su correspondiente castigo—. Paula: creo que la montaña de expedientes que debes rellenar en esta ocasión será un poco más grande de lo habitual.
—¿Ves lo que te digo? ¡Es un hombre malicioso al que le encanta torturarme! —se quejó ella lastimeramente mientras era arrastrada fuera del escondite.
—Y, en cuanto a ti, Jeremy, las enfermeras te buscan para tu baño matutino.
—¡Sí! ¡Es un hombre malvado! —aseveró Jeremy mientras salía precipitadamente del armario, decidido a no ser atrapado por su rival.
—¡No me abandones! —gritó teatralmente Paula mientras era arrastrada por los pasillos por su eterno torturador.
Sin embargo, con esto solamente consiguió que Jeremy corriera más rápido hacia un nuevo escondite.
—Parece que te han abandonado, pequitas —se jactó Pedro, consiguiendo finalmente que Paula se resignara a ayudarlo una vez más en su trabajo—. No te preocupes: en esta ocasión no te torturaré… —declaró maliciosamente Pedro mientras limpiaba con un dedo los restos de un goloso dulce de chocolate de los labios de Paula. Luego probó
ese dulce y, cuando tuvo toda la atención de su fantasiosa pelirroja, acabó su inquietante mensaje—: O, al menos, no demasiado…
La chica se apartó de él bastante molesta, y Pedro rio con estruendosas carcajadas al tiempo que ambos se dirigían hacia su despacho.
Mientras observaba sus provocativos andares y su seductor cuerpo, que cada día que pasaba lo tentaban más, Pedro no pudo evitar que esa mujer siguiera siendo la única que acabara siempre con el estructurado mundo que él mismo había planeado tan perfectamente, a pesar de los años que habían transcurrido.
Porque, mientras para otros Paula podía parecer una mujer bastante simple, para él siempre sería la única a la que jamás podría llegar a olvidar.
CAPITULO 13
Se suponía que mi vida como enfermera sería feliz, que estaría rodeada de pacientes a los que cuidaría con dedicación y que mi médico supervisor me admiraría por mi trabajo… Pero nada era como yo había imaginado. Desde que me habían colocado bajo la tutela de Pedro, todo mi mundo se había convertido en una gran pesadilla. Comenzando por Mirta, la enfermera jefe, que me miraba con odio desde que al muy imbécil se le ocurrió presentarme ante ella abrazándome falsamente mientras le rogaba con ternura: «Por favor, cuida de mi dulce Paula».
Sin duda, Pedro había hecho eso solamente para que todas mis compañeras me miraran celosas y resolvieran que yo no era merecedora de ese calificativo. Algo que no habían tardado en decidir, lideradas por la más endemoniada de todas ellas, la propia enfermera jefe, que aun siendo treinta años más vieja que Pedro, se creía con derecho y posibilidades de conquistarlo.
De nada sirvió que yo asegurara no estar interesada en ese joven y prometedor médico para que me dejaran en paz, ya que ninguna de ellas me creía. Y ni por asomo se me ocurría decir algo malo de ese tipo delante de ellas, pues no quería ser apaleada por un grupo de enfurecidas fans de ese brillante hombre al que todas admiraban.
Jamás creí que años después de dejar atrás mi nefasta adolescencia me encontraría con los mismos problemas de entonces y, por si fuera poco, todos ellos debidos a la misma odiosa persona: Pedro Alfonso, que no sabía hacer otra cosa más que fastidiar mi vida con su mera presencia.
Si alguna vez pensé que la época en que nos volvemos idiotas por un chico se ceñía únicamente a la pubertad simplemente porque nuestras hormonas comienzan entonces a rebelarse, pronto me sacaron de mi error las mujeres que rodeaban a Pedro, pues me hicieron darme cuenta de lo estúpida que había sido durante mi adolescencia, y lograron que me avergonzara tremendamente por cada una de las veces que había llegado a perseguir a ese sujeto.
Ahora, tan sólo quería huir de él lo más rápidamente posible, porque siempre que el muy maldito me encontraba me cargaba con la eterna tarea de rellenar sus informes y hacer su papeleo, algo que era su trabajo pero que yo estaba obligada a hacer porque, indudablemente, donde otros oían «alumna que hay que evaluar» Pedro entendía «esclava que hará todo lo que yo le ordene a cambio de una buena recomendación». Así que mi trabajo, que debería haber sido un sueño, se había convertido en una pesadilla, puesto que mi supervisora sólo me asignaba los turnos que nadie quería y las labores más pesadas. Y, por si fuera poco, en mis cortos descansos era perseguida por el fastidioso hombre que me evaluaba para endosarme las tareas que más lo aburrían mientras él se echaba tranquilamente la siesta en su despacho. Algo que yo necesitaba cada vez más desesperadamente…
Mientras buscaba un lugar donde esconderme, oí la voz de Pedro muy cerca de donde yo me encontraba, así que me desvié hacia los pasillos que llevaban al área de recreo de pediatría. Al tiempo que caminaba, buscaba un armario o algún lugar alejado donde ocultarme.
No pude evitar ir refunfuñando más de una maldición hacia ese hombre al que todos parecían adorar en ese hospital:
—Odio a Pedro Alfonso, odio a Pedro Alfonso… ¡Oh, no sabes cuánto te odio, Pedro Alfonso!
Y mientras caminaba ensimismada, insultando mil y una veces a ese tipo, oí que alguien pensaba de Pedro lo mismo que yo, justo al otro lado del pasillo. En ese instante alcé mi rostro, emocionada por haber encontrado al fin a alguien que sintiera lo mismo por ese sujeto y que no se dejara engañar por su eterna sonrisa y, dispuesta a hacerme la mejor amiga de esa persona, corrí alegremente hacia ella. La otra persona tuvo la misma idea que yo, al parecer, ya que ella también corrió a mi encuentro. Pero cuando nos encontramos ninguno era lo que el otro esperaba, sin ninguna duda. Nos miramos con indecisión durante unos instantes, pero luego resolvimos de mutuo acuerdo que
nuestro odio por Pedro Alfonso era mayor que nuestro posible recelo, así que desde ese
momento nos hicimos amigos inseparables.
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