lunes, 7 de mayo de 2018
CAPITULO 9
El día en que los alumnos de último año celebraban su graduación con elaborados
discursos sobre su futuro, donde unos se enfrentaban a la vida con miedo, otros con impaciencia y alguno que otro con resignación por convertirse finalmente en adultos, fue el momento elegido por Paula para entregar a Pedro su incuestionable muestra de amor. Debido a que también era la graduación de Jeremias y, por tanto, su hermana menor estaba invitada a la ceremonia, nadie protestó cuando ésta decidió vestirse con sus mejores galas: un ceñido vestido de color verde que resaltaba su hermosa melena rojiza
y sus bonitos ojos marrones, acompañado, cómo no, de unos tacones altos y las primeras lentillas que se había atrevido a usar, ya que Paula no quería que sus gafas estropearan el precioso conjunto con el que pretendía conquistar el corazón de Pedro Alfonso.
En el mismo instante en que terminó la ceremonia, Paula buscó con desesperación a
Pedro por todo el instituto, porque, por desgracia, a la mañana siguiente su familia emprendería el camino hacia una nueva ciudad, donde nadie sabía el tiempo que su estancia podría prolongarse.
Paula recorrió los extensos pasillos del viejo edificio. Pasillos repletos de taquillas entre las que estaba la suya, que pronto abandonaría; de vacías clases de las diferentes asignaturas que tanto adoraba. Pasillos por donde se llegaba a la desolada biblioteca que casi nadie visitaba y que le permitía unos instantes de soledad… Paula
comenzó a echar de menos muchos de los recuerdos que dejaría tras de sí, sobre todo aquellos que tenían que ver con Pedro.
Finalmente, y para su asombro, fue su hermano Jeremias quien le indicó cómo llegar al lugar donde se encontraba el hombre al que tanto adoraba. Mientras caminaba hacia la clase de Pedro, Paula apretaba con fuerza entre sus manos la carta en la que había decidido darlo todo. En ella le mostraba a Pedro lo mucho que lo amaba y le prometía no olvidarlo jamás. Se componía de un elaborado sobre color rosa, rodeado de corazones, que contenía la misiva, en un bonito papel del mismo color, que empezaba con el soñador encabezamiento de «Te amaré por siempre». En ella, Paula confesaba cada uno de sus sentimientos, dudas y miedos hacia el primer amor de su adolescencia, que, sinceramente, esperaba fuera el único.
Pasó temerosa junto a las chicas que durante tanto tiempo la habían molestado haciéndole cientos de jugarretas a lo largo de su vida escolar simplemente por fijarse en su idolatrado Pedro. Sin embargo, ahora que el venerado muchacho al que admiraban se alejaba de ellas, se lamentaban en un rincón con sus penosos llantos, por lo que no se percataron siquiera de que Paula pasaba rápidamente junto a ellas para llegar a su objetivo.
Al fin llegó a la clase de Pedro, donde éste se despedía de todos sus compañeros con una gran sonrisa. Dispuesta a no interrumpir su emotivo momento, Paula se quedó fuera observando, como siempre y desde la lejanía, al hombre de sus sueños sin atreverse a acercarse mucho por miedo a que éste llegara a desaparecer.
Cuando todos se hubieron marchado y solamente quedó Pedro, Paula creyó que ése
era su momento, pero Daniel Alfonso entró entonces alocadamente en la clase de su hermano pasando junto a ella como si sólo fuera un estorbo en su camino y, a continuación, cerró la puerta en sus narices.
Paula la entreabrió, dispuesta a ignorar al grosero de Daniel e ir a por su hombre perfecto, pero unas interesantes palabras la hicieron desistir de ello y, desde el pequeño rincón donde se ocultaba, oyó una conversación que la hizo darse cuenta de que el idolatrado amor de su adolescencia no era tan perfecto como ella pensaba.
—¿Me vas a decir antes de marcharte quién es la hermosa chica de Whiterlande por la que estás interesado? —le preguntó con impaciencia Daniel a su hermano una vez más, para ver si con su insistencia conseguía llegar a algo
—No —contestó seriamente Pedro, disfrutando del refresco que Daniel le había ofrecido para intentar ablandarlo.
—Vale…, ¡entonces lo adivinaré! Vamos a ver: tenemos a Bianca y sus grandes atributos… —dijo Daniel, haciendo con las manos un gesto inequívoco representando esas dos cualidades tan importantes para algunos hombres. Algo ante lo que Pedro simplemente rio y negó con la cabeza.
—¿Y Candy y su bonito rostro?
Pedro volvió a negar, tremendamente aburrido con las estúpidas preguntas de su hermano.
—¡Mabel, que es la diosa de la clase!
—No —dijo secamente Pedro, descartándola por completo.
—Cynthia, Lucy, Dayana, Eveline, Monica… Dime cuándo quieres que pare, porque la lista de tus admiradoras es larga…
—¿No has dicho que piensas adivinarlo antes de que me marche? Pues nada: ¡tú mismo! —comentó despreocupadamente Pedro, ignorando cada uno de los nombres de la interminable lista de Daniel.
—¿Podrías poner un poquito de tu parte y apiadarte de tu curioso hermano?
—Sí, claro. Ahora mismo te lo digo… —declaró irónicamente Pedro a su irresponsable hermano para, acto seguido, darle una lección—. Sólo estás atosigándome con esto porque has hecho una apuesta con Alan, ¿verdad? Así que me niego a echarte una mano. Ríndete y da ese dinero por perdido. Tal vez de este modo aprendas a no hacer más apuestas estúpidas.
—¡Ya está! ¡Es Paula Chaves! —anunció Daniel, haciendo que Pedro se atragantara con su refresco.
—¡Cómo se te ocurre! —dijo él, mostrándose ofendido ante su afirmación.
—¡Vamos, que sólo era una broma! —puntualizó Daniel, golpeando jovialmente la espalda de su hermano—. Ya sé cuánto te molesta esa ratita de biblioteca… Si incluso le echaste encima hábilmente a esas locas de tus admiradoras para que ellas te la quitaran de en medio. ¡Y qué decir de cuando te burlas de ella con tus compañeros de clase por su estúpido enamoramiento hacia ti! Si incluso adviertes a otros chicos de que no salgan con ella recordándoles lo molesta que puede llegar a ser… Ya sé que no la puedes soportar.
—Bueno, yo no diría eso. Simplemente me incomoda —apuntó Pedro, mesándose los cabellos un tanto nervioso por las crudas palabras de su hermano, que, sin ellos saberlo, ponían fin al «estúpido enamoramiento» de la joven que tanto lo había idolatrado hasta ese momento.
CAPITULO 8
Aun sabiendo que Pedro pronto se alejaría de mi lado cuando terminara con sus estudios ese año para irse a una lejana universidad, yo seguía feliz porque, inevitablemente, él volvería a Whiterlande en cada una de sus vacaciones. A pesar de que ya no podría perseguirlo por los pasillos y observar desde la distancia cada una de sus hazañas, Eliana me contaría los logros de su hermano en la universidad y, si no lo hacía, ya me encargaría yo de sonsacarle la información como había hecho hasta ahora sin que mi amiga sospechara que Pedro era el chico del que yo estaba enamorada.
Me entristecía que se alejara de mí sin haberse dado cuenta de que yo existía, sobre todo porque, ahora más que nunca, estaría rodeado de bellas e inteligentes mujeres que indudablemente llamarían su atención como yo nunca lo había hecho. Pero sabía que, mientras él estuviera lejos, yo me convertiría en una mujer hermosa, lista, segura e independiente. Y un día, cuando él volviera a verme, no podría dejar de admirarme, y ya nunca más sería para él una chica a la que pudiera ignorar.
Todos mis sueños de amor con mi adorado Pedro se rompieron en un instante cuando, en la cena de esa noche, ante las satisfechas sonrisas de mis hermanos, mi padre repitió esa frase que había deseado no volver a oír nunca más y que me alejaba para siempre de la posibilidad de que alguno de mis irracionales sueños llegara a cumplirse.
—Ya sé que es muy repentino, pero dentro de unos meses volveremos a mudarnos —anunció a la espera del consentimiento de cada uno de nosotros, que tanto lo aliviaba de la carga de culpabilidad que sentía por arrastrar a su familia por todos lados a causa de su trabajo.
Algo que yo, esta vez, no estaba dispuesta a ofrecerle.
—¡No quiero mudarme, papá! ¡Al fin tengo algo que puedo definir como amigos, unos excelentes profesores y una bonita vida escolar! ¡Y, ahora que he conseguido todo eso, nuevamente tengo que irme para ser otra vez la insulsa rata de biblioteca de un nuevo lugar! ¿Por qué no nos haces un favor a todos y por una vez te olvidas de tu familia? —declaré airadamente, teniendo mi primera rabieta en años.
Luego corrí a encerrarme en mi habitación para llorar por la dureza de mis palabras y el cruel destino, que no permitía que mi sueño se hiciera realidad.
Mi madre no tardó mucho en subir a mi cuarto, donde yo me encontraba con la cara enterrada en la almohada, intentando esconder las lágrimas. Como siempre, los varones de la casa, preocupados, escuchaban detrás de la puerta sin atreverse a decir algo, ya que sus rudas bocazas en ocasiones sólo empeoraban más la situación, y siempre habían odiado hacerme llorar.
—Cariño, ya sé que lo que te pedimos a veces es muy difícil, pero… —comenzó a explicar mi madre, tratando de hacerme entender la situación por la que no podía estar separada de mi padre y por la que lo seguía a todas partes, puesto que lo amaba con locura.
—No te preocupes… Simplemente es una rabieta. Ya se me pasará… —dije limpiando mis lágrimas y mirando con admiración a una mujer que no permitía que nada ni nadie la separara del amor de su vida.
¡Cómo iba a recriminarle nada a mi madre si yo quería hacer lo mismo que ella y permanecer siempre junto a Pedro!
Tras limpiar mi rostro, mi madre me sonrió, sin duda adivinando parte de la verdadera razón de mi enfado.
—Más tarde, discúlpate con tu padre. Ya sabes lo mucho que se altera cuando te ve llorar —dijo poco antes de marcharse de la habitación, recordándome con sus palabras cuánto me querían todos en esa familia. Una familia con la que nunca podría estar enfadada durante mucho tiempo.
Finalmente, tras decidir esa noche que mis lágrimas solamente servirían para manchar la funda de mi almohada y nada más, me levanté dispuesta a hacer que Pedro se percatase de que yo existía y a que no tuviera duda de cuáles eran mis sentimientos. Y así fue cómo comencé a escribir mi carta de amor hacia ese hombre, encabezada con la apasionada frase «Te amaré por siempre», con la que le demostraba que, por muy lejos que estuviéramos, siempre lo llevaría en mi corazón… Un gesto del que nunca creí que me arrepentiría, hasta que llegó ese día en que todo cambió, ese día en que, al fin, me di cuenta de qué clase de persona era en realidad Pedro Alfonso…
CAPITULO 7
«¡Mira que son insistentes esos tipos!», pensé observando nuevamente mi rostro en el espejo de mi habitación y percibiendo las nuevas magulladuras que tenía, todas y cada una de ellas gracias a los amorosos puños de los hermanos Chaves. Y eso que ni siquiera salía con su dulce hermanita pequeña. Creo que, si llegaran a enterarse de que yo había osado robarle su primer beso a Paula, comenzarían a planear seriamente mi funeral. Bueno, por lo menos, cada vez más frecuentemente lograba esquivar sus fieros puños, y en esa ocasión incluso había lanzado más de un golpe con gran precisión, haciéndoles ver que no era tan inútil como ellos creían.
Pero nuestras discusiones, que no tardaban mucho en subir de tono, en realidad eran siempre la misma: mientras ellos me exigían no acercarme a su linda hermanita y yo les aseguraba con una ladina sonrisa que en esos momentos no lo hacía, ya que eran muchos los motivos que nos separaban, al final no podía evitar recordarles a ese grupo de
neandertales que, en algún momento, e indudablemente, Paula sería mía.
Y ése era el instante en que el airado temperamento de los sobreprotectores hermanos volvía a la carga y decidían que de nada servía conversar conmigo para hacerme entrar en razón, así que sus puños eran los que siempre terminaban expresando por ellos lo mucho que desaprobaban mi presencia en la vida de su preciada hermana menor.
La verdad era que no sabía por qué provocaba a esos celosos pelirrojos si ni siquiera me acercaba a su hermana, quien, a pesar de mis advertencias, aún me perseguía por los pasillos idolatrando mi imagen desde la distancia.
Además, muy pronto me alejaría de Whiterlande para no volver en una larga temporada. Era algo tremendamente estúpido pelear por la irracional idea de salir con Paula Chaves, a pesar de lo mucho que su adorable imagen me atormentaba. Pero es que ya estaba más que harto de que todos me dijeran lo que debía hacer o lo que se esperaba de mí, y el hecho de que alguien me prohibiera salir con la dulce chica que mi mente no podía olvidar era algo que no estaba dispuesto a permitir.
Aunque por el momento no me sentía preparado para acercarme a ella, ya que se
interponía en mi estructurado futuro, siempre podría hacerlo cuando volviera a Whiterlande.
Tal vez cuando Paula creciera se daría cuenta de que era una necedad admirarme como lo hacía en esos momentos, se percataría de que yo no era perfecto, vería todos los defectos que tenía y, aun así, creería que estar a mi lado valía la pena.
Pero eso era esperar demasiado de una simple joven que seguramente sólo debía de sentir por mí un encaprichamiento de adolescente.
Probablemente, cuando me alejara de Whiterlande, Paula dejaría de pensar en mí y
otro iluso pasaría a ser parte de sus sueños de juventud. No sabía por qué pensar que sería fácilmente olvidado por esa chica me molestaba tanto, pero algo era seguro: sus hermanos y las heridas que yo les había infligido a sus bonitos rostros en esta ocasión no se olvidarían con tanta indiferencia. Así reflexionaba frente al espejo mientras comparaba mis lesiones, que en esta oportunidad eran simples rasguños, con los ojos morados y algún que otro derechazo en las orgullosas barbillas de los irracionales pelirrojos.
Me tumbé en la cama cavilando qué estúpida excusa les daría a mis padres para que no se preocuparan, y preguntándome si el curioso de mi hermano Daniel dejaría de intentar sonsacarme quién era la chica por la que continuamente me dejaba golpear. Si todos supieran que era la insulsa y tímida Paula Chaves la única que inundaba mis pensamientos, se reirían de mí tanto como lo hacía yo mismo a veces, cuestionándome si en verdad no me pasaba algo raro, ya que, de todas las bellezas que me habían perseguido mostrándome sus encantos, sólo me interesaba mi dulce pequitas, que era tan inocente que se asustaba con el simple roce de un beso.
Con malicia, me pregunté acerca de lo que haría ella si alguna vez llegaba a conocer los tórridos sueños que me embargaban en mis solitarias noches, donde su rebelde melena roja descansaba sobre mi almohada y su delicada piel blanca adornaba las sábanas de mi cama, acunada por mi cuerpo, donde ambos encajábamos a la perfección y nada se interponía entre nosotros. Un sueño que estaba decidido a cumplir con el paso del tiempo, aunque, por ahora, ella solamente era para mí ese sueño imposible que aún no tenía el privilegio de alcanzar.
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