sábado, 5 de mayo de 2018

CAPITULO 1




Todas, en alguna ocasión, nos hemos enamorado de ese chico que a nuestros ojos es un príncipe perfecto, aunque en realidad pocas llegamos a darnos cuenta de que esto no es cierto. Me enamoré a los trece años del hermano mayor de una de mis compañeras de clase, un chico unos tres años mayor que yo, por lo que nuestro amor a esa edad era simplemente imposible.


Se trataba de algo más bien platónico. Yo, una chica gordita, tímida, con gruesas gafas, innumerables pecas y un pelo que, para mi desgracia, era de un llamativo color rojo y que siempre llevaba recogido en unas sosas trenzas porque, si no, se me encrespaba, amaba con locura a un muchacho al que observaba e idolatraba desde la distancia.


Pedro Alfonso, a sus dieciséis años, con sus rubios cabellos, sus intensos ojos azules y su seriedad, era un adolescente que hacía que todas las jóvenes cayeran a sus pies. En mi opinión, era perfecto en todo: destacaba en los deportes, aunque prefería dedicar todos sus esfuerzos a los estudios, ya que su sueño era llegar a ser médico. También era un alumno aventajado, integrante del cuadro de honor y, ¡cómo no!, era el representante de los estudiantes.


Todo esto hacía que siempre estuviera rodeado de chicas que lo admiraban e intentaban convertirse en su próxima novia, por lo que acercarme a él para que notara mi presencia era algo simplemente inútil. Además, ¿qué adolescente que se precie se fijaría en una chica regordeta si estaba siempre rodeado de bellezas?


Por suerte para mí, Pedro había decidido centrarse en sus estudios, por lo que siempre rechazaba amablemente a todas las mosconas que lo rodeaban. Por otro lado, y para mi desdicha, yo simplemente no existía para él…, hasta ese maravilloso día en que descubrí que los príncipes de cuento de hadas no son siempre parte de nuestra fantasía, y que en algunas ocasiones existe ese héroe que sale en nuestra defensa y nos hace sentirnos como una princesa cuando hasta el momento éramos simples ranas.



Desafortunadamente, aunque Pedro no se hubiera percatado de que yo lo seguía todos los días abrazada a mi carpeta —donde guardaba un montón de recortes de imágenes suyas de cuando salía en alguno de los periódicos del instituto—, la infinita multitud de alocadas féminas que lo idolatraban sí se habían dado cuenta de mi presencia y, para ellas, que alguien como yo fuera detrás de un chico como Pedro Alfonso era todo un pecado.


Uno de esos días en los que mi naricilla curiosa se escondía detrás de algún rincón del instituto, después de haber dedicado parte de mi tiempo libre a observar cómo corría Pedro en clase de gimnasia haciendo las pruebas de resistencia en carrera que yo nunca llegaba a superar, fui acorralada en mi pequeño escondite por algunas de mis compañeras de clase, compañeras que nunca hasta entonces se habían dignado a dirigirme la palabra, acompañadas de chicas de otros cursos, igual de presumidas, que pensaban que Pedro simplemente era de su propiedad.


—¡Os dije que esta rata de biblioteca se encontraría aquí, acosándolo, como siempre! —exclamó acusadoramente una de las chicas de mi clase que siempre había envidiado mis excelentes notas, pero ¿acaso era culpa mía que ella fuera idiota?


—No estoy haciendo nada malo, ¡ni siquiera me he acercado a él! —dije mostrando lo evidente, ya que era algo estúpido molestarse por mi presencia cuando el hombre al que amaba ni siquiera sabía que existía.


—¡Pero lo molestas! —expuso otra de las fanáticas seguidoras de Pedroseguramente con el mismo nivel de inteligencia que mi querida compañera de clase, o sea, ninguno.


—¿Cómo puedo molestarlo desde aquí? —pregunté a esas necias que se empecinaban en alejarme del chico que me gustaba.


—¿Te estás haciendo la listilla conmigo? —preguntó a su vez una de las chicas mayores, que pertenecía a la clase de Pedro.


—No, sólo estoy señalando lo obvio —repuse con impertinencia, colocando mis gafas en su lugar para asegurarme de observar con atención a la chica que me acosaba.


Por lo visto, mi gesto fue tomado como un insulto a su inteligencia, algo que si hubiera sido más valiente no habría dudado en hacer, pero como solamente era una temerosa y gordita preadolescente terriblemente tímida, apenas podía contestar palabra alguna sin que todo mi cuerpo comenzara a temblar.


—¿Quién te crees que eres? ¡Sólo eres una niña gorda y estúpida! ¿De verdad piensas que él llegará a fijarse alguna vez en ti, teniendo a chicas como yo a su lado? —se jactó una de las chicas considerada de las más guapas del instituto únicamente porque ya le habían crecido las tetas—. Te aviso de que no quiero verte nunca más rondando a Pedro, y si veo tu naricilla pecosa o tus horrendos cabellos rojos cerca de él…, ¡prepárate para recibir tu merecido! —me amenazó mientras agitaba despectivamente su melena e ignorándome a continuación, porque mi presencia, ya fuera para ellas o para Pedro, no tenía la más mínima importancia.


Podría haberlo dejado así, haberme alejado del chico al que amaba y haberle concedido una victoria a esa bonita arpía a la que yo sabía que nunca llegaría a igualar.


Pero algo se revolvió dentro de mí, rebelándose hacia lo que era evidente, protestando.


¿Por qué las cosas tenían que terminar siempre de la misma manera y los hombres que valían la pena acababan siendo embaucados por mujeres tan malas pécoras como ésa?


Ni siquiera yo sé de dónde saqué la voz para enfrentarme a esa chica tres años mayor que yo y bastante intimidante al estar rodeada de su grupo de amigas. Pero lo hice y, mientras ya se alejaban, grité a pleno pulmón:
—¡Cuando crezca voy a conseguir que Pedro Alfonso se fije en mí, y ni tú ni tus tetas podréis hacer nada por apartarlo de mi lado!


Después de decir eso quise esconderme en algún rincón para no recibir una paliza, pero como ya era demasiado tarde para mí, simplemente observé, atemorizada y sin poder mover ningún músculo, cómo la chica se acercaba de nuevo lentamente para poner fin a mi, hasta ese momento, alegre vida de instituto.


Creo que confundió mi miedo con valentía, ya que miró un tanto asombrada cómo mis ojos hacían frente a sus acciones. Cuando alzó la mano para cruzarme la cara de una bofetada, yo cerré los ojos a la espera del dolor que se había granjeado la insolencia de mis palabras, algo que indudablemente una no medía cuando estaba enamorada.


Sorprendentemente, el dolor de ese castigo, que no me merecía pero del que otras me creían merecedora, nunca llegó a mí. Y, cuando abrí los ojos, allí estaba el maravilloso Pedro Alfonso, sujetando la mano hostigadora de su compañera y aleccionando a todos con sus sabias palabras:
—No creo que sea muy justo que golpees a una chica menor que tú, Mabel, por muy insultantes que creas que son sus palabras.


La joven me dedicó una mirada furiosa advirtiéndome de que mi vida a partir de ese momento sin duda se convertiría en un infierno. Luego simplemente se alejó de nosotros, aunque no sin antes declarar despectivamente:
—Vámonos, chicas, ¡no vale la pena!


Tras ello, atusó nuevamente su hermosa melena rubia, de la que yo siempre tendría envidia, y se alejó de nosotros dejándonos solos. Mi temblorosa voz apenas pudo contestar a las bondadosas preguntas de Pedro cuando se preocupó por mí como nadie antes lo había hecho.


—¿Te encuentras bien? —inquirió acercando su rostro más al mío hasta que pude ver de cerca la intensidad de esos hermosos ojos azules que tanto me atraían.


—Sí…, gracias —tartamudeé nerviosamente mientras seguía apretando con fuerza la carpeta contra mi pecho sin creer aún que estuviera hablando con el chico al que tanto adoraba.


—Debes tener cuidado. Nunca te metas con chicas mayores si sabes que llevas las de perder —me aconsejó Pedro, mostrando algo que, aunque para mí era evidente, para mis revoltosas hormonas, encaprichadas de él, no lo había sido tanto.


Después de esa advertencia, cuando uno de sus compañeros de clase reclamó su atención, se apartó de mí.


—Estoy impaciente por ver cómo consigues llamar mi atención cuando crezcas… —dijo por último, sonriendo ladinamente y guiñándome un ojo antes de alejarse, mostrándome una faceta de su personalidad que nunca había enseñado a nadie, algo que me hizo sospechar que, en definitiva, Pedro no era el niño bueno que todos creían.


Mientras se marchaba, no puede resistirme a declarar neciamente a su espalda mis más profundos sentimientos.


—¡Te amo! —grité a pleno pulmón.


Una confesión que todos en el instituto parecieron oír, pero que Pedro simplemente desatendió, siguiendo su camino. 


Aunque algún día…, algún día conseguiría que él nunca pudiera ignorarme.


No hay comentarios:

Publicar un comentario