domingo, 6 de mayo de 2018

CAPITULO 6




Después de que las clases finalizaran, y tras mantener una constructiva conversación de varias horas con su tutor sobre su futuro, pese a que él ya sabía perfectamente cada uno de los pasos que debía dar para conseguir lo que deseaba, finalmente Pedro se dispuso a salir del instituto.


Tal vez fue por caminar despreocupadamente mientras divagaba sobre qué hacer para que Paula Chaves abandonara sus pensamientos o porque maldijo más de una vez y en voz alta a esa dulce muchachita en la que no podía dejar de pensar cuando debería concentrarse en su porvenir, pero lo único que Pedro supo a ciencia cierta cuando llegó a la puerta de salida del instituto fue que se encontraba en serios problemas, ya que cuatro pelirrojos bastante irritados lo rodearon para mostrarle que Paula no era una chica tan indefensa como todos pensaban.


—¿Y éste es el niño bonito de Whiterlande? —preguntó irónicamente un tipo de intimidante mirada, unos dos años mayor que él.


—No, ése es mi hermano Daniel. Yo soy Pedro, «el niño bueno» de Whiterlande — contestó con sorna, dejando sus cosas a un lado y preparándose para presentar batalla a esos enfurecidos pelirrojos que no querían escuchar palabra alguna.


—Hemos oído que crees que nuestra hermana Paula te pertenece… —apuntó uno de ellos, confirmándole a Pedro el motivo de ese extraño encuentro.


—Y hemos venido a aclararte lo equivocado que estás… —terminó otro con un rostro idéntico al del anterior Chaves.


—¿Qué tienes que decir ante nuestras acusaciones? —interpeló el último de ellos, al que Pedro reconoció como a uno de sus compañeros de clase.


—Que indudablemente sois unos cotillas a los que les encanta escuchar los estúpidos chismes del instituto —respondió él con una socarrona sonrisa, sabiendo que, si no iba a poder librarse de una paliza, ¡qué menos que disfrutar de ella burlándose de sus contendientes!



—Entonces ¿tú no has dicho que Paula Chaves te pertenece? —inquirió, bastante furioso, el mayor de los acalorados pelirrojos cogiendo a Pedro del cuello de la camisa.


—No, no lo he dicho —negó él firmemente, enfrentándose a la mirada de su adversario. Pero cuando el agarre de ese chico más mayor, y sin duda mucho más fuerte que él, comenzaba a aflojarse, Pedro Alfonso, con su habitual sinceridad, no pudo evitar admitir—: Pero, sin duda, Paula será mía en el futuro.


Y, obviamente, ésas fueron las palabras que dieron comienzo a la pelea más complicada y a la paliza más terrible que Pedro recibiría en su alocada vida de adolescente. Cuando el puño del furioso pelirrojo que lo tenía agarrado se dirigía hacia él, Pedro lo esquivó con mucha habilidad, soltándose de su agarre con un imprevisible movimiento que, por fortuna, Alan le había enseñado. Pero sus rápidas técnicas de defensa, que lo ayudaban a salir indemne de alguna que otra pelea puntual, de nada le servirían contra cuatro adversarios furiosos que solamente querían su sangre.


Así que Pedro se vio implicado en una pelea en la que era utilizado como saco de boxeo, ya que, cuando conseguía esquivar el puño de uno de los hermanos, otro de ellos lograba encontrar una brecha en su defensa y golpear con fuerza y contundencia, mostrándole que con los Chaves nunca se podía bromear.


Todo ello se habría convertido en una interminable pelea, ya que ninguno de ellos estaba dispuesto a ceder, de no ser porque Alan Taylor, al percatarse de los problemas de Pedro, acudió en su ayuda acompañado de todos los compañeros de su equipo de fútbol americano, poniendo fin a la disputa gracias a que el entrenador del equipo se dio cuenta de lo que ocurría. Finalmente, los ansiosos pelirrojos se amedrentaron ante la posibilidad de ser amonestados por un profesor, y pusieron pies en polvorosa cuando lo vieron aparecer.


Cuando todo el equipo de fútbol se reunió junto a Pedro esperando conocer las razones para que hubiera recibido esa agresión, éste simplemente descansó su maltrecho cuerpo contra la pared que se encontraba a su espalda, agradeciendo que su amigo Alan tuviera entrenamiento ese día. Después bromeó con sus compañeros restándole importancia al lamentable asunto, al burlarse del temperamental comportamiento de algunos pelirrojos.


Sólo cuando todos se hubieron ido excepto Alan, su inestimable amigo, que tan bien lo conocía, Pedro pudo al fin quejarse de sus heridas, aunque, claro estaba, mientras éste
lo interrogaba sobre el motivo de la paliza, pues esto era bastante inusual en Pedro, salvo que fuera una estúpida pelea con Daniel, su temperamental y desquiciante hermano menor.


—¿Qué ha sido eso? —quiso saber Alan, señalando el lugar por donde se habían marchado aquellos mastodontes pelirrojos.


—¿Sabes esas estúpidas peleas por una mujer en las que te dije que yo nunca me involucraría? Bueno, pues ésta era una de ellas… —declaró Pedro, acariciando su maltrecho rostro.


—Debe de ser una chica bastante impresionante… —comentó Alan con curiosidad, ya que nunca había visto a su amigo relacionado con ninguna mujer durante mucho tiempo, porque, según él, todas interrumpían sus perfectos sueños de futuro.


—No, pero lo será… —respondió Pedro sin poder dejar de reírse mientras se alejaba pensando en por qué ni siquiera tras esa espantosa paliza podía apartar de su mente la imagen de aquella pelirroja que, desde el primer momento en que se había fijado en ella, no le había traído otra cosa más que una infinidad de problemas.



CAPITULO 5




Cuando eres un joven de dieciocho años que está planeando seriamente su futuro, encapricharte de una chica no es nada sensato. Que esa chica sea la amiga de tu hermana es un poco vergonzoso, pero que, además, tan sólo tenga quince años es algo simplemente patético, y yo no podía permitirme caer tan bajo.


Paula Chaves había llamado mi atención desde que con sólo trece años comenzó a perseguirme por todos lados como si yo fuera alguna clase de dios, algo de lo que me gustaba burlarme con alguno de mis compañeros de clase. Intenté librarme de ella azuzando a las otras molestas jovencitas que siempre me seguían, pero Paula era terriblemente insistente, así que tuve que parar a esa horda de arpías antes de que la cosa fuera a mayores.


¡Quién narices me iba a decir que en dos años esa jovencita que tanto me admiraba se convertiría para mí en una tentación andante en la que no podía dejar de pensar!


Paula, que ya de por sí a sus trece años era bastante interesante, con su llameante pelo rojo, su elevado intelecto y sus curiosas y atrevidas contestaciones, terminó de llamar mi atención cuando sus femeninas curvas se moldearon y comenzó a convertirse en toda una mujer.


Tal vez por eso, y porque yo no me parecía en nada al niño bueno que todos en Whiterlande creían que era, no pude resistir las ganas de arrebatarle ese primer beso a mi adorable Paula, haciendo que nunca pudiera olvidarme. Pero, a la vez, intenté mostrarle que yo nunca sería tan perfecto como ella pensaba, algo que dudaba seriamente haber logrado exponer a mi querida pequitas cuando continué viendo cómo me observaba su curiosa naricilla, en la distancia y desde cualquier rincón, acompañada de algún que otro suspiro soñador.


Como me iría pronto a estudiar a Yale con una cuantiosa beca que cubriría prácticamente todos mis gastos, consideré que lo mejor era olvidarme de la pequeña pelirroja y proseguir con mis estudios para obtener las elevadas notas que necesitaba para alejarme de ese lugar. No obstante, lo malo de estar en el mismo instituto que la mujer que te persigue en sueños es que, en ocasiones, uno acaba oyendo cosas que pueden llegar a molestar mucho e, irracionalmente, se pueden llegar a mostrar unos celos que uno apenas sabe que puede sentir.


Mientras intentaba centrarme en los apuntes para mi examen de Historia en la biblioteca del instituto, sin siquiera pretenderlo, llegó a mis oídos una conversación que, si bien en un principio me pareció bastante aburrida, tras oír cómo era pronunciado el nombre de mi pequeña ratita no pude dejar de escuchar con atención.


—¿Has visto lo buena que está Paula Chaves? —dijo un chico de unos diecisiete años insinuando con sus manos unas ficticias curvas de mujer.


—¡Sí, está como un tren! Seguro que es virgen y ni siquiera ha dado su primer beso —contestó otro imberbe adolescente, emocionado con la idea de corromper tal inocencia.


—Si os digo la verdad, no me importaría probar con ella. Seguro que se pone toda tímida y vergonzosa. Es una cosita tan dulce… —declaró el tercero de esos idiotas, que, definitivamente, estaban acabando con mi paciencia.


—Sí, es todo tentación. La verdad, a mí tampoco me importaría darle una mordida a ese pecaminoso postre que puede llegar a ser Paula —anunció soñadoramente uno de aquellos chicos, a los que cada vez estaba más decidido a dar una lección.


—¿Por qué no le pides salir a ver lo que pasa? Después de todo, tú eres uno de los que más éxito tienen con las chicas —declaró el más iluso del trío, emocionado con la posibilidad de que uno de ellos triunfara, algo que ya me encargaría yo de que no pasara jamás.


—¡Bah, no me haría ni caso! Está encaprichada de ese estúpido de Pedro Alfonso al que todas persiguen como moscas a la miel —dijo el gallito, librándose por muy poco de una buena paliza.


—Tal vez eso te convenga. Después de todo, Pedro pronto se irá del instituto, y la pobre Paula se quedará muy triste… Seguro que tú puedes hacer algo para consolarla —bromeó uno de aquellos idiotas mientras se abrazaba a sí mismo y mandaba estúpidos besitos a su amigo.


—Bueno, puede que lo intente. Probablemente esa pelirroja sería algo digno de recordar —concluyó finalmente el adulado joven con una ladina sonrisa, sin duda creyéndose superior a todos, algo que acrecentó mi mal humor y me hizo reflexionar sobre lo que debía hacer para que nadie se acercara a mi Paula mientras yo no estuviera.



Mientras los imberbes e inmaduros chicos reían estúpidamente con sus necias ideas de conquista, yo me levanté con decisión de mi asiento y, dejando a un lado mis aburridos apuntes de Historia, saqué un tomo de medicina anatomopatológica, con alguna que otra inquietante fotografía sobre lo que me esperaba a lo largo de mi carrera como médico.


Sin mediar palabra, coloqué el libro bruscamente encima de la mesa que ellos usaban. Cuando los tres idiotas alzaron sus bravucones rostros dispuestos a exponerme sus quejas por mi interrupción, yo dejé muy claro lo que quería de ellos cuando, con una maliciosa sonrisa que a muy pocos mostraba, les hice reflexionar sobre la necia idea de ir tras algo que, aunque aún no me perteneciera, yo ya consideraba de mi propiedad.


—Esto es lo que veré a lo largo de mi carrera como médico —dije mostrándoles fotos de profundas heridas abiertas, horribles ulceraciones, vomitivas deformaciones y fracturas expuestas con huesos sobresalientes… Imágenes que muy pocos podían soportar sin que se les revolviera el estómago, y, al parecer, ninguno de ellos tenía mucho temple ante la visión de la sangre, porque sus rostros comenzaron a tornarse pálidos ante unas meras fotografías—. Y esto es, sin duda, lo que haré —les anuncié pasando a ilustraciones un poco más fuertes, obtenidas directamente de un quirófano de cirugía.


En ese momento, el rostro de los tres chicos comenzó a mostrar un color verdoso un tanto preocupante y, sin duda, alguno quiso correr en busca de un baño donde vaciar el contenido de su vientre, aunque ante mí intentaron hacerse los valientes. Así pues, finalmente me apiadé de aquellos niñatos y cerré bruscamente el libro ante sus narices, añadiendo una advertencia antes de alejarme de ellos:
—Si no queréis formar parte de alguna de estas fotos, alejaos de Paula Chaves. Si me entero de que respiráis siquiera demasiado fuerte cerca de ella, no me importará mucho practicar lo que aprenda en la universidad con alguno de vosotros.


—¿Nos estás amenazando? —preguntó incrédulo uno de ellos.


—Me alegro de que os hayáis dado cuenta… —declaré, poniendo en duda que entre los tres pudieran dar cabida a un solo cerebro.


—¡Pero tú eres el niño bueno de Whiterlande! —señaló otro de ellos.


—¿Tú crees? —repliqué con una aterradora sonrisa mientras me llevaba el escalofriante libro con el que finalmente había conseguido mi propósito: dejar muy claro a aquellos idiotas que no podían tocar lo que era mío.



Jeremias Chaves, acostumbrado a usar la biblioteca del instituto solamente para echar alguna que otra cabezada o saltarse clases, apenas se percató de lo que ocurría delante de él hasta que oyó el nombre de su hermana. Como últimamente la pequeña Paula estaba convirtiéndose en una joven muy bonita, no le extrañó demasiado que los chicos comenzaran a hablar de ella, algo que tendría que notificar a sus hermanos mayores después de dejarles muy claro a aquellos perdedores que ninguno de ellos sería nunca lo suficientemente bueno para su hermanita.


Dispuesto a darles una lección, Jeremias se levantó de su siesta y se desperezó, preparando sus puños para expresar con suficiente contundencia que nadie podía acercarse a su adorada hermana. Pero, para su asombro, el afamado Pedro Alfonso, al que Paula idolatraba, se interpuso en su camino acercándose a aquellos impresentables y, tras mostrarles las ilustraciones de un libro bastante espeluznante, susurró un mensaje a sus oídos. Fuera lo que fuese lo que les dijo, los hizo ponerse blancos como la nieve para luego pasar a un angustioso color verdoso que sin duda mostraba que las palabras de Pedro en algunas ocasiones no eran tan amables como todos pensaban.


Jeremias observó con satisfacción, desde un rincón no muy alejado, el malestar de esos indeseables hasta que el niño bueno de Whiterlande se alejó de ellos, dirigiéndoles una aterradora sonrisa que hizo a Jeremias cuestionarse si Paula no idolatraba demasiado a ese tipo, concediéndole una perfección de la que sinceramente carecía.


—Bueno, ahora me toca a mí… —murmuró dispuesto a ejercer su labor como eterno protector de su hermana.


Pero cuando se aproximaba al trío de tontos, oyó cómo los atemorizados idiotas habían decidido tener muy en cuenta las palabras de Pedro acerca de no acercarse a Paula.


«Esto comienza a ponerse interesante…», se dijo Jeremias mientras se sentaba despreocupadamente en su silla y comenzaba a mandar un importante mensaje a cada uno de sus hermanos con su teléfono móvil.


Definitivamente, los Chaves tenían que dejarle muy claro a ese individuo que Paula nunca le pertenecería, ya que por muchos sueños que su tímida hermana tuviera en su loca cabeza, sus hermanos siempre le mostrarían la verdad oculta detrás de sus fantasiosas ilusiones: que Pedro Alfonso nunca sería un hombre adecuado para ella.


«Pero antes…», pensó maliciosamente Jeremias mientras se aproximaba alegremente con su almuerzo hacia el lugar donde se hallaban esos idiotas que habían osado soñar acercarse a su hermana. A continuación, se sentó con impertinencia entre ellos y comenzó a relatarles cuáles eran sus estrambóticas y peculiares comidas favoritas.


Solamente fue cuestión de segundos que cada uno de ellos saliera despedido de su silla hasta el baño más próximo para vaciar lo poco que quedaba en su estómago tras haberse enfrentado a dos maliciosos sujetos que únicamente querían proteger lo que para ellos era más preciado: esa pequeña y tímida mujercita que, sin duda, con su dulzura siempre se haría notar, a pesar de que ella nunca llegara a percatarse de ello.


CAPITULO 4




Emocionada ante la idea de encontrarme de nuevo con Pedro, y después de ver que nadie acudía a abrirme la puerta principal cuando llamé excitadamente, recorrí el patio en busca de la puerta trasera, que daba a la cocina y que, por un motivo u otro, en casa de los Alfonso casi siempre permanecía abierta. Cuando me adentré en la estancia apenas me percaté de la presencia de Alan Taylor, a pesar de que éste fuera perseguido por muchas de mis compañeras por su porte atlético, sus bonitos ojos castaños y sus rebeldes y negros cabellos. Yo no tenía ojos para él, ya que el único chico al que veía era mi idolatrado Pedro. No me di cuenta de que esos dos planeaban algo delante de mis narices porque simplemente las palabras de Pedro y la atención que me dedicó fueron para mí como un sueño que se hacía realidad.


—No te preocupes, yo me encargo —le indicó a su amigo, y yo, ilusamente, pensé que con ello se refería a guiarme hacia la sala donde estaban mis amigas.


Después de recorrer con una de sus miradas mi atrevida apariencia, que sólo vestía para él, Pedro me sonrió ladinamente mientras me susurraba al oído:
—Bonito mensaje.


Luego, simplemente cogió mi saco de dormir y me condujo hacia la habitación de Eliana, donde supuestamente debía dejar mis cosas. Tras depositar mis pertenencias en un lado estaba tan nerviosa por estar al fin en presencia del hombre que amaba que tropecé torpemente con mis propios pies y caí al suelo. Y, ¡cómo no!, para aumentar mi vergüenza, mis gafas volaron hasta algún rincón que no pude distinguir, ya que sin ellas mi visión era prácticamente nula, y mi pelo terminó de soltarse de mi elaborado recogido, quedando completamente suelto y mostrando con ello dos de mis mayores defectos, que siempre me dejaban avergonzada: mi vista de topo y mi pelo llamativamente rojo.


Frustrada, tanteé el suelo intentando dar con las gafas, pero mis manos se detuvieron cuando toparon con las de Pedro, quien me tranquilizó con sus palabras, susurradas sensualmente a mi oído, haciéndome enrojecer y potenciando con ello el llamativo color rojo de mis cabellos.


—No te preocupes, he encontrado tus gafas. ¿De verdad no ves nada sin ellas? — me preguntó maliciosamente, apartándose de mi lado.


—No —contesté, tratando de adivinar dónde estaba él, ya que enfrente de mí sólo veía borrones.


Creí que me devolvería las gafas de inmediato como cualquier buen chico habría hecho, pero mientras esperaba a que eso ocurriera sentí cómo tocaba mis rojos cabellos e incluso creí percibir cómo los besaba con una licenciosa sonrisa mientras me declaraba:
—Nunca he visto unos cabellos de este color.



Estuve tentada de decirle que eso era mentira, ya que él y yo ya nos habíamos encontrado con anterioridad, pero mis palabras se perdieron cuando oí unas atrevidas palabras de labios del hombre al que amaba.


—¿Te han besado en alguna ocasión, pequitas? —preguntó mientras acariciaba las llamativas pecas de mi rostro hasta alzarlo—. Pues claro que no… —se contestó a sí mismo sin esperar mi respuesta para, a continuación, convertir uno de mis adorados sueños en realidad cuando sus labios tocaron dulcemente los míos.


Sin embargo, mi primer beso no fue como yo había imaginado. El dulce beso dado por un hombre educado y perfecto no tardó en convertirse en arrollador cuando sus dientes mordieron suavemente mi labio inferior, haciendo que mi boca se abriera más a sus avances y su lengua inundó mi boca buscando la mía y exigiéndome algo que yo desconocía. Intenté alejarme de la abrasadora pasión que comenzó a embargarnos, pero él, ese hombre perfecto que debería permitir que me alejara de su lado, no lo consintió.


Y, cogiendo fuertemente mis cabellos, me acercó a su cuerpo hasta sentarme en su regazo para que notara la evidencia de su deseo.


Cuando comenzaba a pensar que Pedro no me soltaría nunca, ya que mi cuerpo empezaba a rendirse ante sus besos, porque ése, en definitiva, era el hombre al que yo amaba, las luces de la casa se apagaron dejándonos a oscuras. Por suerte, él, siempre previsor, guardaba una linterna en uno de sus bolsillos, y tras volver a colocar las gafas en mi rostro como si nada hubiera pasado entre nosotros, me guio hacia el salón, donde todas las chicas se reunían junto al gran televisor, en el que en esos momentos, y pese a que la luz aún no había vuelto, se mostraba la imagen de un oscuro, horrendo y terrorífico personaje que se dirigía a ellas.


Las chicas gritaron como posesas, y yo me quedé paralizada hasta que me fijé en que solamente algunas de las zonas de la casa habían sido desprovistas de electricidad, seguramente con la idea de gastar alguna broma pesada, y el salón no era una de ellas.


Estaba a punto de gritar a mis amigas que todo era un simple montaje cuando Pedro tapó mi boca a la vez que me retenía a su lado.


—¡Espera! Aún no has visto lo mejor… —comentó maliciosamente a mi oído mientras el mismo personaje que segundos antes había aparecido en la pantalla se mostraba ahora ante mis nerviosas amigas.


Ya que Alan Taylor no se hallaba en ese instante en el salón y tampoco junto a nosotros, deduje que el siniestro monstruo no era otro que él mismo disfrazado. Para su desgracia, Elisabeth nunca permitía que nadie interrumpiera sus reuniones de chicas, así que, armada con una adorable zapatilla rosa de conejitos, se abalanzó decididamente contra el individuo, importándole muy poco lo aterrador que éste pudiera llegar a ser. Inevitablemente, sus inestimables amigas se unieron a ella con la idea de salvarla.


Mientras contemplaba esa escena oí las escandalosas carcajadas de Pedro a mi espalda y sentí cómo al fin dejaba de silenciar mis labios. Me volví asombrada por su reprobable comportamiento, que nada tenía que ver con su apariencia de perfección, y mi privilegiada mente no pudo evitar pensar en la posibilidad de que mi primer beso sólo se había tratado de una simple distracción para que no interrumpiera su divertimento.


Sin embargo, las desconcertantes palabras que susurró a mi oído a continuación me sacaron de mi error, porque con ellas me indicó que, aunque desde el principio se hubiera comportado como si no recordara nuestro primer encuentro, él, como yo, no había podido olvidarlo:
—Por tu bien, deja de perseguirme, pequitas: no soy tan perfecto como todos creen…