sábado, 2 de junio de 2018

CAPITULO 95





Paula sabía que no podía dejar las cosas de esa manera, que, con toda seguridad, cuando fuera a ver a Pedro éste se enfurecería y le recriminaría todo lo que le había ocultado a lo largo de los años. Pero no podía borrar de su mente la imagen de ese hombre tan querido destrozado por el dolor de sus mentiras. Debería haber tenido el valor de hablar con él hacía ya mucho tiempo y haberle confesado que tenían un hijo.


Pero el amor que sentía hacia el hombre que podía causarle tanto daño a su corazón, y el miedo de enfrentarlo, hacían que se comportase como una cobarde.


Paula dejó esa noche a Nicolas con Juan y Sara, intuyendo de alguna manera que ellos habían sospechado la verdad desde el principio cuando recibió alguna de sus comprensivas miradas. La pareja no le recriminó nada, ni una sola palabra de condena salió de sus labios. Sara simplemente la abrazó, dándole los ánimos que tanto necesitaba para infundirse valor e ir a hacer frente al hombre al que amaba y del cual tal vez nunca obtendría el perdón.


Paula no se molestó en llamar a la puerta del apartamento de Pedro, ya que éste no le abriría, así que simplemente utilizó la llave que le había dado la señora Alfonso y se adentró en el lugar.


La casa estaba impenetrablemente oscura.


Cuando encendió las luces, vio ante ella un pulcro pero frío apartamento. Un moderno sofá y una mesa de un fino cristal a su lado eran lo más destacable que se ofrecía a su vista, junto con un inmenso televisor de plasma. Un poco más alejado de ese frío y aséptico rincón, que carecía de adorno alguno que le concediera la calidez que un hogar necesitaba, reposaba una elaborada mesa de madera con un conjunto de sillas a juego talladas a mano. Sin duda, ese cálido detalle provendría de alguno de sus hermanos.


Paula buscó por todas las habitaciones, pero siempre que abría una de ellas hallaba lo mismo: un frío vacío, la ausencia tanto de personas como de cualquier recuerdo que le hiciera pensar que Pedro tenía una vida además de su trabajo. Firmemente decidida a descartar todas las habitaciones de ese apartamento antes de abandonar su propósito, Paula subió la escalera hacia el desván y encontró allí a Pedro


Un Pedro al que muy pocos habían llegado a conocer.


Caído en el suelo junto a un descolgado saco de boxeo al que abrazaba, bebía despreocupadamente de una botella de tequila mientras en sus manos no dejaba de leer una y otra vez la carta que ella un día le había escrito y observaba una de las fotos de su adolescencia.


—¿Por qué no puedo romperla? —se reprendía una y otra vez con la carta intacta entre sus manos.


—¿Pedro? —preguntó Paula para llamar su atención mientras se acercaba a él lentamente y se sentaba a su lado.


—¿Cuándo empezaste a odiarme tanto? —preguntó Pedro, muy apenado, mientras observaba una vez más la única carta de amor que Paula había escrito en su vida.


—Cada vez que creía que jugabas conmigo te odiaba un poco más, Pedro, y finalmente, si no te conté lo de Nicolas desde el principio fue más por miedo que por odio.


— ¡Seis años, Paula! Te he esperado durante seis años…, y mientras lo hacía me he perdido seis años de la vida de mi hijo.


—Yo…


—¡No tienes excusa alguna, Paula! Si esa invitación para que volvieras a Whiterlande, a esa estúpida reunión de exalumnos, nunca hubiera llegado…, ¿habrías vuelto a este lugar en alguna ocasión? ¿Me habrías dicho que tenía un hijo?


Con el silencio de ella, Pedro recibió su respuesta.


—Así que tu plan era simplemente volver, destruirme y llevarte nuevamente a mi hijo sin que yo me enterara de mi paternidad.


—Nicolas nunca entró en esa descabellada locura que ideé. Yo jamás jugaría con él de esa manera. Simplemente se escondió en mi coche y me siguió hasta aquí.


—¡No obstante, has jugado con él al negarte a decirle quién era su padre y, de paso, también conmigo! ¡Estarás orgullosa de lo que has conseguido! ¿Estoy ya lo suficientemente destrozado para tu gusto o necesitas hundirme un poco más en la miseria? —preguntó Pedro con una mezcla de ironía y amargura mientras se levantaba del suelo y brindaba sarcásticamente en honor de Paula.


—Eso sólo fue al principio, Pedro… He intentado explicarte que desde que llegué todo ha cambiado, que había cosas que yo nunca supe y…


—¡Más bien di que había cosas que nunca te molestaste en escuchar! ¡Cada vez que discutíamos, huías y desaparecías de mi vista sin darme una oportunidad para explicarme! Esta vez soy yo el que no quiere escuchar tus explicaciones…


—¿Cómo crees que me sentí en cada una de las ocasiones que me alejé de ti, Pedro¡Tú nunca fuiste claro conmigo, y cada vez que nos veíamos parecía que sólo jugabas con mi corazón! —exclamó Paula mientras se levantaba del suelo para enfrentar la furiosa mirada de Pedro.


—¡Te dije que te quería! —gritó airadamente él, arrojando la botella a un lado.


—¡Y a la mañana siguiente me entero de que ibas a casarte! Cuando os vi a ti y a tu prometida en la cama del hospital, en una escena muy comprometida…


—¿Y por qué narices no te quedaste a ver el final? —preguntó Pedro furiosamente mientras la acorralaba contra la pared, poniendo un brazo a cada lado de ella para que no pudiera escapar de sus palabras.


—Sí, claro… Para que lo sepas, tres siempre me han parecido multitud —ironizó Paula mientras apartaba la mirada de la de ese hombre.


—Si tan sólo te hubieras quedado… —susurró Pedro a su oído, relatándole el resto de la historia que ella nunca llegó a conocer—, habrías visto cómo terminaba con mi compromiso con Bethany, ya que la mujer a la que amaba se había cruzado nuevamente en mi camino y yo no pensaba dejarla escapar otra vez. Pero ¿sabes una cosa? ¡Ella se marchó antes de que pudiera hacer nada para retenerla a mi lado! —confesó, dejando libre a Paula al retirar uno de los brazos que la acorralaban junto a la pared.


—¿Por qué nunca me dijiste nada cuando volvimos a encontrarnos y te comportaste conmigo como un canalla? —protestó ella entonces, negándose a alejarse del hombre al que amaba.


—Porque heriste mi orgullo, porque había perdido todo mi brillante futuro por tu amor y, aun así, no te quedaste a mi lado. Y después de buscarte con desesperación durante todo un año y no hallarte, descubrí que, mientras que yo no podía dejar de pensar en ti, tú querías olvidarme. Me comporté como un canalla contigo para grabar mi nombre en tu cuerpo y que nunca pudieras olvidarme, pero a la mañana siguiente tampoco te quedaste a mi lado el tiempo suficiente como para escuchar todo lo que tenía que decirte. Simplemente, volviste a desaparecer… —Tras una pausa, Pedro continuó mientras se alejaba de Paula—: Ahora ya no me importa. Si quieres alejarte de mi lado, vete, porque ya no tengo nada más que decirte. ¡Pero, eso sí, por nada del mundo permitiré que te lleves a mi hijo! Quiero recuperar con él todos los momentos que he perdido y crear muchos nuevos para llenar ese vacío de seis años.


—Esta vez no pienso marcharme, Pedro —afirmó decididamente Paula, mirándolo con determinación.


—Eso habrá que verlo: huir de mí siempre se te ha dado muy bien —declaró él mientras intentaba alejarse de ella.


Pero Paula lo retuvo sujetándolo por el brazo.


—No voy a parar de cruzarme en tu camino hasta que me perdones…


—Eso no sucederá… —anunció él con decisión.


—Te quiero, Pedro… —confesó ella, dispuesta a todo con tal de que no se alejara de su lado.


—Pues con un amor como ése, definitivamente prefiero que me odies… —se burló Pedro irónicamente, tratando de deshacerse de las manos que lo retenían.


—¡Yo sé que tú aún me amas! —manifestó Paula, abrazándose a él con desesperación y besando con ternura los labios del hombre al que intentaba recuperar.


—Paula, no estoy de humor para jugar contigo. Hoy no me portaría bien y tan sólo sería un auténtico canalla —dijo Pedro, apartándola de él lo suficiente como para que se enfrentara a su fría mirada.


—Ésa es una parte de ti a la que ya estoy acostumbrada —señaló ella, volviendo a atraerlo hacia sus brazos y sellando sus protestas con un nuevo beso al que esta vez él no tardó en responder.


Pedro se dejó llevar por la pasión, la ira, el deseo, el enfado y el dolor… Se dejó envolver por cada uno de sus confusos sentimientos y contestó a los dulces besos de Paula con una brusquedad arrolladora que ella no rechazó. Se adentró en su boca, reclamando su sabor, y mordió sus labios como castigo por haberlo tentado. Empujó a Paula hacia la pared más cercana y la acorraló entre la prisión de sus brazos mientras su boca seguía un tentador camino, descendiendo por su cuello hacia el resto de su cuerpo.


Cuando ella intentó acariciarlo, Pedro apartó sus manos y, cogiéndolas con una de las suyas, las alzó por encima de la cabeza de Paula, negándose a caer en una más de sus mentiras. 


Ella lo miró, dolida por su rechazo, y él le indico con la mirada que ya le había advertido con sus palabras de cómo sería esa noche.


Los besos de Pedro continuaron descendiendo por su cuerpo sin piedad alguna. La blusa de Paula fue abierta con brusquedad por una de sus rudas manos, que simplemente dio un furioso tirón a la molesta prenda, haciendo que ésta se desprendiera de todos sus botones. El sujetador de encaje negro fue abierto más lentamente, con un solo y simple clic de su cierre delantero. Cuando los senos de Paula quedaron expuestos a la ávida mirada de Pedro, éste no tardó mucho en probarlos.


Su mano jugó con uno de los enhiestos pezones, pellizcándolo, acariciándolo y elevándolo hacia su boca, donde su pecaminosa lengua y sus dientes seguían con la tortura. Cuando Pedro abandonó el sensible seno de Paula, le dedicó al otro el mismo placer, y en el instante en que su cuerpo se estremecía, los soltó para soplar levemente su aliento sobre cada uno de ellos, haciendo que temblara llena de impaciencia.


La boca de él se hundió entre los suaves senos de Paula para no dejar de torturarlos, mientras su mano descendía por el cuerpo femenino dedicándole leves caricias a su sonrojada piel. 


Ante el obstáculo de la ropa que le quedaba, Pedro le alzó la falda hasta la cintura, dejando expuesta su delicada ropa interior, tras lo que se dedicó a jugar con ella. Le brindó ligeras caricias por encima del tanga, en las que sus dedos apenas rozaban la parte más sensible de su feminidad. Y, guiándose por el sonido de los gemidos de Paula, la torturó tirando de su tanga para que solamente la prenda rozara su ardiente cuerpo, haciéndola delirar de placer, hasta que ella misma comenzó a mover las caderas en busca de esas caricias.


Pedro no cesó en su tortura: con un brusco tirón, se deshizo de la molesta prenda, rompiéndola, y no tardó en hacer gritar a Paula cuando hundió un dedo en su húmedo interior. 


Mientras su mano marcaba el ritmo del placer, otro dedo rozaba su clítoris para hacerla enloquecer ante la promesa del éxtasis.


Embriagada, Paula quiso tocarlo nuevamente y unirlo a ella, demostrándole con sus caricias cuánto lo amaba. Trató de deshacerse de su agarre, pero él la castigó con su fría mirada. 


Negándose a soltarla, Pedro tan sólo le abrió la camisa y se desabrochó los pantalones antes de enlazar una de las piernas de Paula en su cuerpo y adentrarse en ella de una ruda y fuerte embestida que la hizo gritar, tanto de placer como de dolor.


Pedro siguió inundando su cuerpo con su erguido miembro, negándose a mirarla a los ojos, intentando buscar su propio placer e ignorar el de ella. Con cada acometida, el corazón de Paula se entristecía un poco más, y cuando su rostro comenzó a mostrar el dolor que sentía por esa violenta unión sin sentimientos, los ojos de Pedro al fin la miraron, su mano soltó su agarre y llevó las manos de ella hacia su corazón, que no dejaba de latir acelerado mostrando cada uno de los sentimientos que Pedro se negaba a exteriorizar.


Luego, las manos de él acogieron su cuerpo haciendo que Paula enredara las piernas alrededor de su cintura, y mientras Pedro marcaba un ritmo más lento y seductor, sus besos limpiaron las lágrimas que nunca podría soportar ver en el rostro de aquella mujer.


Paula volvió a excitarse rápidamente ante el placer de cada una de sus caricias, y siguió el ritmo de sus embestidas con el movimiento de sus caderas. Muy pronto, los dos se encontraron cerca del éxtasis, y cuando Pedro aumentó el ritmo de sus embates, ambos llegaron juntos a la cúspide del placer gritando cada uno de ellos el nombre del otro. Tras esa muestra de desbordante pasión, Paula se resistió a dejarlo marchar, y agarrando a Pedro más fuertemente junto a su cuerpo, lo miró, decidida a pasar toda la noche con él demostrándole cuánto lo amaba.


—Esta vez no voy a dejarte —le susurró al oído.


Pedro simplemente negó con la cabeza y, resignado a que no lo dejara marchar, la llevó a su cama para intentar demostrarle con su cuerpo cuánto la había querido una vez.


De nada sirvió que ambos se aferraran a una única noche, ya que a la mañana siguiente todo siguió igual. Y, antes de que Pedro se alejara hacia su trabajo dejando a una desnuda y medio adormilada mujer en su cama, declaró en su oído:
—Aún no puedo perdonarte…





CAPITULO 94





Pedro, en estos momentos no creo que pueda hablar contigo: estoy muy ocupada — respondió Paula al esquivo hombre que hacía su llamada justo en el momento más inoportuno—. Tranquila, Eliana, no te muevas —dijo tratando de calmar a su amiga, a la que había hallado tirada en el suelo después de una caída y que ahora se encontraba de parto.


—Menos mal que Helena está con sus abuelos en este momento, pero ¡¿dónde mierdas está Alan?! —gritó Eliana, furiosa y un poco asustada por la situación.


—¡Pedro, te necesito! —pidió Paula al teléfono, esperanzada.


Pero nadie contestó a su petición de auxilio, así que rápidamente contactó con una ambulancia y volvió a intentar serenar a Eliana.


—No te preocupes: el niño estará bien. Después de todo, salías de cuentas dentro de unos días. La caída solamente ha adelantado un poco las cosas. Todo irá bien.


—¡Llevo horas en el suelo de mi habitación, con las contracciones no he podido levantarme por el dolor, y quiero a mi marido aquí! —se quejó Eliana como la niña mimada que siempre había sido—. ¿Por qué los hombres nunca están cuando los necesitas?


—No lo sé —le contestó Paula, recordando lo sola que se había sentido el día que había traído a Nicolas a este mundo, únicamente porque Pedro no estaba a su lado—. Tal
vez esperamos demasiado de ellos creyendo que siempre vendrán a salvarnos y… 


Y, una vez más, Pedro se convirtió en el hombre con el que un día Paula soñó al entrar precipitadamente con su maletín de médico en casa de su hermana.


—Pero ¿qué demonios haces en el suelo, Eliana? —preguntó él tras dejar el maletín a su lado sin dejar de examinarla preocupado.


—¿Haciendo flexiones? ¿A ti qué te parece, idiota? ¡Estoy de parto! —chilló Eliana ante una nueva contracción.


—¡La ambulancia ya viene hacia aquí! —exclamó Paula, mirando seriamente  a Pedro porque ambos sabían que no sería lo suficientemente rápida y que ese niño estaría allí antes de que la ambulancia hiciera su aparición.


—¿Y Alan? —repitió Eliana ante una nueva y dolorosa contracción.


—Lo he llamado mientras salía de mi casa, así que, conociéndolo, llegará antes que la ambulancia —anunció Pedro a su hermana, tranquilizando un poco sus nervios ante la mención del loco de su marido.


Paula preparó disimuladamente lo que seguramente Pedro necesitaría para atender el parto de Eliana mientras éste la distraía recordando viejas anécdotas de la niñez.


—¿Qué estáis haciendo? —preguntó la suspicaz Eliana tras ver las miradas de complicidad de aquellos dos.


—Eliana, el niño va a salir ya. No va a esperar a la ambulancia.


—Pero ¿y Alan?


—Aparecerá de un momento a otro por esa puerta, y probablemente más nervioso y asustado que tú —ironizó Pedro, haciendo reír a su hermana—. Todavía recuerdo cómo persiguió a la enfermera por los pasillos del paritorio para asegurarse de que trataba adecuadamente a Helena y de que no se la cambiaban por otro bebé.


—Sí, todos nos sentimos muy aliviados cuando salimos del hospital. Pero creo que las enfermeras más que yo —bromeó Eliana entre dientes a causa del espantoso dolor—. ¿Cómo fue tu parto, Paula? —le preguntó a su amiga, que apretaba fuertemente su mano y le secaba el sudor para distraerse un poco ante una nueva contracción.


—Fue en una vieja casa, yo sola, con mis cuatro hermanos, las líneas telefónicas estaban cortadas, la carretera casi incomunicada, y el único médico se había marchado a hacer una visita. Es innecesario decir que cuando llegó ya todo había terminado. Mis hermanos no sirvieron de mucha ayuda, pero Pedro es muy buen médico y sabe lo que hace. Gracias a Dios, no estarás tan aterrada como yo lo estuve en aquellos momentos.


—Tal vez si hubieras hablado con el padre no te habrías sentido así —le echó en cara Pedro, recriminando a Paula con la mirada el secreto del que nunca habían hablado.


—Ese día hablé con él por el móvil, pero como siempre que nos encontrábamos, nuestra charla estuvo llena de malentendidos —confesó ella, haciéndole ver que el último día que había hablado por teléfono con ella había perdido algo más que su simple orgullo.


No tuvieron tiempo de aclarar lo ocurrido ni de profundizar en los secretos que habían quedado al descubierto entre ambos, pues los gritos de Eliana no tardaron en aumentar de volumen, al igual que la frecuencia de sus contracciones. Y, antes de lo esperado, el pequeño Ruben Taylor estuvo en manos de su querido tío, quien lo acogió entre sus brazos con una grata sonrisa.


Por supuesto, Alan apareció justo cuando su hijo daba sus primeros berridos y no tardó mucho en arrebatárselo a su cuñado, besando orgullosamente a su esposa por el regalo que le había hecho ese día al traer a tan precioso niño a este mundo.


Pedro miraba la tierna escena un poco apartado, y su corazón se encogió al darse cuenta por primera vez de todo lo que se había perdido.


—Paula, no sé si podré perdonarte alguna vez que me negases disfrutar de este momento con mi hijo —susurró Pedro junto a ella, haciéndole saber que al fin conocía la verdad que tanto tiempo le había ocultado.


Y, después de que llegara la ambulancia, Pedro simplemente se alejó de la mujer que amaba y de la que neciamente pensaba que ya no podría hacerle más daño. 


Pero se había equivocado: ese día había terminado de romperle el corazón.



CAPITULO 93





Ahora que no quería ver a Paula, ésta se cruzaba constantemente en mi camino. En mi trabajo, consiguiendo un empleo muy cerca de mí. En casa de mis padres, cuando iba a dejar a Nicolas. En la casa de mi hermana, cuando decidía pasar un rato junto a su amiga.


Ahora que había dejado de perseguirla, ella parecía decidida a quedarse a mi lado.


Pero yo estaba todavía más decidido a ignorarla por todo el daño que me había causado, y a no hacerme más falsas ilusiones con nuestra historia de amor.


Ignoraba a Paula allá donde nos encontrásemos y simplemente hacía como si no existiera. A pesar de todo, ella siempre se acercaba a mí para intentar hablarme. 


Tal vez para arreglar las cosas o para seguir su camino tras conseguir mi perdón. No lo sabía, pero fuera lo que fuese lo que esa mujer tuviera que decirme, yo me negaba a escucharlo. Cuando coincidíamos en los pasillos de la consulta, apenas la dejaba hablar antes de alejarme, y ella siempre decía lo mismo, pero yo no le permitía ni terminar, porque sus mentiras ya no me interesaban.


Pedro, tenemos que…


—¿Hablar? Paula, en estos momentos no quiero escuchar nada de lo que tengas que decirme.


—Pero es importante, yo…


—No quiero escucharte. Además, creo que todo lo que tenías que decirme ya me lo dejaste bastante claro en la última carta que me escribiste.


—¡Sí, es cierto! Al principio vine con esa estúpida idea en la cabeza, pero luego todo cambió, y…


—No me interesa tu historia, Paula… Te apuesto algo a que ya sé el final: el único estúpido en todo esto soy yo. Y estoy harto de hacer el imbécil contigo.


A continuación, tras dejarle claros mis sentimientos, me alejé de ella. Ya había tenido bastante de esa necia historia de amor y, definitivamente, ése era el final para nosotros porque yo ya no correría a su lado, ya no la esperaría, ya no iría neciamente tras una mujer a la que debería haber dejado de amar hacía años.



Finalmente, tras un tedioso día de trabajo, llegué a mi casa para darme cuenta de que mi madre y su reprobadora mirada me estaban esperando. 


Me pregunté qué habría hecho en esa ocasión, y si ella, como todos, intentaría meterse en mi vida y aconsejarme acerca de lo que debía hacer en esos momentos.


—Mamá, ¿qué haces aquí? —pregunté mientras observaba con curiosidad la vieja y polvorienta caja que ella había depositado sobre la mesa de la cocina.


—He estado limpiando el trastero y pensé que ya era hora de deshacerme de algunas cosas que había en él. Aquí te traigo algunos de tus viejos trofeos y otros recuerdos.


—¿Por qué no los has tirado simplemente? —pregunté con despreocupación, sin querer mancharme las manos con el polvo de aquella vieja caja.


—Porque creo que antes de desechar algo para siempre debes echarle un último vistazo. Puede que alguna de las cosas que hay en esa caja llegue a sorprenderte — respondió mi madre, sonriéndome como si esas viejas reliquias ocultaran un secreto que yo tenía que averiguar.


Y fue entonces cuando supe que sus palabras sin duda guardaban un doble significado, y como en ocasiones hacía mi madre desde que yo era adulto, no me decía el camino que debía seguir, sino que simplemente me lo insinuaba.


Los trofeos que saqué del interior de la caja me hicieron sonreír al recordar todos los premios que tan orgullosamente había ganado, tanto en los deportes como en las asignaturas del instituto, pues mi intelecto era superior al de mis cuestionables compañeros. Luego fui observando algunas fotos antiguas donde mi hermano Daniel, Alan y yo sonreíamos. Apenas recordaba cómo era yo de pequeño, y cuando fui desempolvándolas descubrí que esa imagen me recordaba a otra que había visto recientemente junto a mí… 


Pero no…, ¡no podía ser!


Dudé de lo que mi mente me gritaba hasta que vi una foto actual, tomada hacía tan sólo unos días, mezclada con las de mi pasado. Mudo por el asombro, se la mostré a mi madre preguntándome si ella había sabido en todo momento la verdad que en esos instantes se me revelaba.


—¡Ah, perdona, hijo! Ésa es una foto de Nicolas con Paula y Roan, el niño de nuestro vecino. No sé cómo han podido mezclarse con las tuyas —dijo falsamente, y entonces no tuve que preguntarle nada y supe que ella fue la primera en darse cuenta de lo idiota que yo había sido hasta ese momento.


—Mamá, no cabe duda de que tienes un hijo muy estúpido —murmuré irónicamente, soltando las fotos sobre la mesa.



—Sí, ya lo sé —declaró ella con resignación.


—¿Y no te preocupa que no sea el hijo perfecto que tanto buscabas?


Pedro, puedo quererte con locura, pero nunca mentiría de ese modo sobre ti: tú distas mucho de ser perfecto y yo nunca deseé un hijo así. Simplemente, a lo largo de los años, quise siempre que dieras lo mejor de ti. La meta de la perfección, al igual que hizo tu hermana, fuiste tú mismo quien se la impuso.


—Creo que soy más idiota de lo que suponía —afirmé pensando en cuántas veces había ocultado mi maliciosa personalidad bajo una fría sonrisa sólo para aparentar ser el niño bueno que todos esperaban que fuera.


—¡Oh, Pedro! Todos los hombres hacen el idiota en más de una ocasión. Lo ideal es saber cuándo dejar de hacerlo —opinó mi madre, poniendo juntas mi foto y la de Nicolas, haciendo que me diera cuenta de que no había error alguno en mis cavilaciones: definitivamente, ese niño era mi hijo.


Después de revelarme la impactante noticia, mi madre se marchó y yo marqué un número de teléfono que, a pesar de intentarlo desde hacía seis años, nunca había podido olvidar.


—Finalmente lo has conseguido, Paula: tenemos que hablar —mascullé furiosamente a la mujer que siempre lograba hacerme sufrir, preguntándome cuántas cosas más me habría ocultado a lo largo de esos seis años que a mí llegaron a parecerme eternos.