lunes, 14 de mayo de 2018
CAPITULO 32
Tardé casi un año entero en pasar página otra vez y olvidar al hombre que había roto mi corazón. Mis hermanos me ayudaron mucho concediéndome su apoyo, y aunque no sabían qué me había ocurrido, siempre estaban ahí. Yo nunca llegué a hablarles de mi encuentro con Pedro, ya que, aunque éste había sido un canalla conmigo, no mencionaría su nombre ante mis familiares porque ellos eran demasiado protectores conmigo y quién sabía lo que podría pasar si esos irascibles hermanos míos y ese malicioso hombre llegaban a enfrentarse.
La enorme y bulliciosa ciudad de Nueva York fue el nuevo lugar al que decidimos mudarnos en esa ocasión, y mi nuevo trabajo como enfermera del área infantil en un pequeño hospital pronto me permitió dejar de lado ese período de mi vida en el que finalmente había conocido al verdadero Pedro Alfonso.
A pesar de saber que Pedro era todo un canalla al que yo nunca le importaría, mi dolorido corazón todavía se aceleraba cuando oía su nombre. Pero ¿cómo podía decirle a mi querida amiga de la adolescencia, Eliana, que no hablase de su hermano en mi presencia cuando ella no sabía nada de mi historia con él? Cada vez que iba a visitarla a la galería de arte en la que trabajaba en Nueva York, Eliana no podía evitar hablar de Alan Taylor y, cómo no, en las conversaciones donde recordaba las fastidiosas trastadas que él le hacía, siempre salían a relucir los hermanos de Eliana, los eternos compañeros de fatigas de ese salvaje que siempre atormentaba a mi amiga haciendo que, de un momento a otro, pasara de ser una perfecta damita a convertirse en una mujer en absoluto racional.
En más de una ocasión me sentí tentada de hacerle ver que ella estaba locamente enamorada de ese sujeto al que decía odiar, pero como mi propia vida sentimental era un desastre, nunca me creí capacitada para aconsejar sobre la vida amorosa de nadie.
Por las interminables charlas de Eliana, en las que despotricaba sobre cómo se vengaría de Alan cuando volviera a verlo en el momento en el que su trabajo finalizara y regresara a Whiterlande, supe que su hermano Pedro aún estaba soltero, que había terminado de realizar sus prácticas en una humilde clínica de allí y que se estaba especializando en medicina familiar para convertirse en un modesto doctor en ese pequeño pueblo.
Me pregunté qué habría ocurrido con el cargo de director del Hospital General de Massachusetts que tanto codiciaba y con esa relación que mantenía con la mujer perfectamente adecuada para conseguirlo, pero no me atreví a hablar nunca de ello con Eliana para no dejarle entrever lo que sentía por su hermano.
Supuse que, después de mi estúpido y atrevido acto de dejar su ropa interior colgada en el tablón de objetos perdidos del hospital, alguien habría especulado sobre nuestra relación y dado al traste con la escrupulosamente planeada vida de Pedro, y aunque en mi opinión se merecía eso y mucho más por haberme engañado, no pude evitar entristecerme al pensar que yo había truncado la prometedora carrera profesional de un médico tan capaz como era él por mi reacción ante algo que era evidente desde el principio: que, para Pedro, yo sólo había sido un mero entretenimiento al tiempo que seguía planificando su brillante futuro.
Mientras mi amiga me animaba a salir con ella y un par de compañeras a uno de los escandalosos bares nocturnos de la ciudad, pensé que ya era hora de dejar atrás mis sueños infantiles por un hombre que nunca sería como yo había fantaseado durante mi ilusa adolescencia, y ese mismo día decidí que era momento de poner fin a mis esperanzas y fantasías acerca de un príncipe que nunca existiría, simplemente porque ese hombre había sido el villano desde el principio, aunque mi herido corazón aún se resistía a admitir esta verdad que mi cerebro ya había asimilado desde hacía tiempo.
CAPITULO 31
Finalmente, algo cansado y un tanto apaleado, me derrumbé en uno de los duros bancos del jardín en la zona trasera del hospital. Los puños de aquellos hombres no habían cambiado, y había que admitir que se habían contenido.
Aunque la verdad era que, en esas condiciones, yo para ellos había sido más bien un saco de boxeo que un rival. Con su presencia allí, deduje que la familia de Paula se mudaría pronto a otro
recóndito y desconocido lugar donde yo nunca podría dar con ella, y que Paula se alejaría de mí sin dar una oportunidad a mis palabras e ignorando que la amaba de verdad.
Pensé en todo lo que había perdido desde que Paula había vuelto a cruzarse en mi camino y en mi planificado futuro, y solamente pude reírme irónicamente de mí mismo mientras enumeraba las razones por las que mi vida a partir de ese momento era un desastre:
—Ya no tengo trabajo, mi ascenso ha volado y pensar en dirigir un lugar como éste solamente forma parte de un sueño imposible. Tendré suerte si alguna cochambrosa clínica quiere que haga las prácticas en ella tras los rumores que harán correr sobre mí los Campbell… ¡Y pensar que, de todas las desgracias que penden sobre mi cabeza, lo único que me importa es haberte perdido, Paula! —me lamenté, resignado una vez más a haberla perdido y a que nada de lo que hiciera serviría para volver a encontrarla hasta que el destino se dignara a volver a cruzar nuestros caminos, o a que ella quisiera escuchar mis palabras, algo que indudablemente no sucedería en mucho, mucho tiempo…
CAPITULO 30
Había pasado una semana desde que le habían dado el alta precipitadamente en el hospital y, aunque todavía tuviera la pierna escayolada y no debiera desplazarse demasiado con las muletas, Pedro no podía evitar volver una y otra vez al mismo lugar esperando neciamente encontrarse de nuevo con Paula para poder explicarle la decena de malentendidos que los rodeaban y que ella al fin conociera sus sentimientos.
Como los Campbell habían vetado su entrada a las instalaciones, Pedro se paseaba por el lugar con la esperanza de encontrarse con ella cuando fuese a recoger la carta de recomendación que él había solicitado al doctor Durban que le entregase a la chica por
su arduo trabajo. Pero los días transcurrían sin que volviera a ver a esa mujer, y él se desesperaba con cada momento que pasaba en el que no tenía noticias de Paula y ella no tenía conocimiento de cuán dolido estaba su corazón.
Y, para mayor preocupación, Pedro se preguntaba si ella lo perdonaría cuando volvieran a verse por no haberle comentado nunca que, cuando habían vuelto a encontrarse, él ya tenía planificado su futuro al margen de lo que un día había decidido su corazón: que éste pertenecía a Paula. Eso era algo que, al parecer, nunca llegaría a saber su querida pelirroja, especialmente porque nunca se quedaba mucho tiempo a su lado como para escuchar lo que tenía que decirle.
Mientras paseaba por la entrada trasera que daba a los jardines, Pedro vislumbró una melena cobriza que salía apresuradamente del hospital. Intentó seguirla, pero ella se hallaba demasiado lejos y él era demasiado lento con su pierna escayolada y sus muletas, así que gritó el nombre de la mujer que siempre conseguía volverlo loco, ya fuera en sus sueños o en la realidad.
—¡Paula! ¡Paula! ¡Paula Chaves! —llamó desesperadamente Pedro.
Pero por desgracia, se topó con los Chaves que él no deseaba volver a ver.
—Tú no aprendes, ¿verdad? —preguntó Alan, el más intimidante de los agresivos pelirrojos.
—¡Y mira que han pasado años…! —señaló burlonamente Jeremias, uno de sus antiguos compañeros de clase.
—Para mí que a este tipo le gusta que le zurremos… —declaró Julian, uno de los gemelos, crujiendo sus puños con ganas de entrar en acción.
—Debe de ser eso, porque siempre hace llorar a nuestra hermana. Y, al parecer, aún no ha aprendido a mantenerse alejado de ella… —apuntó el segundo de los gemelos, Julio, haciendo que Pedro se percatase de que, a pesar del tiempo que había transcurrido, ellos estaban dispuestos a volver atrás y hacerle saber con sus golpes por qué motivo, según ellos, él nunca sería merecedor de Paula.
Una vez más, Pedro no se olvidó de las retadoras palabras que siempre soltaba cuando alguien intentaba hacer que se alejara de la mujer que amaba.
—A mí lo único que me gusta es Paula…
—¿Es que no aprendes? —insistió Alan con una airada mirada mientras sonreía satisfecho de poder darle una lección al hombre que nuevamente había dañado el tierno corazón de su hermana.
—¿En serio vais a golpear a un hombre con muletas? —preguntó Pedro, haciendo evidente el lamentable estado en el que se encontraba y lo ridículo de esa situación, en la que los Chaves todavía no habían aprendido a hacer valer sus palabras, a no ser que fueran acompañadas de sus dolorosos golpes.
—Tienes razón. Que no se diga que somos hombres irracionales: ¡tienes veinte segundos de ventaja! —anunció alegremente Jeremias, burlándose del hombre que para ellos nunca tendría perdón, ya que había hecho llorar a Paula, algo que ellos siempre sabrían por más que ella intentara ocultarlo.
—¿En serio? —inquirió Pedro antes de emprender una precaria carrera con las muletas que lo alejara de esos maníacos, ya que, sin apenas esperar a que Jeremias terminara de hablar, comenzaron a contar… y, para su desgracia, esos pelirrojos siempre hacían trampas.
—Uno, dos, tres, cinco, diez… ¡y veinte! ¡Allá vamos!
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