jueves, 17 de mayo de 2018
CAPITULO 43
—¡Vamos a ver si me entero! —manifestó un tanto enfadado un impertinente niño de seis años mientras colocaba altivamente en su lugar sus gafas con un dedo y fulminaba a sus adorados tíos con una de sus miradas.
»Según vosotros, mi padre es un hombre «impertinente, bravucón, cargante, fastidioso, engañoso, malicioso, tan molesto como un grano en el trasero… —leyó Nicolas, dirigiendo una mirada enfadada a su tío Alan por haber hecho tan vergonzosa descripción—, … y alguien al que nunca debo parecerme porque sólo hace llorar a las mujeres, en especial, a mamá». ¡Bien! Y ahora, ¿podríais decirme por qué mi madre se enamoró de alguien como él? —interrogó impasiblemente a sus tíos, haciendo que éstos se pusieran bastante nerviosos sin saber en verdad qué contestación dar al curioso mocoso que cada día que pasaba se parecía más a su padre.
—Creo que era guapo —declaró Julio y, tras ver cómo Nicolas asentía después de recibir su respuesta y anotaba algo en su libreta, suspiró aliviado porque su contestación hubiera tranquilizado finalmente la curiosidad de su sobrino.
—Vale, es guapo. ¿Y listo? ¿Mi padre es inteligente? —preguntó Nicolas, señalando a otro de sus tíos con su lápiz para que contestara a sus inquietantes preguntas.
—En el instituto siempre sacaba las mejores notas —confirmó Jeremias, librando a Julian de su inclemente sobrino.
—Pero siempre hacía llorar a tu madre —añadió Alan, lo que hizo que Nicolas dudara por unos instantes qué poner en su lista.
—Bueno, pondré un interrogante junto a lo de la inteligencia. ¿Sabéis que esto sería más fácil para todos si me dijerais algo que valiera la pena? Como, por ejemplo, su nombre… —dejó caer el pequeño, intentando intimidar a sus adorados tíos con su mirada.
—Si hiciéramos eso, tu madre no nos perdonaría en la vida —repuso Jeremias, revolviendo el pelo de ese curioso diablillo que cada vez le recordaba más a un impertinente y malicioso personaje que siempre les había hecho frente.
—No te enfades, Nicolas: te diré algo nuevo para tu investigación —intervino orgullosamente Julio, atrayendo la atención de su sobrino—. Según tu madre, tu padre es un príncipe canalla.
—Tío Julio, eso no es algo nuevo. Es lo único que mamá me dice cuando le pregunto por él —manifestó el chiquillo, colocándose nuevamente las gafas en su lugar. Luego recogió su libreta y se alejó de sus tíos, no sin antes informarlos—: Ahora me voy a hacer los deberes. Avisadme cuando llegue mamá, por favor.
—En serio, ese niño se parece cada vez más a su puñetero padre —declaró en voz alta Julio en cuanto se aseguró de que la naricilla curiosa de su sobrino se hallaba lejos. Y, tras decir esto, se desplomó en el confortable sofá del salón.
—¡No me jodas! Si en ocasiones creo que estoy hablando con una pequeña copia de ese idiota, no es normal que un crío de seis años se exprese así —dijo Julian, sentándose junto a su gemelo, aún inquieto por el interrogatorio del mocoso.
—Y esa sonrisa maliciosa que pone a veces… ¡Es idéntica a la de su padre! — señaló Julio, recordando a ese molesto sujeto que ningún Chaves había podido olvidar.
—Definitivamente, es la que nos ponía su padre cada vez que declaraba que Paula era suya después de que le diéramos una paliza —rememoró Alan, frunciendo el ceño al recordar la insolencia de ese individuo.
—¿Creéis que aún la estará esperando? —preguntó Jeremias, algo arrepentido de no haberle entregado nunca el mensaje de Pedro a su hermana.
—No creo que sea tan idiota… Además, ese hombre no le convenía a Paula: recuerda que siempre la hacía llorar.
—Sí, pero también dijo que la amaba —apuntó Jeremias.
—Lo que hicimos no puede remediarse, y volver atrás solamente conseguirá que Paula sea infeliz, así que es mejor dejar las cosas como están —opinó empecinadamente Alan, negándose a reconocer un posible error y mirando retadoramente a su hermano menor, advirtiéndole de que no se atreviera a contradecir sus palabras.
—Bueno, ¿y qué me decís de ese gesto impertinente que pone Nicolas cuando se cree superior y más listo que nosotros? —comentó jovialmente Julian, tratando de aliviar así el caldeado ambiente.
—No se lo cree… Es que es más listo que nosotros —replicó Jeremias tras abrir de golpe la puerta del salón y mostrar al curioso niño y su inseparable libreta de investigación.
Al ver el enfurecido rostro que mostraba Nicolas, ninguno de ellos tuvo dudas de que el pequeño había escuchado toda la conversación, y si bien no había podido recopilar mucha información para sus pesquisas, al fin había comprendido que una de las razones por las que sus padres no estaban juntos era por culpa de sus tíos.
CAPITULO 42
Seis años más tarde
En un caro restaurante, en medio de un romántico ambiente adornado con tenues velas y acompañado de un majestuoso piano, miraba un tanto soñolienta cómo mi pareja, un hombre cálido, sincero y de fiar con quien llevaba saliendo dos años, me observaba emocionado mientras me relataba su largo día en el «trepidante» mundo de las finanzas.
Me sentí tentada de bostezar, y en más de una ocasión por poco no caí desmayada encima de mi comida, pero eso era algo que con el tiempo había conseguido disimular con una enorme y falsa sonrisa.
Él continuó con su incesante perorata mientras yo, como siempre que me aburría, comenzaba a divagar en mi mente. En este caso me entretuve en repasar las cosas que tendría que hacer cuando llegara a casa: lo primero, poner una lavadora. Luego, cambiar las sábanas de las camas, repasar los deberes de Nicolas, ordenar la pequeña montaña de calcetines sueltos que iba acumulando por falta de ganas de emparejarlos en su momento… Mientras rememoraba mi interminable lista de tareas, me pregunté a mí misma por qué cada vez que salía con Octavio mi corazón no se aceleraba, mis sentidos no se agitaban y no notaba ese típico cosquilleo en el estómago producto del nerviosismo, la ansiedad o el deseo de pasar tiempo con la persona amada, sino que lo único que experimentaba era una gran somnolencia.
Tal vez fuera el cansancio de mi ajetreada vida como madre soltera, el trabajo, mi hijo, mis molestos hermanos, que cada dos por tres estaban en mi casa incordiando…
Pero ninguna de las excusas que le puse a mi privilegiada mente terminó de convencerme del motivo por el cual no sentía nada cuando estaba cerca de ese hombre.
Examiné mentalmente nuestra historia de amor, dándome cuenta de que era de lo más simple y sosa. Aunque, tal vez, después del fracaso con Pedro, Octavio era lo que necesitaba mi maltratado corazón. Tropecé con él un día en el lugar donde yo solía almorzar y, desde ese momento, todos los días comimos juntos.
Después de un tiempo, comenzamos a salir como amigos, íbamos a un viejo cine a ver películas antiguas en blanco y negro de las que a él le gustaban, a los rastrillos a buscar monedas antiguas y al parque a dar de comer a los patos…
¡Dios! ¡Con treinta años éramos un par de viejos! No, rectifico: los viejos se divertían más que yo, prueba fehaciente de ello era la postal que mi abuela me había mandado desde Hawái en su último viaje con sus amigas. Como consecuencia de eso, reflexioné seriamente hacia dónde me llevaba esa relación, y quise huir antes de que Octavio comenzara a hablar nuevamente de sus cifras y sus acciones. Pero, de repente, él pareció percibir mi agobio y se comportó como un perfecto caballero, disculpándose a su manera por hablar de trabajo y cambiando de tema. Y, como siempre, yo no pude dejarlo solo o decirle adiós como tal vez debería haber hecho hacía tiempo.
—¿Te aburro? Es comprensible, todo esto es demasiado difícil para ti, lo siento, cariño —dijo mientras cogía amablemente una de mis manos.
En ese momento quise decirle que mi cociente intelectual era muy superior al suyo, y que la mitad de las veces que me hablaba de sus cálculos, éstos estaban mal. Pero, tras ver su bondadoso gesto, decidí que lo mejor era no pagar mi mal genio con la persona equivocada.
Octavio no era un hombre muy fuerte, era de frágil presencia, pero también bastante atractivo con su rostro angelical, unos afables ojos verdes y un bonito pelo castaño. Un hombre que siempre tenía palabras amables para mí, y lo más importante: siempre se podía confiar en él y nunca hacía nada impredecible. O eso, al menos, era lo que yo pensaba, hasta que cogió mi mano entre las suyas y atacó nuevamente ese tema de conversación que yo había intentado evitar hasta la fecha.
—Creo que, después de estos dos años, querida Paula, es el momento de…
—¿De pedir el postre? —sugerí mientras llamaba al camarero.
Pero Octavio me ignoró y siguió a lo suyo.
—… es el momento de que hablemos de hacia dónde nos lleva nuestra relación y…
—¡Uf, qué tarde! Seguro que Nicolas me está esperando impaciente, y no se acuesta hasta que yo llegue, así que mejor me…
Pero Octavio, con gran insistencia, se negó a dejarme marchar, aunque yo ya estaba de pie e intentaba recuperar mi mano. Cuando lo hice, fue demasiado tarde.
—Paula Chaves, ¿quieres hacerme el honor de convertirme en el hombre más feliz del mundo aceptando casarte conmigo? —pidió Octavio en voz muy alta, colocando un enorme anillo de compromiso en mi dedo anular.
Un violinista del restaurante se nos acercó tocando una armoniosa melodía. El camarero que nos atendía trajo un exclusivo champán provisto de dos copas, más caras incluso que la propia bebida, y todos los comensales empezaron a mirar hacia nosotros a la espera de mi respuesta, que en esos momentos se hacía de rogar. Pero ¿qué narices debe una contestar al hombre con el que ha estado saliendo durante dos años y que se ha comportado siempre como todo un caballero mientras decenas de personas observan atentamente sin perder ni un detalle de la hermosa pedida de mano?
—Esto…, pues… ¿Sí…?
Y, a continuación, mientras todos lo festejaban y ya no tenían sus ojos puestos en mí, me excusé diciendo que iba al baño, para salir luego corriendo del restaurante sin tener claro del todo lo que significaba la respuesta que había dado.
CAPITULO 41
—¿De quién era el mensaje, Alan? —preguntó despreocupadamente Paula desde la cama donde amamantaba a su hijo.
—De nadie importante… Sólo era publicidad barata —contestó despectivamente el mayor de los Chaves, dispuesto a proteger a su hermana de un hombre que nunca la merecería.
—¿Estás seguro? —interrogó Jeremias a su hermano mayor alzando una de sus cejas, ya que él había escuchado también el mensaje que ese loco enamorado había dejado en el contestador de Paula.
—Sí… Además, ya lo he borrado —anunció Alan, dirigiéndoles una retadora mirada a sus hermanos con la que les advertía de las consecuencias de contradecir sus palabras.
—Bueno, si Alan lo dice, no creo que fuera un mensaje muy importante. Ahora lo primordial en mi vida es él —declaró amorosamente Paula mirando a su hijo, decidida a quererlo tanto como en una ocasión quiso a su padre, aunque para Pedro su amor hubiera sido un simple juego con el que entretenerse en su planificada vida.
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