sábado, 12 de mayo de 2018
CAPITULO 26
Todos en el Hospital General de Massachusetts contaban los días que quedaban para que el doctor Alfonso fuera dado de alta. Sobre todo cuando las disputas entre éste y su enfermera no hacían otra cosa más que perturbar la tranquila vida del resto de los pacientes.
Alguna empleada veterana había intentado aleccionar a la nueva trabajadora acerca de cómo debía realizar su trabajo más eficientemente, a lo que Paula siempre contestaba, encantada, cediendo a su paciente a las nuevas y afables manos que pretendían ayudarla. Pero el resultado era siempre el mismo: Pedro Alfonso era devuelto a los cuidados de Paula con la advertencia de que sus métodos eran, en definitiva, demasiado blandos para tratar con un hombre como él.
Como, a pesar de todo, Pedro era un prometedor médico al que todos admiraban y del que pensaban que se comportaba irracionalmente únicamente debido a su forzada inactividad, los altos cargos del hospital dejaban pasar sus molestas acciones, mientras que los demás empleados simplemente se desentendían de sus cuidados, dejándolo todo en manos de Paula, la amiga de infancia del caprichoso doctor Alfonso, una mujer que sin duda había demostrado en más de una ocasión que sabía cómo tratar al fastidioso médico. Así pues, ante su incapacidad para poder hacer algo, pacientes y empleados simplemente miraban desde lejos cómo se desarrollaba la batalla de estos dos titanes tras las puertas del hospital.
El único momento de paz en ese lugar era cuando Pedro recibía la visita de algún familiar que lo mantenía distraído por un rato. Aunque en ocasiones las conversaciones no fueran muy racionales, sobre todo cuando tres amigos de la infancia se juntaban para beber a escondidas unas cervezas en un lugar donde, definitivamente, el alcohol estaba totalmente prohibido.
—Bueno, ¿qué? ¿Les diste buen uso a mis regalos? —preguntó jovialmente Daniel a su
hermano mientras le pasaba una de las cervezas que había conseguido introducir a escondidas de la estricta mirada de Paula, quien últimamente no dejaba de perseguirlo y vigilarlo cada vez que iba a visitar a Pedro.
—¿Qué regalos? —intervino Alan mientras se acomodaba en uno de los sillones de la estancia para hablar con su gran amigo Pedro, ya que hacía tan sólo unos minutos había llegado a la ciudad únicamente para verlo.
—¿Qué cosas crees que puede llegar a traerme este impresentable a un hospital? En serio, pensé que meterías en esa bolsa unas cuantas mudas limpias y nada más, no material suficiente como para realizar una orgía.
—¿Qué quieres que te diga? Como siempre estás rodeado de esas pegajosas mujeres que te consideran un dios, pensé que lo mejor era ayudarte y, o te animaba a usar los condones, o las espantabas con ellos. Por mi parte, creo que cualquiera de las dos opciones habría servido para acabar con tu aburrimiento.
—Y la muñeca hinchable…, ¿a qué venía? —inquirió Pedro, bastante molesto con las locuras de su hermano, que en muchas ocasiones lo metían en algún que otro problema.
—¡Joder! ¡Pues por si entre tus adorables enfermeras no había ninguna pelirroja, que sé que son tus favoritas! Pero ya veo que me equivoqué… Alan, ¿a que no adivinas quién es la atractiva enfermera que atiende a nuestro Pedro? —preguntó risueñamente Daniel a su amigo, sabiendo que Pedro siempre había sentido debilidad por Paula Chaves, por más que se empeñara en negarlo.
—¿Quién? —quiso saber Alan, bastante interesado por la vida amorosa de su amigo, ya que la suya era un desastre en ese momento.
—¡Pues ni más ni menos que la pequeña Paula Chaves! —exclamó jovialmente Daniel, molestando cada vez más a su hermano mayor.
—¡No me digas que aquella chica tímida que siempre te perseguía es ahora esa despampanante enfermera! Sin duda te sentirás como un rey siendo cuidado por tan amorosas manos…
—No me puedo quejar… —declaró Pedro mientras veía cómo una curiosa naricilla pecosa asomaba por los alrededores para cotillear su conversación.
—Entonces ¿a qué venían todas esas lamentaciones que me soltabas por teléfono hace apenas un par de días? —se quejó Daniel, indignado por las fastidiosas llamadas a las que lo sometía su hermano día y noche hasta que se dignaba visitarlo.
—No…, digo que no me puedo quejar porque Paula me amordaza y me ata a la cama si me porto mal —aclaró Pedro con seriedad, sabiendo que su curiosa enfermera no tardaría en rebatir indignadamente cada una de sus palabras.
—¡Eso es mentira! ¡Yo no te amordazo! —exclamó ella, irrumpiendo súbitamente en la habitación con la bandeja de la cena—. Y, en cuanto a lo de atarte, solamente lo hice una vez… —declaró depositando violentamente la comida sobre la mesa más cercana mientras miraba con desaprobación las cervezas que aquellos hombres pretendían esconder ante su repentina llegada.
—¡Chsss! Cariño, no hables de nuestros perversos juegos de cama cuando tenemos visita… —dijo Pedro, divertido por el enfado de su irascible pelirroja.
—Eh… Nosotros mejor nos vamos… —anunció Alan, arrastrando a Daniel fuera de la habitación, a lo que éste se resistía, puesto que las cosas comenzaban a ponerse interesantes entre la extraña pareja.
—Te advierto desde ya que, si alguno de esos dos te ha vuelto a traer algún regalito tan original como el de esa muñeca inflable que tantos problemas me ha traído, pienso confiscártelo desde este mismo instante.
—No te preocupes, cielo, ya sé lo celosa que puedes llegar a ponerte, así que te prometo no meter en esta cama a otra mujer que no seas tú —apuntó ladinamente Pedro mientras recorría el cuerpo de su adorada pelirroja con una ávida mirada llena de deseo.
—Ya ves, tus palabras me dejan mucho más tranquila —ironizó Paula, ignorando las insinuantes palabras de Pedro al tiempo que le arrebataba la fría cerveza de las manos.
Mientras lo ayudaba a incorporarse para cenar, colocó el respaldo de la cama de su paciente en una posición adecuada, y en el instante en el que mullía sus almohadas, descubrió un escondite secreto detrás de alguna de ellas. Un lugar donde el inmaduro doctor Alfonso se había atrevido a ocultar alguna que otra golosina que le permitía a Paula comprender por qué éste no se había quejado últimamente ante las duras medidas que ella tomaba hacia su rebelde comportamiento.
—¡¿Qué es esto?! —exclamó acusadoramente Paula, mostrándole una insana bolsa de patatas fritas y otra llena de chocolatinas.
—¡Dame eso, Paula: son mis reservas! —reclamó Pedro, dispuesto a recuperar su comida.
—No, creo que no… Esto queda confiscado —declaró maliciosamente ella, deleitándose al ver cómo Pedro intentaba obtener algo que ella movía tentadoramente frente a sus ojos sin que éste pudiera hacer nada para alcanzarlo.
Todo el infantil juego de Paula acabó cuando Pedro se dobló sobre su estómago quejándose de un repentino dolor.
—¡Ahhh! ¡Paula, me duele! —gritó teatralmente mientras se apretaba el costado.
Al principio, la enfermera sospechó que se trataba de un engaño de ese embaucador, pero cuando sus quejas aumentaron, no pudo evitar preguntarse si su repentino malestar no se debería a una intoxicación producida por alguno de los alimentos que había ingerido a escondidas.
—Eso te pasa por llevar una dieta tan insana —regañó Paula mientras dejaba a un lado las golosinas que le había arrebatado a Pedro y corría en su auxilio.
Se acercó con preocupación a su paciente, y ya estaba comenzando a pensar en llamar al médico cuando Pedro finalmente la tuvo a su alcance y la arrastró hacia su cama, atrapándola en la prisión de sus brazos.
—¡Suéltame ahora mismo! —gritó ella, debatiéndose entre los brazos de su paciente.
—No lo haré hasta que me prometas no llevarte mi comida. Además, si sigues forcejeando así conmigo, vas a terminar causándome daño de verdad —dijo Pedro, haciendo que Paula dejara de agitarse entre sus brazos.
—Suéltame —ordenó seriamente ella, notando la proximidad del hombre que tanto la tentaba a volver a enamorarse.
—No… —susurró él al oído de la mujer que lo volvía loco. Y, ante la rigidez que mostró el cuerpo de su querida pelirroja por su negativa, Pedro no pudo evitar interrogar pecaminosamente a su seductora pelirroja—: ¿Por qué no quieres recordar lo que pasó entre nosotros aquella noche, Paula?
—Porque no quiero sentirme tentada a repetir una noche que creo que nunca debería haber existido entre nosotros —declaró ella, negándose a mirar los atrayentes ojos de Pedro, que, como siempre, la arrastrarían hacia el más dulce de los pecados.
—Aquella noche besé las partes de tu cuerpo que tanto había deseado recorrer con mis labios, acaricié las curvas que tanto me han atraído desde que volví a verte, probé la dulzura de esos labios a los que les robé su primer beso y abracé soñadoramente el cuerpo de la mujer que siempre consigue alterar mi mundo para luego alejarse de mí en el último momento —confesó Pedro, abrazando con fuerza a la muchacha que siempre había deseado tener junto a él. Luego depositó un tierno beso sobre su cabeza mientras proseguía con la explicación de lo que había acontecido esa noche—: Pero no ocurrió nada más, Paula: te quedaste dormida antes de que pudiera hacer de ti una mujer indecente… —bromeó, notando cómo ella se tensaba de nuevo entre sus brazos ante sus últimas palabras.
—¡Tú! ¡Me has hecho sufrir un infierno dejándome creer que podía estar embarazada! —recriminó Paula, forcejeando con ese hombre que en ocasiones podía llegar a ser tan cruel.
—Lo siento, pero me sentí bastante molesto porque no quisieras recordar lo que ocurrió entre nosotros. Si tan sólo me hubieras preguntado, te habría sacado de dudas.
—¡Tú! ¡Maldito idiota! ¡¿Por qué no puedes dejarme en paz?! —gritó finalmente Paula, desesperada, mientras golpeaba el pecho de Pedro sin importarle mucho lo que a éste pudiera pasarle.
—Porque, cuando te dejo, me olvidas y te alejas… —replicó él, sujetando los puños de Paula por encima de su cabeza y arrastrándola hacia sí para grabar sus caricias en la piel de esa mujer que siempre lo llevaba a la locura.
Pedro devoró sus labios degustando su dulzura, mordisqueó con sutileza uno de ellos hasta hacerla gemir y, cuando su boca se abrió a sus atrevidos avances, jugó con ella hasta que la inocente lengua de Paula supo responderle. A él y a sus ardientes exigencias.
Tras besar sus labios para mostrarle que, por mucho que lo negara, esa irremediable atracción siempre existiría entre ellos, Pedro se apartó de su dulce Paula por unos instantes y se atrevió a hacerle una vez más la pregunta que tantos errores había traído a sus vidas últimamente:
—¿Hasta dónde quieres llegar, Paula?
Y, aunque tal vez la respuesta debería haber sido otra, Paula, una vez más, no pudo evitar rendirse a esos hermosos ojos azules que siempre la atraían. Esta vez cedió a lo inevitable y le respondió a Pedro arrojándose a esos eternos brazos que siempre que la acogían la trataban como si le importase demasiado como para dejarla marchar. El beso de Paula marcó el principio de la noche y la respuesta a una pregunta que nunca debería haber sido planteada porque entre ellos, en esos momentos, las palabras sobraban.
La joven se deleitó en el beso de ese hombre, mostrándole todos y cada uno de sus sentimientos mientras las manos de Pedro acariciaban con ardor todo su cuerpo. La burda camisa de su uniforme pronto fue arrojada a un lado, y cuando su sugerente ropa interior de encaje rosa fue descubierta por los ojos de Pedro, éste devoró con lentitud las curvas del cuerpo de su adorada Paula, a la vez que no podía evitar sonreír ante la idea de que
ella finalmente sí se había vestido para él, aunque nunca llegara a reconocérselo.
—¡Humm! ¡Encaje rosa: mi favorito! Paula, tú sí que sabes lo que necesita un enfermo para recuperarse… —declaró maliciosamente, recordándole que lo que estaban haciendo en esa cama era tremendamente inapropiado para un hospital.
Pero, a pesar de ello, no le permitió reflexionar sobre lo que ocurría entre ellos en esos instantes, porque si lo hacía, tal vez ella volvería a alejarse de él. Así que sus manos liberaron rápidamente el broche del sujetador y sus labios degustaron al fin la fruta prohibida que Paula siempre había representado para él.
Su boca excitó los enhiestos pezones que la chica exhibía ante él con cada uno de sus besos, con los suaves roces de su lengua y con los perversos mordiscos de sus dientes. Sus manos acariciaron uno de sus senos mientras ella, sentada a horcajadas, se retorcía encima de su cuerpo, deleitándose con gran placer.
Pedro mostró la dura evidencia de su deseo a su inocente amante a la vez que la colocaba más cerca de su erecto miembro. Ella apretó con fuerza los hombros de él mientras gemía deleitándose con el placer de sus caricias. Una de las manos de Pedro descendió lentamente por el cuerpo de ella, llevándola hacia la locura tras dejar atrás los pantalones de su uniforme e introducirse en sus braguitas de encaje. El perverso roce de los dedos, que no hacían otra cosa más que arrancar gemidos de placer a Paula, se intensificó en el momento en que una cadena de besos recorría su cuello, haciendo que el cuerpo de ella temblara de anticipación.
—Eres tan dulce como siempre imaginé —susurró Pedro mientras descendía nuevamente para probar la miel de sus sugerentes senos e introducía lentamente un dedo en su apretado y húmedo interior.
Paula gimió mientras su cuerpo se movía con impaciencia sobre la mano de él, reclamándole algo que a ella le era desconocido. El placer se intensificó cuando Pedro metió otro de sus dedos en su interior al tiempo que con el pulgar rozaba su clítoris, aumentando así su goce. Paula se movía desesperada, cerca del éxtasis, sin saber cómo acallar sus gemidos, algo que pronto solucionaron los labios de Pedro, silenciándolos con uno de sus besos.
Sus hábiles manos no tardaron en llevarla a la culminación del éxtasis y, mientras ella se agitaba presa del placer, él se aseguró de que fuera su nombre el que saliera de sus labios para quedar grabado a fuego en la piel de esa mujer. Para que, si el destino decidía cruelmente separarlos de nuevo, ella nunca pudiera llegar a olvidarlo.
Cuando Paula se desplomó entre sus brazos, él la acogió estrechándola tan tiernamente como siempre hacía.
—Esto fue lo que pasó aquella noche, Paula. Si quieres que suceda algo más entre nosotros, creo que tendrás que ayudarme —declaró ladinamente, mostrándole las limitaciones de su pierna escayolada, que lo obligaba a ser más pasivo de lo que en verdad quería con su deseada pelirroja.
Nuevamente, Pedro le dejó llevar las riendas de ese pecaminoso encuentro y, una vez más, ella no lo decepcionó al alejarse de él para cerrar el pestillo de la habitación y deshacerse de su ropa. Luego, simplemente lo desnudó tan hábilmente como sólo sabía hacerlo una enfermera.
—Cariño, la próxima vez te enseñaré cómo desnudar a un hombre adecuadamente… ¡Eso ha sido demasiado rápido como para que pudiera disfrutar de ello! —protestó Pedro ante su brusquedad, aunque su erecto miembro, que le reclamaba adentrarse en el cuerpo de su amante, apenas se molestó por ello.
—Ni una palabra desagradable más, Pedro… Quiero que mi primera vez sea perfecta, así que, por hoy, compórtate como ese hombre perfecto al que me gustaba adorar.
—Cariño, si vienes a la cama, creo que hasta él estará dispuesto a recitarte poesía —bromeó Pedro, señalando a su impaciente y erguido miembro, que aún la reclamaba.
Paula se subió encima de su amante y repitió las caricias con las que él le había enseñado lo que era el placer. Acarició su fuerte pecho mientras dejaba un leve camino de besos que descendían desde su cuello a su ombligo. Luego acogió entre las manos su fuerte miembro y, guiándose por los gemidos de Pedro, aprendió que ella también podía hacerle gritar su nombre.
—¡Paula, por Dios, deja de torturarme! —suplicó él, apartando las delicadas manos de ella de su pene y alzándola finalmente sobre él a la vez que cogía con firmeza sus caderas, dirigiéndolas lentamente hacia la posición correcta para que sus cuerpos acabaran uniéndose en la gloriosa danza del placer.
Paula se levantó sobre Pedro y dejó que, poco a poco, él la guiara. Cuando Pedro se adentró lentamente en su interior, ella gimió de dolor.
Algo que muy pronto fue dejado de lado cuando los pecaminosos besos de ese hombre volvieron a conquistarla y sus apasionadas caricias hicieron que su cuerpo ardiera nuevamente, lleno de impaciencia, a la espera de un placer que deseaba experimentar.
—Te quiero, Paula… —susurró Pedro al oído de la mujer que tanto lo desesperaba a la vez que penetraba profundamente en ella, guiándola hacia la cúspide del placer.
Paula apenas notó el dolor de la pérdida de su virginidad ante las sorprendentes palabras que siempre había deseado oír por parte del hombre al que amaba desde su adolescencia. Luego, simplemente se dejó llevar por el goce cuando él marcó con sus manos el ritmo del movimiento de sus caderas, y ella lo siguió desesperada por hallar ese placer que Pedro le brindaba con sus duras acometidas.
Paula no tardó mucho en adaptarse al ritmo que él le imponía y cabalgar encima de él haciendo que ambos experimentasen un arrollador orgasmo. Cuando todo acabó, cayó exhausta entre los brazos de su amante.
Pedro la abrazó preocupado, sabiendo que, una vez más, esa mujer había cambiado su mundo.
En ese instante supo que a la mañana siguiente tendrían que hablar sobre muchas cosas que todavía se interponían entre ambos. Intentó revelar alguno de los confusos sentimientos que guardaba en su corazón desde que la había perdido, pero cuando trató de hablar con ella, ya era demasiado tarde para que lo escuchara, ya que había caído rendida en un profundo sueño.
—Mañana, pues… Todo tendrá que esperar a mañana —musitó besando dulcemente la cabeza de su pequeña pelirroja mientras calculaba cuánto tiempo podría dormir junto a su tierna Paula mientras su amigo y su hermano lo encubrían. »Mañana… —volvió a murmurar Pedro antes de caer en un profundo sueño sin estar muy seguro aún de que para ellos llegara realmente ese mañana, porque, para su desgracia, el destino parecía divertirse creando decenas de malentendidos y un millar de problemas entre los dos que siempre acababan separándolos.
CAPITULO 25
Una vez más me escondía de las atenciones de mi enfermera, que, aunque pareciera una cosita dulce y deliciosamente delicada, cuando se enfadaba podía llegar a ser temible. Quizá después de encontrar en mi cama a Paula II, la Paula original pillaría la indirecta de que yo no estaba muy contento con su trabajo y dejaría de atosigarme para que me quedara encerrado en una habitación que, por muy bonita que fuera, a mí me seguía asfixiando.
Al contrario que mi hermano Daniel, yo no estaba nada habituado a vaguear en ningún aspecto, y definitivamente necesitaba algo de trabajo para que mi activa mente estuviera ocupada. Y las opciones eran o escaparme a revisar mis expedientes atrasados o tener sexo. Mucho sexo. Como la cercanía de Paula cada vez me tentaba más a decantarme por esa segunda opción y los condones que guardaba en mi armario no me ayudaban a dejar de pensar en ello, siempre intentaba alejarme de ella para mantener mi mente ocupada con montañas de trabajo en lugar de con calenturientas escenas en las que volvía a probar ese pecaminoso dulce que representaba para mí mi pequeña pelirroja.
Desgraciadamente, ella siempre daba conmigo y me volvía a acomodar en esa cama de hospital, que a cada día que pasaba me tentaba más y más a probar su resistencia.
Claro estaba que en la compañía de mi adorable e inocente enfermera, de la que aún no podía olvidar su hermoso cuerpo o los sugerentes gemidos que dejó escapar cuando se retorció entre mis brazos hasta llegar al éxtasis.
Bueno, esta vez, al menos, había ocultado bien mis pasos y, después de colocar a Paula II bajo mis sábanas —un inadecuado regalo de mi atrevido hermano Daniel al que finalmente había conseguido sacarle provecho—, me aseguré de aprovisionarme sobradamente con los decadentes e insanos bocados de las máquinas expendedoras del pasillo, ya que, indudablemente, mi cena habría desaparecido cuando ella me encontrara y me devolviera por la fuerza a mi estancia.
Me hallaba en el despacho del doctor Durban revisando los informes de mis pacientes mientras degustaba una nueva chocolatina, calculando que Paula tardaría aún unas cuantas horas en descubrir mi escondite. Pero, desafortunadamente, mis cálculos no fueron precisos y fui interrumpido a mitad de la degustación de uno de los dulces que más adoraba.
Paula me arrebató airadamente mi golosina de las manos y luego me señaló la silla de ruedas en la que debía tomar asiento, algo que simplemente detestaba, puesto que eso tan sólo hacía más evidente lo inútil que era yo en esos momentos. Finalmente, ante su persistente mirada, dejé mi trabajo a un lado y me senté en ese armatoste antes de que ella decidiera tirar de nuevo de mi oreja hasta llevarme a mi lugar.
Cuando me encontré sentado en la silla de ruedas, resignado a regresar a mi habitación, mi vengativa enfermera se comió la chocolatina delante de mí y luego, con gran descaro y una ladina sonrisa, me soltó:
—Si sigues comiendo esta basura, vas a engordar.
Tras sus provocativas palabras, no pude evitar responderle con una de esas atrevidas contestaciones que tanto la irritaban mientras me conducía hacia la habitación.
—¿Has conocido ya a Paula II? —pregunté sonriente mientras me imaginaba lo enfadada que estaría mi querida enfermera por el nombre con el que había sido bautizado ese pecaminoso juguete sexual.
—No se parece a mí en nada —declaró despectivamente mientras manejaba mi silla con bastante brusquedad.
—Pero ¿qué dices? ¡Si es igualita a ti: hasta tiene tu mismo color de pelo! — bromeé, sabiendo cuánto le molestaba que alguien se metiera con sus bonitos cabellos cobrizos.
—¿Sabes, Pedro? Esta noche había conseguido un sabroso filete de ternera con su guarnición y un maravilloso postre para tu cena. Pero, por desgracia, Paula II tenía hambre y se lo ha comido todo. Claro, llevaba la pobre tantas horas de soledad en esa cama que cuando la descubrí con la boca abierta supuse que tenía hambre y no pude negarme a cederle tu comida… —ironizó Paula, haciéndome saber que esa noche también seguiría con mi estricta dieta de «nada que comer».
—Cariño, te puedo asegurar que el hambre de Paula II no era de comida —declaré entre estruendosas carcajadas sabiendo que, indudablemente y ante mis palabras, el rostro de mi pelirroja se habría tornado del mismo insinuante color que sus cabellos.
Paula no volvió a hablarme en todo el camino, y cuando llegamos a mi habitación no dudó en empujarme bruscamente para que abandonara la silla. Como mi habitación estaba siendo preparada para acoger a un nuevo paciente, ya que las restantes habitaciones de esa ala del hospital estaban ocupadas, Paula colocó el biombo entre mi cama, que se hallaba más alejada de la puerta, y la del nuevo huésped.
Mientras lo hacía, oí cómo el director de hospital acudía con mi nuevo compañero de fatigas hacia mi estancia. Para su desdicha, Paula estaba demasiado ocupada como para prestar atención a otra cosa que no fuera reprenderme y, una vez más, disfruté mucho de los múltiples malentendidos que pueden llegar a darse cuando a través de los biombos se reflejan las sombras de las personas que se encuentran detrás. Y más aún cuando mi pelirroja mostraba ese airado carácter que tanto me tentaba.
—Paula, lo siento, pero no puedo acostarme en mi cama, ya que está ocupada — dije en tono lastimero, esperando su osado movimiento.
—¡Definitivamente, este juguete queda confiscado! —afirmó Paula decidida, señalando a Paula II mientras fruncía el ceño una vez más al ver esos cabellos pelirrojos que tanto la molestaban.
—¿En serio vas a llevar una muñeca hinchable a través del hospital? Creo que sería una escena digna de admirar para todo aquel con el que te cruzaras y, lamentablemente, tanto ella como tú llamaríais un poco la atención, sobre todo con esos rojos cabellos.
—¡Pedro Alfonso, ahora mismo vas a desinflar esta cosa y me la vas a dar! —ordenó Paula a la vez que se cruzaba de brazos bastante furiosa conmigo.
Pero yo no era de los que se lo ponían fácil a los que me declaraban la guerra, algo que ella había hecho desde que estuve a su merced.
—Bueno, pues entonces tendré que hacerlo yo… —manifestó decididamente mientras cogía un tenedor que se hallaba en la mesa, dispuesta a acabar con Paula II.
Podría haberle advertido que detrás del biombo se hallaban varios miembros de una adinerada familia, uno de los cuales compartiría habitación conmigo, así como el director del hospital, al que tanto admiraba Paula, todos ellos observando cada uno de sus movimientos a través de la delgada tela. Pero preferí esperar a ver qué pasaba en ese momento en el que mi única distracción era ella.
—Y no se preocupe por su compañero de habitación: se trata de un médico brillante. Y la enfermera que lo cuida posee excelentes recomendaciones —oí que manifestaba orgullosamente el director mientras mostraba el entorno a la familia de mi futuro compañero.
Supe que todos estaban admirando la maestría con que Paula apuñalaba a su rival cuando una ultrajada voz femenina gritó alarmada:
—¡¿Pero qué está haciendo esa mujer?!
Cuando Paula al fin se percató de lo que estaba ocurriendo, no pude evitar molestarla un poco más, así que antes de que acabara de masacrar a mi nuevo juguete, grité tan teatral y exageradamente como hacía mi infantil hermano en ocasiones:
—¡Noooo! ¡Era mi amante!
Esto, evidentemente, sólo consiguió aumentar todavía más la alarma de esas personas ante lo que podía llegar a ocurrir con los pacientes bajo los cuidados del personal del hospital, y mientras el director trataba de explicar una situación que él mismo desconocía y los indignados familiares del paciente insistían en llamar a la policía, mi inocente Paula salió de detrás del biombo con la pervertida muñeca hinchable y, ante mi asombro, intentó explicar esa locura. Por supuesto, su aparición
con ese objeto lo empeoró todo, a pesar de lo buenas que fueran las intenciones de mi inocente enfermera.
—No es lo que parece… —suplicó ella, mostrando a todos la desinflada muñeca y asombrándolos sin duda por el parecido que ésta tenía con ella misma.
-»Es que… es que… es que el doctor Alfonso no puede dormir si no abraza a su muñeca…
Y, tras esa débil excusa, no lo pude evitar: me tumbé en mi cama y comencé a reírme con estruendosas carcajadas.
—Yo solamente intentaba quitarle ese mal hábito… —declaró Paula desesperadamente, mostrando el tenedor.
Una explicación cuyo único resultado fue aumentar mis carcajadas. Finalmente, entre algún que otro susurro de «pervertidos» y adjetivos similares por parte de los miembros de la adinerada familia, éstos decidieron no quedarse en ese hospital y se marcharon dignamente de mi habitación volviendo a dejarme plácidamente solo.
Sin embargo, el director se molestó bastante con nuestro inusual comportamiento y decidió castigar a Paula por la terrible ofensa cometida: haber espantado a un paciente acaudalado. Un castigo que no tardé en compartir cuando ella decidió vengarse nuevamente de mí cambiando el menú de mis comidas.
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