domingo, 20 de mayo de 2018

CAPITULO 52




—Lo has visto, ¿verdad? ¡Atrévete a decirme que ese niño no es nuestro nieto! — retó una vez más Juan a su esposa, sin poder salir de su asombro todavía tras haber conocido al chiquillo.


—Sí, Juan. Sin duda el pequeño Nicolas es nuestro nieto, pero no creo que lo más conveniente ahora sea acusar a su madre ante los tribunales o llevar a nuestro hijo a rastras al altar apuntándolo con tu escopeta de perdigones… —expuso Sara mientras ponía los ojos en blanco ante las descabelladas ideas que en ocasiones podía llegar a tener su marido.


—Pero ¿por qué narices nuestro hijo nos ha ocultado que tenemos un nieto? ¿Y qué demonios hace Pedro que no está al lado de su hijo ejerciendo como padre? ¡Ésa no es la educación que yo le di!


—¿Has tenido en cuenta la posibilidad de que Pedro no sepa que tiene un hijo?


—¡Eso es imposible, Sara! Pedro siempre mantiene la cabeza fría en sus relaciones y es muy responsable a la hora de tomar medidas para no dejar embarazada a ninguna mujer…



—¿Hasta cuando está enamorado? —preguntó Sara, acabando abruptamente con el discurso de su marido—. ¿Recuerdas lo estúpido de tu comportamiento cuando ibas detrás de mí? ¿Y cómo son los Alfonso cada vez que se enamoran? —terminó, haciendo que su marido recapacitara sobre sus palabras.


—Pero ¿cómo puede ser una mujer tan cruel como para ocultarle a un hombre que tiene un hijo?


—Muy fácil: ese hombre seguramente le hizo mucho daño. Lo mejor será mantenernos callados, Juan, y juntar a esos dos para que resuelvan sus problemas. Mientras tanto, disfrutaremos de nuestro nieto y seremos muy discretos acerca de lo que sabemos.


—Sí, claro, discretos… ¿Sabes lo que me ha dicho ese niño cuando le he preguntado quién era su padre? Que venía con el propósito de averiguarlo… ¿Y se supone que tengo que guardar silencio?


—Sí, Juan. No sabemos nada de la historia de esa pareja, y si nos metemos en medio tal vez sólo consigamos empeorar la situación. Si cuando finalice la estancia de Paula en este pueblo todavía no se han resuelto las cosas entre esos dos, te juro que yo misma te ayudaré a apuntar a alguno de ellos con tu escopeta. Mientras tanto, mantengámonos al margen de todo.


—¡Ésa es mi Sara! —gritó alegremente Juan, sabiendo que una mujer de armas tomar como su esposa, cuando hacía una promesa como aquélla, no dudaba en cumplirla. Así pues, por fin conseguiría averiguar dónde había escondido Sara su querida escopeta de perdigones.


En ese momento, los invitados aparecieron por la escalera procedentes de su habitación. Paula iba detallando con evidente placer el castigo que recibiría el pequeño por su travesura:
—Bueno, Nicolas, ahora dormirás en el salón con nosotras y verás películas románticas de esas que tanto me gustan. Luego me ayudarás a pintarme las uñas y, por último, verás cómo nos hacemos diferentes peinados, además de, por supuesto, oírnos hacer montones de test de chicas de esas revistas femeninas cuyas páginas siempre utilizas para la jaula de tu hámster. «¡Qué crueldad!», pensó Juan mientras veía cómo Paula y Nicolas bajaban hacia el
salón.— ¿Alguna protesta? —finalizó maliciosamente ella mientras fulminaba a su hijo con la mirada.


—Ninguna, mamá… —declaró Nicolas derrotado, bajando dócilmente la escalera.



—Sin duda, eso es maltrato infantil… —susurró Juan, bastante preocupado por lo que le esperaba a su nieto.


Y, sin poder resistirse, interrumpió la conversación.


—¡Vamos, Paula, no seas demasiado dura con el chico! Tan sólo ha sido una niñería… ¿Por qué no lo dejas quedarse hoy en mi casa mientras mi hija y tú disfrutáis de esa noche de chicas y mañana por la mañana te traigo al chaval? —propuso Juan mientras revolvía el cabello del niño, que lo miraba con ojos esperanzados.


—No me parece que eso sea lo más adecuado. Nicolas debe aprender a comportarse y a no desobedecerme. Aprecio su interés, señor Alfonso, pero no creo que nadie deba decirme cómo educar a mi hijo.


—Yo tampoco creo que deba entrometerme en cómo educas a tu hijo, Paula, pero ¿por qué no comentas el castigo con su padre, a ver lo que opina él de esta situación? —dejó caer Juan, insinuando que, después de ver a ese niño, sin duda sabía quién era el padre.


—Sí, señor…, así me gusta: todo delicadeza —reprendió Sara a su esposo al oído.


— Bueno…, tal vez tenga usted razón —cedió finalmente Paula, algo temerosa de lo que los Alfonso pudieran llegar a saber.


Y, tras esas palabras, Nicolas se apresuró a aprovechar su oportunidad de escapar de un infierno de color rosa cogiendo nuevamente la mano de ese hombre con el que comenzaba a simpatizar.


Más tarde, se despidió de su madre con un beso y corrió junto a esa pareja mayor que tan cariñosamente lo había acogido. Mientras se alejaban de la casa, observó cómo la mujer le daba un capón a su marido y lo reprendía por bocazas. Luego, Sara simplemente los dejó a solas, adelantándose hacia el coche. Nicolas no tardó en volver a coger la mano que el hombre le tendía y, mientras caminaban, no pudo evitar intentar averiguar más sobre el tema que lo había conducido hasta allí.


—¿Usted sabe quién es mi padre? —soltó, más como una afirmación que como una pregunta.


—No —masculló Juan, mordiéndose la lengua para no decir la verdad.


—Sabe que miente de pena, ¿verdad? —preguntó el pequeño, mirando al hombre con una sonrisa por hallarse cada vez más cerca de la verdad.


—Sí, lo sé —confesó Juan mirándolo preocupado mientras apretaba su mano, como queriendo decir algo más.


—No se preocupe: soy muy listo. Ya lo averiguaré —afirmó decididamente Nicolas, devolviéndole el apretón de manos a ese hombre en el que comenzaba a confiar




CAPITULO 51




—¡¿Qué clase de niñeras incompetentes sois, que no podéis ser más listos que un niño de seis años?! ¡Por Dios! ¡Sois cuatro hombres hechos y derechos, y él, sólo un crío! ¡No comprendo cómo se os ha podido escapar cuando para mí era imposible salir de casa durante mi adolescencia! ¡Va para largo que lo vuelva a dejar a vuestro cuidado! —gritó Paula furiosa, colgando bruscamente el teléfono a sus hermanos para luego pasar a mirar enfurecida a su hijo, quien aún intentaba esquivar su mirada para librarse de su debida y merecida reprimenda. »Creí que había dejado bien claro que no me acompañarías en este viaje… — expuso seriamente entonces, atrayendo la atención de Nicolas.


—Lo siento, mamá, no pretendía estorbarte —declaró él tratando de hacerse la víctima para ablandar el duro corazón de su madre, algo que en esos instantes, con su enfado, apenas tenía efecto alguno.


—Sabes que no estoy enfadada porque estés aquí, estoy enfadada porque…


«¡Oh, no!», pensó Nicolas mientras veía cómo Paula comenzaba a enumerar sus faltas contando cada una de ellas con los dedos.


—Me has desobedecido, me has mentido, has engañado a tus tíos, te has escapado de casa, te has escondido en mi coche… ¿En verdad pensabas que saldrías indemne de esta situación? —preguntó tremendamente molesta, cruzando los brazos mientras fulminaba con su penetrante mirada a su hijo en busca de una respuesta.


—No, mamá… —respondió Nicolas débilmente, bajando la cabeza mientras se mostraba arrepentido por sus inconscientes acciones.


Tras ver la cara apenada de su hijo, el endeble corazón de Paula no pudo más y lo abrazó fuertemente mientras lo reprendía con suavidad, dando gracias porque su aventura no hubiera tenido mayores consecuencias.


—Nicolas, podría haberte pasado algo… ¿En qué estabas pensando cuando te escapaste de casa? Y menos mal que te escondiste en mi coche… Si llegas a intentar venir tú solo a este lugar, podría haberte sucedido cualquier cosa.


—Mamá, no soy tonto: por eso me escondí en tu coche… —dijo él tratando de apaciguar las preocupaciones de su madre.


—Sí, en ocasiones eres demasiado listo para tu bien —manifestó Paula con suspicacia, separándose de su hijo sin poder evitar percatarse de que éste no estaba arrepentido en absoluto—. Durante nuestra estancia aquí vas a hacer lo que yo te diga, o llamaré a tus tíos para que vengan a por ti. Y nada de comportarte como un niño repelente: te relacionarás con otros niños de tu edad, harás amigos y jugarás a sus juegos, por muy estúpidos que éstos puedan llegar a parecerte. Si tienes algún problema con alguna de mis condiciones, cuando quieras puedo llamar a tus tíos para que vengan a por ti —ordenó Paula, desafiando a su hijo a que se atreviera a poner pegas a alguna de sus exigencias.


—No te preocupes, mamá: he venido preparado —repuso el impertinente mocoso mientras abría la maleta de su madre y sacaba de su interior los pesados libros de historia que tanto adoraba.


—¡Nicolas! ¿Se puede saber dónde está mi ropa? —gritó desesperada Paula mientras revolvía la maleta en busca de alguna de las prendas que había metido en ella la noche anterior.


Pero, por más que removió su equipaje, en éste solamente halló la ropa de Nicolas y los innumerables libros que veneraba su hijo.


—No te preocupes, mamá: tú estás guapa con todo lo que te pongas —declaró él, rogando que, por una vez, las estúpidas frases que en ocasiones les oía decir a sus tíos en momentos comprometidos como ése le sirvieran para librarse de un inminente castigo.


—¡Oh, Nicolas, qué voy a hacer contigo! —exclamó Paula mientras se desplomaba en la cama de la habitación de invitados, definitivamente resignada a que nada saliera como ella había planeado.



CAPITULO 50




En la casa del lago que en una ocasión fue de su propiedad, Juan Alfonso observaba con orgullo cómo ese arruinado hogar que un día fue abandonado por su familia había vuelto a lucir el esplendor de antaño. Su habilidoso yerno, Alan, había conseguido lo imposible y había logrado hacer brillar esas blancas paredes, el hermoso tejado con sus rojas tejas y las sublimes cristaleras, embellecidas por elaborados dibujos. 


Los suelos de madera daban un toque acogedor al lugar, y los muebles, muchos de los cuales el propio Alan había creado con sus propias manos, terminaban de hacer de esa casa el sueño de cualquier familia.


Juan se alegraba de que en esos instantes la familia que disfrutaba de ese hogar fuera la de su hija Eliana. Quién habría imaginado que Alan, el marido de su hija, un hombre que durante su juventud solamente tenía cabeza para los deportes, acabaría siendo un verdadero portento en la restauración de edificios. Afortunadamente, ella lo había elegido a él.


Juan recordaba con satisfacción todo lo que había conseguido hasta ese momento al asociarse con ese chico, tanto profesionalmente en su oficio de agente inmobiliario vendiendo casas que luego Alan restauraba, como en lo personal, al formar una hermosa familia de la que siempre se sentiría orgulloso. Bueno, tal vez no siempre…


Cuando Juan vio cómo su hija corría como una alocada adolescente a recibir a su amiga Paula, a pesar de su avanzado estado de embarazo, pensó que, por mucho que Eliana creciera, ésta siempre sería su niña pequeña. Sin embargo, en el momento en que las dos mujeres comenzaron a dar vueltas sobre sí mismas, cogidas de las manos mientras no paraban de hablar y saludarse a gritos, llegó a la conclusión de que algunas personas nunca llegaban a dejar atrás su adolescencia. Juan creía que su razonamiento era bastante lógico, hasta que su mujer se unió a los bailecitos y los gritos de las chicas.


Tras un nuevo sorbo de su fría cerveza junto al porche de la casa de su hija, llegó a una conclusión irrefutable sobre las mujeres:
—Estáis todas como una cabra…


Para su desgracia, sus palabras fueron oídas por las alocadas féminas, que parecían tener un oído bastante fino. Las tres se volvieron hacia Juan fulminándolo con la mirada y, cómo no, la que más poder poseía sobre su persona decidió castigar el impertinente comentario que había salido de su enorme bocaza.


—Juan, ya que no estás haciendo nada, ¿por qué no ayudas a Paula con su equipaje? —ordenó dulcemente su querida Sara, lo que, traducido al lenguaje de una esposa enfadada, venía a ser: «Por bocazas, ahora te fastidias cargando con todos esos pesados bultos tú solo».


Eso pensaba Juan Alfonso mientras daba otro sorbo a su cerveza e intentaba dar largas al asunto.


—En cuanto me termine esta cerveza.


«¡Tremendo error!», se percató Juan tras ver la airada mirada que su mujer le dirigía, advirtiéndole en silencio de que el sofá podía llegar a ser bastante incómodo.


Así que, finalmente, suspiró y se levantó de su asiento, dejando su fría bebida a un lado, dispuesto a tardar lo máximo posible en transportar el equipaje para evitar presenciar las necias acciones de esas mujeres, y así, de paso, evitar también que su gran bocaza volviera a proferir algún comentario que se ganara una nueva noche de destierro al sofá.


Mientras se alejaba, vio cómo su yerno salía de la casa, sin duda alarmado por los gritos provenientes del exterior. Pero en cuanto se dio cuenta de lo que ocurría, caminó silenciosa y furtivamente hacia atrás hasta conseguir adentrarse nuevamente en su hogar sin ser visto.


—Chico listo… —murmuró Juan con un poco de rencor, viendo cómo Alan se había librado de que alguna de las mujeres lo cargara con una molesta tarea.


Cuando Juan abrió el maletero no encontró ninguna pesada maleta en él, algo que le hizo llegar a la conclusión de que Paula era muy racional en la cuestión del equipaje que debía llevar consigo cuando emprendía un viaje. No como su esposa, que se llevaba media casa aunque su marcha tan sólo durase un par de días…


Tras alegrarse de que el equipaje de Paula solamente fuera una pequeña maleta de mano, Juan se inclinó sobre el coche decidido a coger la carga y ser tan listo como su yerno evitando a las mujeres al entrar en la casa por la puerta trasera. Lo tenía decidido, hasta que observó que el suelo de los asientos traseros estaba ocupado por un polizón, quien intentaba inútilmente ocultarse de su vista con una vieja manta.


—¡Seas quien seas, te estoy viendo los pies, así que será mejor que salgas y des la cara! ¿O es que acaso te ocultas porque tienes miedo de enfrentarte a mí? —declaró Juan con bravuconería, algo que nunca fallaba a la hora de hacer salir de su escondite a alguien.


—¡Yo no tengo miedo a nada! —replicó decididamente una voz infantil al tiempo que destapaba su rostro.


Si Juan pensó que el niño se mostraría sorprendido al ver a un hombre desconocido frente a él, no podía estar más equivocado. Más aún: fue él quien se quedó sin habla y absolutamente estupefacto cuando vio a una copia en pequeño de sus hijos varones.


—¿Quién es tu padre? —preguntó cuando se recuperó un poco de la sorpresa, resuelto a determinar a cuál de sus hijos debería apalear por haberle ocultado la existencia de ese niño.


La respuesta no se hizo de rogar cuando, con un tono altivo y un tanto repelente, el mocoso lo informó:
—Eso es algo que pretendo averiguar…


Juan no tuvo duda alguna de que ésa era exactamente la clase de respuesta impertinente que habría dado su hijo mayor a cualquier pregunta que alguien le hiciera y que él no tuviera deseos de contestar. No obstante, intentó corroborar sus sospechas y descartar que ese chiquillo no proviniese de su alocado hijo mediano, el cual siempre era un irresponsable en todo lo que hacía.


—¿Quién es tu madre? —preguntó entonces, expectante ante la respuesta del niño.


—Paula Chaves —contestó el crío tras dudar unos instantes.


Juan sonrió contento por haber confirmado que el pequeño, sin duda, era un miembro más de su familia. Porque si la madre era Paula, el padre no podía ser otro más que su perfecto hijo mayor, Pedro, quien siempre evitaba hablar de la mujer en la que pensaba continuamente, aunque sus ojos aún se entristecieran cada vez que oía su nombre.


—Bueno, será mejor que vayamos a ver a tu madre y le expliques qué hacías escondido en su coche —decidió Juan mientras cargaba con el equipaje en una mano y le tendía amablemente la otra al desconfiado niño.


—Sí, creo que será lo mejor… —convino Nicolas decidido, agarrando firmemente la mano de Juan.


Y, mientras caminaban a casa como la familia que deberían ser, Juan pensaba que su hijo mayor tenía muchas cosas que explicar.