martes, 5 de junio de 2018

CAPITULO 104





Unos meses después…


Era un día muy importante para su madre, así que Nicolas estaba decidido a no quejarse, aunque ella se hubiera empeñado en que vistiera con esa horrenda pajarita y ese estúpido traje que picaba como mil demonios. «Al menos no soy el único que se queja por esta tortura», opinó mientras observaba cómo su padre y sus tíos intentaban aflojarse desesperadamente las corbatas anudadas en torno a sus cuellos, aunque, claro, cuando Sara Alfonso no miraba.


Sin embargo, Nicolas tenía que admitir que podría haber sido peor. «Menos mal que no soy niña…», pensó mientras miraba con repelús el sobrecargado vestido de su prima Helena, lleno de lazos blancos y volantes, así como su rizado pelo, adornado con miles de lacitos a juego con el vestido, convirtiéndola en un enorme repollo blanco.


—¿Se puede saber por qué tengo que vestirme así? —exigió saber la niña mientras entraba a la cocina de sus abuelos marcando fuertemente sus pasos con sus pequeños zapatitos, también con lacitos blancos, a la vez que fulminaba a todos los adultos con la mirada.


—A mí no me mires, cariño: la ropa la decide tu madre —declaró Alan, lavándose las manos de ese engorroso problema.


—¡Vamos, vamos! No está tan mal… —intervino Juan, intentando quitarle importancia al asunto.


—¡Es horrendo! ¡Lo pienso ensuciar a la menor oportunidad! —anunció Helena enfadada, examinando una vez más su ropa con cara de asco.


—Yo que tú no lo haría. Recuerda cómo te castigó tu madre la última vez por romper aquel vestido que no te gustaba: te compró otros cinco, a cuál más «bonito» — dijo Alan mientras dibujaba unas comillas en el aire.


—¡En estos momentos te odio, papá! ¡Y también odio a mi mamá, y odio a mis tíos, y odio esta boda, y odio…!


—¡Venga, Helena, que no es para tanto! Hagamos un trato: si nadie, que sea ajeno a la familia, te dice lo bonita que estás en los próximos quince minutos, convenceré a tu madre para que te deje ponerte lo que tú quieras —propuso amigablemente Sara, poniendo fin al berrinche de su nieta.


—¿Lo que yo quiera? ¿Incluida mi equipación de fútbol? —preguntó la niña, ilusionada con la posibilidad de descartar ese vestido en el rincón más escondido de su armario.


—Lo que prefieras, Helena. Pero quiero tu promesa de que, si pierdes, no oiremos más quejas saliendo de tu boca durante todo el día.


—¡Bien! ¡Trato hecho, abuela! ¡Papá, pon el cronómetro! —ordenó ella, decidida a ganar por una vez a su taimada abuela. Después de todo, ¿qué podía salir mal?


Pero, cuando el reloj tan sólo llevaba quince segundos, el niño de los vecinos apareció con su elegante e impoluto traje para asistir a la celebración y, cómo no, tras ver a Helena y sin percatarse de los gestos de negación y de silencio que le hacían todos los hombres de la habitación para intentar advertirle de que iba a meter la pata, Roan sólo pudo tener bonitas palabras para la niña que le gustaba.


—Hoy estás muy bonita, Helena —declaró ante todos, poniendo fin a la discusión sobre el vestido.


—¡Pero, abuela, Roan no cuenta! ¡Él me lo dice siempre! —protestó la chiquilla.


—¡Ah, lo siento, querida! Él no es un miembro de esta familia, así que sí vale. Ahora, ve a ver a tu madre y dile que te ajuste ese lazo de la cabeza, que está un poco torcido —respondió una radiante Sara.


—¡Abuela, eres una tramposa!


—No, solamente es que soy demasiado lista para ti —declaró una vencedora Sara mientras se regodeaba en su victoria—. ¿No tienes algo que decirle a Roan antes de marcharte? Después de todo, te ha dicho que estás muy guapa esta mañana. Tal vez deberías agradecérselo… —reprendió a su nieta, intentando inculcarle los mismos modales que a su madre.


Aunque, al parecer, Helena había salido tan salvaje como su padre.


—¡Te odio, idiota! —exclamó la niña, dedicándole a Roan una severa mirada. A continuación, se marchó ruidosamente de la cocina.


—Será mejor que vaya a asegurarme de que no tira los adornos del pelo por la ventana… —murmuró Sara, yendo rápidamente detrás de su impetuosa nieta.


—Pero ¿qué he hecho ahora? —preguntó Roan, totalmente confundido, ante lo que todos los hombres de la habitación contestaron de la misma manera: simplemente alzaron los hombros sin saber la respuesta ante los alocados comportamientos que en algunas ocasiones llegaban a tener las mujeres.



CAPITULO 103





Aunque no había salido todo como estaba escrito en aquella estúpida carta, Nicolas estaba bastante orgulloso del resultado. Desde el jardín podía observar la ventana del cuarto de su madre, y a través de ella veía cómo sus padres sellaban una nueva promesa de amor con un beso. 


Sus tíos se encontraban algo magullados, pero eso no era nada que no se pudiera resolver con unas buenas vacaciones que, por lo visto, pensaban tomarse en Whiterlande, algo ante lo que su abuelo gruñó con reprobación. 


Todo parecía marchar al fin como debía en su vida.


—Y pensar que toda esta complicada historia comenzó por una estúpida carta de amor… —dijo Nicolas, suspirando ante las locuras que podían llegar a cometer los mayores.


Mientras entraba corriendo a casa para reunirse con sus padres, la carta cayó del bolsillo trasero de su pantalón, mostrando las palabras que durante tantos años había guardado en su interior.





Te amaré por siempre.
Quizá tú no te hayas fijado en mí, soy una chica tímida que no destaca nada
entre la multitud de exuberantes mujeres que siempre te rodean. Me creerás
estúpida por decirte que te amo en una carta cuando casi no nos conocemos, pero
ahora que me marcho, creo que ésta es la última oportunidad que tengo para
expresarte lo que siento antes de que nos separemos durante mucho mucho
tiempo, ya que estoy segura de que estamos hechos el uno para el otro y
volveremos a encontrarnos.
Cuando volvamos a vernos, puede que hayan pasado muchos años y que apenas
me recuerdes. Y, si lo haces, no creo que te importe mucho, ya que ni siquiera te
acordarás de esta carta, en la que te abro mi corazón. Aun así, intentaré que me
recuerdes porque te amo, amo esa parte de ti que parece tan perfecta como creen
los demás, pero también me gusta esa parte maliciosa que tratas de ocultar. Te
quiero porque, aunque la mayoría de las veces me ignoras, siempre acudes a
salvarme en el momento más inesperado, no sé si porque quizá te fijas en mí
cuando yo no te miro o porque simplemente eres así y tienes que comportarte
como un perfecto caballero en todo momento. Ignoro cómo transcurrirán
nuestras vidas a lo largo de los años, pero sí sé cómo será el final de nuestra
historia de amor: yo seré como esa damisela indefensa que es arrastrada de un
lado a otro y clama desesperada por su caballero en una aislada torre, mientras
tú serás ese héroe que me salvará de los ogros que siempre me rodean y me
custodian.
Puede que la torre no sea una torre y que yo no sea tan desvalida. A lo mejor
los ogros no serán tan malos y tu armadura habrá perdido su brillo con el paso
de los años, pero lo importante es que, cuando me cojas entre tus brazos, nunca
más nos alejaremos, y entonces comprenderás que tú me amas tanto como yo te
amo a ti y, por tanto, nuestro amor perdurará por siempre, algo que espero que
nunca puedas olvidar a lo largo de los años que están por separarnos.
Besos de Paula Chaves, una mujer que nunca podrá olvidarte, Pedro Alfonso,
XXXXXOOOOOO




—¿Cómo podría olvidarme de ti…? —murmuró Pedro, guardando con cariño esa carta que un día había caído en sus manos tan fortuitamente como volvía a hacerlo ahora.


Y, con cuidado, la depositó en el bolsillo de su camisa muy cerca de su corazón, un lugar que Paula siempre había ocupado desde la primera vez que llamó su atención




CAPITULO 102





—¿Cuándo te ha llamado tu madre, si lleva berreando como una idiota y tirándonos trastos desde que entramos en la casa? —preguntó Jeremias a su manipulador sobrino, que se encontraba en el exterior de la casa junto a su abuelo observando toda aquella alocada situación.


—¿No lo entiendes, tío Jeremias? Alguien tiene que ser el malo, y esta vez os ha tocado a vosotros.


—¿Y eso quién lo dice? —preguntó Julio, que lo había oído mientras salía de la casa.


— Lo dice mi mamá —repuso contundentemente Nicolas, mostrándoles a sus tíos la carta de la que se había apoderado hacía unos días.


—¡No me jodas! ¿Hay que seguir al pie de la letra lo que dice esa carta? ¡Pues vamos apañados! —dijo Julian, uniéndose a la discusión.


—Pues ¿qué quieres que te diga, Nicolas? Yo a tu madre no la veo mucho en el papel de damisela indefensa como pone ahí… —señaló Juan Alfonso después de oír el extenso y colorido vocabulario que podía llegar a emplear Paula cuando se enfadaba con sus hermanos.


—¡Dónde mierdas está ese ariete! ¡Esa puerta la derribo como que me llamo Alan Chaves! ¡Y, como me vuelvas a pegar con una de tus armas arrojadizas, Paula, te juro que te pongo sobre mis rodillas y te doy una buena tunda en el trasero!


—Bueno, a Alan sí se le ve algo de ogro… —señaló Jeremias, tomándose su tiempo para cumplir el mandato de su furioso hermano, que después de años de entrenamiento especial no podía concebir que alguien lo hubiera noqueado con un bizcocho.


—¡Es repostería fina, animal! —contestó una ultrajada Paula al otro lado de la puerta de su habitación, que se negaba a abrir a sus hermanos para que cumplieran su amenaza de alejarla de ese lugar.


—¡Debería dejarte aquí para que envenenaras a ese insolente tipo con tu comida! Pero como eres mi hermana y lo más seguro es que vuelva a hacerte daño, ¡te vienes con nosotros!


Y justo en ese momento Pedro hizo su aparición, conduciendo como un loco y aparcando su coche de cualquier modo en el camino de entrada. Cuando salió del vehículo, corrió casi sin aliento hacia el lugar donde estaba Nicolas en compañía de su abuelo. Se extrañó al ver a su padre hablando tan despreocupadamente con los hombres que amenazaban con apartar a Paula de su lado, pero no se entretuvo en analizar ese detalle, pues tenía cosas más urgentes de que preocuparse.


—¡Alan, ya te he dicho que no pienso moverme de este pueblo! ¡Por mucho que os empeñéis, no pienso volver a abandonar a Pedro!


Tras oír las palabras de Paula, Pedro se enfureció aún más con esos hombres que querían arrebatarle otra vez a su mujer.


—¿Por qué no la ayudas? —le recriminó Pedro a su padre, que permanecía pasivamente a un lado sin hacer ningún caso de Paula, que gritaba desde la ventana del segundo piso, donde se encontraba su habitación.


—Porque ésta no es mi pelea —respondió Juan, echándose a un lado junto con su nieto y mostrándole la barricada que formaban los Chaves junto a la puerta de la casa.


—¡¿Otra vez vosotros?! —bramó un enfurecido Pedro mientras observaba a los tres pelirrojos que tenía a su alcance.


—Bueno, ya sabes lo que toca —declaró uno de ellos, crujiendo sus nudillos y lanzando su primer golpe, que Pedro sorteó con facilidad.


—¡Esta vez no os permitiré que la alejéis de mí! —gritó Pedro mientras esquivaba los puños de sus oponentes y respondía con severos ataques a cada uno de sus intentos.



—¡Nosotros no te hacemos falta para eso! ¿Acaso no la estás alejando de ti cada día al negarte a amarla? —replicó Julio desde el suelo, quejándose por el fuerte golpe que le había propinado Pedro.


—¡Yo creo que lo que pretendías era tenerla junto a ti pero sin volver a arriesgarte, sin decirle que la quieres! —acusó Julian, siendo abatido por uno de los furiosos puñetazos de Pedro, que se volvían más violentos al tener que enfrentarse a la verdad.


—Nunca te tomé por cobarde…, hasta ahora —declaró Jeremias, siendo el último en caer ante los puños de Pedro.


—¡Quiero a Paula, y siempre lo haré! Aunque amarla pueda ser algo bastante doloroso para mí… —confesó él, limpiándose la sangre de la boca.


Pedro no se detuvo a escuchar la respuesta de aquellos energúmenos. Simplemente se adentró en la casa en busca del último de los hermanos Chaves.


—Veo que con los años has mejorado algo, rubito —ironizó éste al ver la celeridad con la que Pedro se había librado de sus hermanos en esa ocasión —. Pero la verdad es que no sé por qué te molestas en levantar un dedo por Paula. Después de todo, tú ya no la quieres, de lo contrario, ya la habrías perdonado… —afirmó Alan, la última barrera que lo separaba de ella.


—¡La he perdonado! Lo hice hace tiempo… ¿Cómo podría no perdonar a la mujer a la que amo por más daño que me haya hecho? ¡Pero no podía decírselo porque temía que volviera a alejarse de mí! —rugió Pedro, revelando los miedos que su corazón sentía desde el primer instante en que volvió a ver a Paula.


—¡Pedro! —gritó ella entre sollozos después de haber escuchado su conmovedora confesión a través de la puerta cerrada.


Y, por una vez, el mayor de los Chaves no usó la violencia para dejar clara su posición. 


Simplemente bajó los puños y se apartó de su camino, admitiendo que, después de todo, si ese hombre conseguía hacer feliz a su hermana, tal vez sería el adecuado para ella.


—Paula, abre la puerta, por favor —pidió Pedro, queriendo suprimir el último obstáculo que los separaba.


Y, cuando ella abrió, se arrojó a sus brazos mientras le confesaba sus más íntimos sentimientos:
—¡Pedro, te amaré por siempre!


—Y yo nunca dejaré que te alejes de mi lado, para que jamás puedas olvidar lo mucho que te amo, Paula —declaró finalmente él, comprendiendo que para volver a amarla no era necesario olvidar el pasado, sino crear un nuevo presente en el que nada ni nadie pudiera separarlos.