jueves, 24 de mayo de 2018
CAPITULO 66
Eliana estaba más que harta de permanecer todo el rato sentada en las gradas. Y todo porque su marido no la dejaba participar en los eventos deportivos debido a que estaba embarazada. Cuando ella intentó explicarle que estar embarazada no significaba que fuese inútil y que tuviese que quedarse inmóvil como una planta, Alan la fulminó con la mirada y le recordó el momento en que la pelota que su amiga Paula había lanzado impactó con un sonoro golpe en una zona muy sensible de su hermano Pedro, haciéndolo caer al suelo.
—Los deportes son peligrosos. Tú, aquí, sentadita y a salvo…
Y como si los dos hombres más importantes de su vida se hubieran puesto de acuerdo, mientras Alan la obligaba a sentarse nuevamente en su lugar, el bebé que llevaba en su interior aprobó la reprimenda de su padre con una de sus pataditas.
Indudablemente, cuando naciera, ese niño sería igual de salvaje que su papá.
En el instante en que finalizó el aburrido partido de béisbol, cuyo único momento interesante había sido cuando su amiga lesionó a su hermano, Eliana vio cómo Paula, una vez más, ignoraba los cuchicheos y las maquinaciones que sus pérfidas compañeras se traían entre manos. Aunque estuviera enfadada con ella, Eliana nunca la dejaría sola ante las intrigas de esas víboras, así que se marchó muy decidida hacia los vestuarios dispuesta a acabar con todas ellas. Y, por si acaso se le revolvían, cogió uno de los bates de béisbol.
Alan la miró alzando interrogativamente una ceja.
—Tengo que acabar con una irritante plaga. Tú, a cuidar de los niños… — manifestó decididamente Eliana mientras señalaba el lugar donde se hallaban Nicolas y su revoltosa hija, Helena.
Alan sonrió y, consciente de que eso solamente podía ser un asunto de mujeres en el que ningún hombre debía entrometerse, alzó las manos en señal de rendición y se dispuso a ir a echar un vistazo a aquellos mocosos, que se estaban peleando de nuevo.
—No seas muy dura con ellas, cariño —pidió mientras se alejaba, dispuesto a permitir que su mujer se desahogara con aquellas mujeres y agotara así su mal humor.
De este modo evitaría que lo llevara a casa consigo y lo pagara con él, como últimamente hacía, a causa de lo revolucionadas que estaban sus hormonas por el embarazo.
Cuando Eliana llegó a los vestuarios vio a su amiga, cubierta solamente con una toalla y tan cegata como un topo, siendo guiada por Mabel hacia las duchas de los hombres. En el instante en que Mabel salió, Eliana se dispuso a entrar para salvar a Paula de una vergonzosa situación, pero su hermano Pedro se adentró en las duchas antes de que ella pudiera hacer nada. Y, después de eso, una interminable bandada de hombres sudorosos decidió dirigirse también hacia el lugar.
Eliana esperó con preocupación a escuchar el escándalo que producirían un par de decenas de hombres al encontrar a una mujer desnuda en su vestuario, pero, al parecer, ninguno de ellos dio con Paula. Así pues, esperó junto a la puerta, armada con su bate y muy dispuesta a noquear a quien hiciera falta para salvarla. Y esperó, y esperó…
«¿Dónde coño se ha metido Paula?», pensaba un tanto confusa cuando vio que todos los hombres abandonaban las duchas y que, al pasar por su lado, la miraban un tanto extrañados.
—¿Qué sucede? ¿Nunca has visto a una embarazada cabreada? —preguntó al último imbécil que pasó frente a ella mientras balanceaba el bate.
Cuando ya estaba a punto de marcharse, vio a Paula saliendo de las duchas ataviada con una simple toalla. El rostro de su amiga se tornó de un llamativo color rojo, igual de intenso que el de sus cabellos, que delataba lo que había estado haciendo mientras ella la esperaba. El atrevido hombre que había jugado con Paula hasta convertirla en un manojo de nervios retuvo una de las manos de su amiga a la vez que susurraba algo a su oído, algo que aumentó el sonrojo en el rostro de la avergonzada chica.
Cuando Eliana se preguntaba quién podría ser ese canalla, ya que desde su posición apenas le veía la mano y nada más, éste al fin salió de detrás de la puerta y pudo ver al individuo en cuestión, que no era otro más que su hermano Pedro.
A la mente de Eliana acudieron las palabras de Paula, y en ese instante pensó que ya sabía la razón por la que Pedro se comportaba así con ella: indudablemente, ese estúpido estaba enamorado y, como todos los hombres de su familia, la mejor forma de demostrarlo era haciendo el idiota… Sin embargo, ésa no era la manera adecuada de comportarse con una mujer, y más le valía a Pedro que lo aprendiera antes de que Paula volviera a marcharse y él perdiera algo de lo que se arrepentiría toda la vida.
Eliana interrumpió a la pareja con un educado carraspeo y, dirigiendo la punta del bate de béisbol a su hermano, lo alejó de Paula empujándolo poco a poco hacia atrás.
— Ya veo que le has echado una mano a mi amiga…, aunque no sé exactamente dónde —dijo reprendiendo a Pedro con una de sus frías miradas al tiempo que no dejaba de amenazarlo con el bate.
—Eso, hermanita, no es de tu incumbencia… —declaró Pedro con impertinencia, vestido igual que Paula con tan sólo una toalla, mientras alejaba el bate de sí y cruzaba
los brazos retando a Eliana con una de sus burlonas sonrisas—. Será mejor que ayudes a tu amiga a encontrar algo de ropa antes de que la vea alguien más, ¿no te parece? —añadió, haciendo que su hermana se olvidara así de la vergonzosa situación en la que los había encontrado.
—Mis cosas han desaparecido… —apuntó Paula, cada vez más abochornada.
—¿Otra vez la han vuelto a tomar contigo esas odiosas vacaburras? —preguntó Eliana, decidida a marcharse para enfrentarse a ese grupo de estúpidas a las que nunca había temido.
—Sí, hay personas que nunca crecen, ¿verdad? —replicó Pedro mientras le arrebataba el bate de béisbol a su hermana—. Acompaña a Paula a los vestuarios de chicas antes de que se cruce con algún idiota. Yo recuperaré sus cosas. ¡Oh, vaya! Creo que ya es demasiado tarde… —ironizó mientras veía cómo su cuñado corría en su dirección y escondía a Paula detrás de él.
—¿Qué ocurre, Eliana? ¿Estás bien? ¡He oído que había una loca junto a las duchas masculinas y he venido lo más rápido que he podido!
—¿Has pensado que podía tener problemas? —preguntó ella con una encantadora sonrisa ante el adorable comportamiento de su marido.
—No, he pensado que tal vez tú podías ser la loca en cuestión y no quería perderme tu actuación.
Eliana fulminó a Alan con la mirada, muy decidida a que se arrepintiera de sus palabras.
Por lo pronto, esa noche dormiría en el sofá, y a lo largo de la semana ya se le irían ocurriendo antojos de lo más caprichosos para tocarle las narices.
—¡Vámonos, Paula! Algunos individuos nunca maduran… —declaró enfadada, refiriéndose tanto a su marido como a su hermano.
Cuando se alejaron, Alan miró extrañado la indumentaria de Pedro, y no pudo evitar la tentación de indagar sobre lo ocurrido.
—¿Me puedes aclarar una duda que tengo? ¿Qué demonios hacía Paula tapada con una simple toalla a las puertas del vestuario masculino? ¿Y por qué estabas tú acompañándola con la misma escasez de ropa?
—No pienso decirte nada, Alan. Así que más vale que te guardes tus preguntas… ¡y por nada del mundo se te ocurra hacerme a mí el bailecito que le dedicaste a mi hermano para celebrar que estaba neciamente enamorado de Victoria Wilford! — advirtió Pedro, acabando con los gestos que Alan estaba haciendo para burlarse de su cuñado.
—No hace falta que me digas nada: se te nota a la legua que estás enamorado de Paula.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Pedro, bastante preocupado porque su conducta delatara sus sentimientos por esa mujer.
—Porque te comportas como un imbécil cada vez que estás a su lado. ¡Oh, qué bien lo voy a pasar! —declaró felizmente Alan, frotándose las manos mientras recordaba cuánto se habían divertido sus dos cuñados a su costa mientras él perseguía a Eliana.
Ahora era el momento de su revancha y de ver cómo ellos sufrían y hacían el idiota por amor.
—¿Con quién has dejado a los niños? —preguntó Pedro, intentando desviar la conversación de su persona.
—No te preocupes, están con Daniel —contestó su cuñado, desentendiéndose del tema.
—Eso no me tranquiliza en absoluto.
—¡Hum! Y a mí tampoco, ahora que lo pienso —convino Alan y, tras esa respuesta, se apresuró a alejarse corriendo por los pasillos antes de que Eliana lo descubriera y lo reprendiera por su insensatez.
—¿Y tú qué excusa tienes para comportarte como un imbécil, eh, Alan? —le preguntó Pedro a gritos a su amigo, todavía molesto con sus palabras.
—¡Muy fácil, Pedro: aún soy un hombre enamorado!
CAPITULO 65
Paula observó, asombrada cómo ese hombre, que era un canalla, se comportaba como todo un caballero. Mientras otros no habrían dudado en aprovecharse de la situación, él la sostenía desnuda contra su cuerpo sin hacer ningún movimiento insolente. La toalla que había llevado consigo Pedro permanecía ocultando la parte baja de su cuerpo, que, con la proximidad de su desnudez, comenzaba a reaccionar.
Paula se agarraba fuertemente a Pedro para no delatar su presencia, con dificultad, porque su mojado cuerpo estaba resbaladizo por el jabón, pero los fuertes brazos del hombre en ningún momento la soltaron o mostraron cansancio alguno.
Mientras esperaban a que los compañeros abandonaran el lugar, aparecieron más hombres procedentes de otras actividades deportivas que ocuparon las duchas que iban siendo desalojadas.
—¡Eh, tío, si has terminado ya, deja la ducha para otro! —gritó uno de los impacientes idiotas que abarrotaban el lugar.
—No, estoy muy sucio, ¡así que búscate otra ducha! —respondió Pedro con un intimidante tono que no admitía discusión y, tras eso, para no delatarlos, tuvo que abrir el grifo, empeorando una situación bastante complicada de por sí cuando su toalla mojada cayó al suelo.
Bajo el chorro de agua, Paula miró a Pedro y su cuerpo comenzó a revelar lo que intentaba ocultar su corazón: en los brazos de ese hombre despertaba nuevamente al deseo y no podía evitar querer sentir de nuevo sus caricias y sus besos. La desatada pasión que siempre los arrollaba cuando estaban juntos volvió a surgir, y para nada importaron los años que habían pasado separados, o las decenas de obstáculos que aún los alejaban.
Paula se revolvió inquieta entre sus brazos sin saber si sucumbir a sus más profundos deseos o si comportarse como debía, alejándose de él para poder olvidarlo.
—¡Por Dios, no te muevas! —masculló Pedro entre dientes, apretando las nalgas de la inquieta mujer que definitivamente lo estaba volviendo loco.
—Pedro, creo que deberíamos hablar… —dijo ella en voz baja, recordando para lo que había vuelto a Whiterlande en realidad.
—Paula, en estos momentos tienes toda mi atención, ¡pero, por favor, no te muevas más porque todo hombre tiene un límite! —murmuró él.
—He venido a olvidarte —anunció Paula, haciendo que, con sus palabras, el rostro de Pedro se tornara frío.
—Perfecto…, y, sin duda, la mejor manera de lograrlo es metiéndote desnuda en mi ducha.
—No, pero mientras estaba aquí he pensado que, tal vez, si nos volvemos a acostar, pueda olvidarte…
—Una idea cojonuda…, ¿empezamos?
—Pero prométeme que sólo será una vez y que…
Las palabras de Paula fueron silenciadas por un ardoroso beso que buscaba con desesperación recuperar el tiempo perdido. Pedro se apoderó de su boca mordiendo los labios que tanto lo tentaban y buscó con su lengua una respuesta a sus avances. Cuando Paula se apretó más contra su cuerpo, él la llevó hasta la pared de la ducha para utilizarla como apoyo y, mientras con una mano silenciaba los gemidos de ella, con la lengua fue lamiendo el agua que caía por su cuerpo.
Paula se arqueó contra la pared a la vez que Pedro jugueteaba con sus tentadores senos, lamiendo cada uno de ellos. Mientras sus manos se deslizaban por sus mojadas piernas, él torturó sus erguidos pezones, mordisqueándolos como castigo a cada uno de los bocados que Paula daba a su mano para silenciar su voz. Cuando la fuerte mano que la retenía indagó en su húmedo interior, ella soltó un gemido sin poder evitarlo.
—¡Eh, tío! ¿Te pasa algo? —preguntó un curioso, alentado por el ruido.
—¡Nada! Sólo que se me ha caído el jabón —respondió Pedro con una maliciosa sonrisa mientras se deslizaba hacia el suelo hasta hincarse de rodillas y poner las piernas abiertas de Paula sobre sus hombros.
Ella negó con la cabeza, sabiendo que no podría evitar ser descubierta si Pedro comenzaba a deleitarse con su cuerpo, pero él simplemente sonrió y bajó la cabeza para saborearla con su lengua. Lamió despiadadamente su clítoris mientras Paula sujetaba sus cabellos con una mano y con la otra intentaba acallar los gemidos que salían de su propia boca para no ser descubiertos.
Sin piedad alguna, Pedro la hizo acercarse al placer una y otra vez, y cuando sus caderas comenzaron a moverse exigiendo el gozoso éxtasis, él introdujo un dedo en su interior haciendo que otro gemido escapara de su boca, por más que Paula trató de silenciarlo.
—Oye, ¿seguro que estás bien? —preguntó de nuevo el mismo cotilla, al que Pedro tenía ganas de atizar.
—Sí, seguro… Creo que después de esta ducha estaré mejor que nunca —afirmó él con una ladina sonrisa poco antes de alzarse nuevamente cargando a Paula. Apoyando
de nuevo su cuerpo contra la pared, la penetró de una sola y ruda embestida, a la vez que sus labios silenciaban la boca de ella y sus fuertes manos dirigían su cuerpo hasta el éxtasis.
Paula movió las caderas buscando su propio placer mientras las duras acometidas de Pedro y el agua fría que rozaba su sensible cuerpo la hacían llegar a la cumbre del placer. Pedro la acompañó gritando en silencio su nombre, y cuando un arrollador orgasmo los embargó, no dejaron de abrazarse ni un solo momento. Tras esto, ambos continuaron unidos como si fueran uno, y después de mirarse a los ojos y sentirse avergonzados, se preguntaron cuánto más tendría que prolongarse esa embarazosa situación para evitar ser descubiertos.
La respuesta no se hizo esperar en el momento en que los ocupantes de las restantes duchas empezaron a quejarse de la falta de agua caliente y abandonaron el lugar.
Cuando confirmaron que estaban solos, Paula intentó alejarse de Pedro, algo que esta vez él no permitió.
—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó un tanto molesto al ver cómo ella se revolvía inquieta entre sus brazos.
—Has prometido que sólo sería una vez… —protestó Paula cuando empezó a notar en su interior que el miembro de Pedro comenzaba a animarse nuevamente.
—No, pequitas, yo no he prometido nada, ya que nunca hago una promesa que sé que no podré cumplir —manifestó Pedro, silenciándola con uno de sus besos que la hizo olvidarse nuevamente de todo, mostrándole lo peligroso que era el juego que había comenzado para tratar de olvidarlo y con el que en esos instantes estaba consiguiendo justo lo contrario.
CAPITULO 64
Aun después de pasar unos quince minutos tumbado en el suelo sin poder moverme, persistía ese horrendo dolor en mis pelotas. Creo que cuando recibí el contundente golpe en mis innombrables perdí por unos instantes el aire y por poco la consciencia.
Sin duda, había sido una firme y rotunda repuesta a mis ¡ insinuaciones. Y eso que Paula siempre había carecido de puntería alguna. Seguramente, a lo largo de los años, aquellos irritantes hermanos suyos le habían enseñado a lanzar, pues el doloroso golpe que había recibido era prueba de ello.
Más le valía a esa pelirroja que se anduviera con cuidado, porque estaba muy dispuesto a vengarme y no pensaba perdonarle tan fácilmente ese último revés a mi dolorido ego.
No sería fácil que yo me olvidara de ese vergonzoso momento, y no creí que hubiera nada que Paula pudiera hacer o decir para que yo olvidara mi enfado.
O eso pensé, hasta que me adentré despreocupadamente en las duchas del vestuario masculino y, tras entrar en el primer cubículo, decidí que, sin duda alguna, después de eso se lo perdonaría todo.
—Mabel, ¿has encontrado ya el champú? —preguntó Paula sin volverse hacia mí, y yo, sin poder dejar pasar esa oportunidad, le cedí mi champú.
»Gracias —dijo despreocupadamente mientras comenzaba a enjabonarse el cabello.
En ese momento descubrí que la parte más importante de mi cuerpo no había sido dañada de forma definitiva cuando mi miembro comenzó a reaccionar ante el bello panorama de su espalda y de su hermoso trasero, el cual comenzó a tentarme demasiado.
—¿Tienes gel? —preguntó mientras tarareaba una alegre cancioncilla.
Yo se lo presté con una maliciosa sonrisa, disfrutando de la hermosa visión que ella inocentemente me ofrecía.
Cuando comenzó a recorrer sus curvas con las manos, enjabonando cada parte de ese delicioso cuerpo que en sueños siempre me atormentaba, no lo pude resistir más y, abrazándola por la espalda con mis fuertes brazos, le susurré al oído:
—¿Te ayudo a enjabonarte?
Paula no tardó en zafarse de mi abrazo y, volviéndose con brusquedad hacia mí, completamente desnuda, me preguntó muy enfadada:
—¿Pedro? ¡¿Se puede saber qué narices haces en el vestuario de las chicas?!
Tras cerrar el grifo de la ducha, se volvió de nuevo hacia mí, y al verla tan confundida y poco avergonzada comprendí que sus antiguas compañeras de clase habían vuelto a jugarle una mala pasada. Otra vez.
—¡Y yo que pensé que querías disculparte…! —dije irónicamente mientras movía una mano frente a los ojos de Paula, asegurándome de que sin sus gafas o sus lentillas era tan cegata como un topo.
—¿Qué? —preguntó ella asombrada, apartándose de mí hasta que su espalda dio con la pared de la ducha.
—Paula, estás en las duchas de los chicos, y de un momento a otro entrarán aquí todos los hombres que han participado en el partido.
—¡¿Qué?! —exclamó mirándome aterrada.
Y ése fue el último comentario que hizo Paula antes de que mis maliciosas palabras se hicieran realidad y todos los hombres entraran en tropel a las duchas, momento que aproveché para cerrar el cubículo por dentro con el pequeño pestillo que había mientras la cogía en brazos para que nadie viera sus femeninos pies por debajo de la puerta.
Luego tapé su boca para evitar que gritase por la sorpresa ante mis atrevidas acciones mientras le susurraba al oído:
—No querrás que todos esos hombres te vean así, ¿verdad?
Cuando vi sus ojos atemorizados, dejé de taparle la boca y simplemente la sostuve entre mis brazos mientras mi temerosa Paula se agarraba fuertemente a mí, enlazando sus piernas y sus brazos con mi cuerpo a la vez que escondía el rostro en mi hombro.
Yo la retuve a mi lado, ignorando otra dolorosa reacción que sin duda también me había provocado ella…
¡Qué mierda era eso de comportarse como un caballero!
Pero en ocasiones, cuando estaba junto a ella, no podía evitar convertirme en la persona que ella siempre había soñado que yo era.
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