domingo, 27 de mayo de 2018

CAPITULO 75




Al final de la tarde, Nicolas pensaba que su padre era el mejor hombre del mundo, y aunque en ocasiones pudiera comportarse tan perversamente como sus tíos le habían dicho, ese aspecto de su personalidad sólo salía a relucir para vengarse de aquellos a los que quería hacerles una mala jugada.


El pequeño también llegó a la conclusión de que su padre era muy listo y divertido y, además, ¡sabía cocinar! Sin duda era el hombre perfecto para su mamá, y mientras permanecía a su lado en todo momento, Nicolas se preguntó por qué su madre todavía no se había dado cuenta de ello.


Como sabía que la vida de los adultos era más complicada que la de los niños, decidió esperar un poco antes de intervenir. Por lo pronto, su papá no parecía ir mal encaminado en lograr que su madre no pudiera olvidarlo, ya que Nicolas la había oído pronunciar su nombre en más de una ocasión, aunque también había que admitir que sólo lo había nombrado para maldecirlo.


A Nicolas no le gustaba nada que su padre no supiera que él era su hijo, e imaginó que esto debía de ser culpa de sus tíos. Quiso revelarle la verdad en varias ocasiones, pero tenía miedo de que su mamá los alejase si se enteraba de ello, así que decidió que lo mejor era hacer que sus padres volvieran a estar juntos antes de que Pedro recibiese la noticia de que era su padre.


Mientras trataba de hacer algo de provecho en la cocina, Nicolas se rio con las bromas de aquellos hombres y de la impertinente niña que siempre se interponía en su camino. Una vez más, Helena estaba en medio, pero esta vez solamente quería atraer la atención de una persona, su padre, el imperfecto Alan Taylor, con el que jugaba y bromeaba mientras ensuciaban la cocina más que hacer algo útil.


—¿A usted le gustan los niños, señor Alfonso? —preguntó Nicolas, resuelto a saber si Pedro sería un buen padre.


—Llámame Pedro, chaval —pidió él mientras revolvía el pelo del revoltoso niño, que cada vez le caía mejor.


Pedro, ¿te gustan los niños? ¿Tienes alguno?


—¿Que si me gustan los mocosos impertinentes como mi sobrina o tú mismo? La verdad es que sí, pero no tengo ninguno.


—¿Por qué no? —interrogó Nicolas, sabiendo que aquello no era cierto.


—Porque pienso que primero debo conseguir a la mujer que quiero y luego pensar en formar una familia.


—¿Y si pasa al revés? —continuó Nicolas, lo que hizo pensar a Pedro que el niño lo había elegido como su futuro padre.


—Intentaría ser el mejor padre del mundo —respondió, ganándose así la aprobación del crío.


«¡Decidido! ¡Tengo que juntar a mis padres!», pensó Nicolas. 


Mientras ideaba de qué manera podría conseguir su objetivo, su madre volvió acompañada de varios hombres que la ayudaban alegremente con sus compras. En ese momento Nicolas concluyó que lo primero que tenía que hacer era espantar a la competencia para su papá. Y ya salía de la cocina, totalmente decidido a hacer alguna que otra jugarreta, cuando Pedro salió a su vez, se apoyó en el marco de la puerta de entrada y, sonriendo maliciosamente a aquellos hombres, les preguntó:
—¿Os acordáis de las imágenes de aquel libro? Pues ahora soy médico… ¿Cuál es el primer voluntario?


Sorprendentemente, después de algunas apresuradas palabras de disculpa porque tenían otras cosas urgentes que hacer, los tres hombres dejaron rápidamente las bolsas de la compra en el suelo y salieron corriendo. Nicolas se preguntó cuál sería el truco de su padre para alejar a tantos hombres de una sola vez, y así se lo dijo.


—Chaval, el truco está en dar mucho miedo, o, si no, mostrar lo que serías capaz de hacer para que se cumpla tu mayor deseo —declaró Pedro sin apartar la vista ni un solo
instante de lo que más deseaba en esos momentos: su pequeña Paula, quien lo maldecía una vez más bastante enfadada mientras hacía varios viajes al interior de la casa para dejar las pesadas compras.



CAPITULO 74




Desde la puerta de la cocina de Eliana, Nicolas observaba cómo su madre se peleaba con la masa de galletas. Y, sin atreverse a entrar, el pequeño se preguntaba a quién querría envenenar en esa ocasión, porque mientras los dulces caseros de las demás mamás sabían deliciosos, los de su madre sabían a rayos. De hecho, su madre únicamente hacía esas galletas caseras sin azúcar y bajas en grasa cuando alguien la enfadaba mucho.


Mientras el chiquillo se acercaba disimuladamente a Paula para obtener más información, la oyó maldecir en voz baja y, tras su larga retahíla de ofensas, no albergó dudas de que el causante de su mal humor era su padre.


—¡Serás hijo de…! ¡Te voy a enseñar a mentirme! Que me estabas esperando…, ¡y una mierda! Que me amas…, seguro que sí, por eso te dedicas a acostarte con otras… ¡Ya verás! En cuanto termine estas sabrosas galletas, vas a caer rendido a mis pies…


«Seguramente intoxicado», pensó Nicolas, decidiendo que, por mucho que hubiera hecho su padre para irritar a su mamá, nunca se merecería semejante castigo.


—Te voy a mostrar lo buena que soy preparando los platos más deliciosos que has tenido el placer de probar en tu vida —murmuraba Paula mientras agitaba peligrosamente el rodillo de amasar que sujetaba en una mano.


Tras mirar la desastrosa cocina, Nicolas llegó a la conclusión de que, definitivamente, eso nunca sería posible.


—Y luego, cuando caigas rendido ante mi forma de cocinar…


«Por la intoxicación alimentaria», pensó el crío, apenándose por el destino que le esperaba a su padre.


—… adorarás todo de mí, sobre todo mis dulces…


Realmente su madre en ocasiones se imponía metas verdaderamente imposibles.


—Oh, ¡hola, Nicolas! No sabía que estuvieras aquí. ¡Toma! ¡Prueba una de las deliciosas galletas que estoy preparando para la reunión de alumnos!


«¡Mierda!», pensó él mientras cavilaba sobre cómo escapar de esa tortura.


—Creo que la dejaré para más tarde, mamá.


—¡No digas tonterías: son muy sanas! Y te mereces un premio por lo bien que te has portado desde que llegamos aquí —declaró Paula, mirando con ojos esperanzados a su
hijo a la espera de su veredicto.


Nicolas se resignó a volver a morder aquella masa sin sabor y a simular que sabía deliciosa cuando alguien, valientemente, se le adelantó y cogió una de las galletas del plato en el que descansaba la repostería casera de su madre. 


En el momento en que Nicolas alzó la vista hacia el intruso, se enorgulleció de que su valeroso salvador fuera su padre, y dudó unos instantes sobre si advertirle o no de los peligros que traía consigo probar la comida de su mamá. 


Sin embargo, para cuando se decidió e intentó susurrar una advertencia, ya era demasiado tarde.



—¡Veamos qué cosa tan deliciosa estás preparando para los puestos de comida de esta noche! —dijo Pedro—. ¡Puaj! ¡Pero ¿qué mierda es ésta, Paula?! —exclamó, tras darle un mordisco a una galleta—. Ya sé que no tienes muy buenos recuerdos del instituto, pero no deberías tratar de envenenar a alguno de tus compañeros como venganza.


—¡Son galletas sanas y saludables!


—¡Son un asco, Paula: saben a suela de zapatos!


—¡Pues a mi hijo le gustan! —anunció ella, mirando orgullosamente a Nicolas.


—Suelta eso, chaval: es veneno. Soy médico y sé lo que digo —manifestó Pedro mientras le arrebataba la galleta a Nicolas y la tiraba al cubo de la basura.


—¡Pero ¿qué haces?! ¡Son las galletas para la reunión! —gritó Paula desesperada al ver que Pedro se deshacía de todas ellas.


—Vamos a ver si me aclaro: ¿no estás haciendo esto para vengarte, sino que realmente cocinas así de mal?


—¡Yo no cocino mal: mis postres son sanos!


—Esas galletas saben a mierda, Paula. De hecho, creo que la mierda sabe mejor.


—Eso es porque son sin azúcar. ¡Éstas tienen azúcar, ya verás como su sabor cambia! —chilló ella, dejando un plato ante Pedro para después darse la vuelta en busca de más platos que demostraran sus habilidades culinarias.


—Yo que usted no lo haría… —advirtió Nicolas en voz muy baja en el momento en que vio que su padre estaba por probar otro de los cuestionables postres de su madre.


—¿Por qué no, chaval? —preguntó Pedro, un tanto extrañado de que el niño, que siempre lo había odiado, intentara ayudarlo en esos momentos.


Sus dudas sobre si seguir o no los consejos de Nicolas se resolvieron cuando el chiquillo cogió una de las galletas con azúcar de su madre y, tras golpear el plato con ella, éste se rompió.


—De acuerdo, Paula, ¡decidido! Tú te encargas de las compras y yo de la cocina…



***


Mientras le enseñaba a ese mocoso a cocinar para que no tuviera que sufrir en manos de su poco talentosa madre la horrible tortura sobre su paladar que yo había soportado, mi irritante amigo Alan y mi aún más irritante hermano, Daniel, tuvieron que hacer su aparición en la cocina de mi hermana.


Cada uno de esos payasos había traído consigo un delantal, a cual más vergonzoso, y me lo mostraban con burla, decididos a hacerme una foto ataviado con ellos. Al parecer, no recordaban cómo acababan las cosas siempre que alguno de ellos quería hacerme una trastada. Pero ningún problema: ya se lo recordaría yo y, de paso, les daría una lección.


—¿Qué creéis que estáis haciendo? —pregunté seriamente a los dos pesados que no cesaban de atosigarme.


—Hemos venido para saber por qué estas cocinando para la reunión de exalumnos. ¿No se suponía que eso debía hacerlo Paula? En serio, no creo que tú seas mucho mejor cocinero que una mujer, por muchas clases de cocina que te diera mamá —opinó mi hermano, cogiendo despreocupadamente una de las nefastas galletas de Paula.


Cuando Nicolas se dispuso a advertir a mi hermano de su poco acertada decisión, yo le hice un gesto al chaval para que guardara silencio.


—¡Joder! ¡¿Qué es esto?! —exclamó mi hermano mientras escupía la galleta y buscaba en el frigorífico con desesperación alguna bebida para borrar el sabor. Al no encontrarla, metió la cabeza debajo del grifo y lo abrió.


—La cocina creativa de Paula… Si prefieres probar eso esta noche durante la celebración en torno a la fogata, estoy muy dispuesto a abandonar esta cocina —le dije haciéndome el ofendido mientras simulaba que me quitaba el delantal.


—¡Ni de coña! —gritó Alan, interponiéndose en mi camino al suponer que si mi hermano, con sus extravagantes gustos culinarios, no había podido resistir esa comida, en verdad nadie lo haría.


—Pero es que creo que no podré continuar con esto yo solo porque es mucho trabajo, así que tal vez tendré que pedirle ayuda a mi hermana. ¡Qué pena que esté embarazada y, tras ayudarme, probablemente pague su mal humor con su marido! —dejé caer, recordándole a Alan lo que pasaría si él no me prestaba su colaboración.


—¡Por favor, Pedro, déjame ayudarte! Dejemos a Eliana tranquila, que descanse… —replicó Alan alarmado, acabando de lleno con sus burlas.


—Yo estoy muy ocupado y… —intentó excusarse mi alocado hermano, intuyendo que mi taimada trampa también iba para él.


—Sí, tienes razón, Daniel. Victoria y tú debéis de estar muy estresados con la clínica veterinaria. Por eso he decidido invitarla al evento de esta noche, donde podrá descansar de su ajetreado día. ¡Quién sabe! Incluso podría conocer a algún que otro soltero apropiado…


—¡Maldito traidor! Te ayudaré, ¡pero ni se te ocurra mencionarle el evento a Victoria! Bastante duro me está resultando conquistarla como para que otro hombre se interponga en mi camino…



—Bueno, ¡qué le vamos a hacer! Aceptaré vuestra ayuda, ya que os empeñáis tanto —dije burlonamente—. Pero antes de hacer nada, tenéis que poneros los delantales para no mancharos.


—Vale. Alcánzanos uno de ésos —pidió mi hermano, impaciente por terminar esa labor que nunca osaría hacer si no era obligado a ello.


—Lo siento, éstos eran los últimos —repliqué mientras señalaba los delantales blancos que Nicolas y yo llevábamos puestos—. Creo que tendréis que usar los que habéis traído con vosotros.


—Estás de coña, ¿verdad? —repuso Alan, mirando el delantal que había traído únicamente para burlarse de mí.


—No, y si estáis pensando en resistiros, imaginad lo que dirá Eliana cuando os vea en su cocina.


Después de algún que otro gruñido de protesta, finalmente Alan fue el primero en ceder poniéndose un delantal con el dibujo del voluptuoso cuerpo de Wonder Woman, pero claro estaba, sin la cabeza, que aportó por mi cuñado. A Alan lo siguió Daniel, con un diseño algo más atrevido en el que una criada con escaso uniforme mostraba sus encantos. Pero, al igual que antes, con la cabeza de mi hermano sobre tan sensual figura.


Ante semejante espectáculo, hice lo que habría hecho todo buen amigo y hermano.


—¡Sonreíd! —pedí justo antes de tomarles una foto, que, evidentemente, fue directa a mi Facebook—. ¡Y así es como se le da la vuelta a la tortilla, chaval! —finalicé, aleccionando a Nicolas y dándole algún que otro consejo que le fuera de utilidad para cuando saliera de esa cocina.


Por supuesto, mi madre no tardó en hacer su aparición para ayudarnos después de enterarse de lo que estábamos haciendo, sin duda debido a una llamada de mi querida hermana, y con ello estropeó un poco mi diversión. 


Aunque cada vez que veía esa foto y los comentarios bajo ella, la sonrisa no podía borrarse de mi rostro.


—¡Sois un caso! —declaró mi madre al ver la indumentaria de mis forzados ayudantes y, mientras negaba con la cabeza, se dirigió a uno de los armarios de la cocina y sacó dos blancos delantales de su interior—. ¿Se puede saber por qué os habéis puesto eso? —concluyó arrojándole uno a cada uno de ellos.


—No lo sé, mamá. Simplemente se empeñaron en ello… Y mira que yo se los ofrecí, pero nada, ellos ya venían con sus delantales preparados y no hubo manera — apunté inocentemente, recibiendo sendas miradas fulminantes de mi amigo y de mi hermano, al tiempo que oía alguna que otra risita del niño que me acompañaba, que me hizo pensar que, después de todo, ese chaval no era tan malo como yo pensaba.



CAPITULO 73




Al llegar a la enfermería del instituto con el analgésico que había hallado en el viejo botiquín de la recepción, vi que mi paciente y su leve lesión en la muñeca estaban siendo eficientemente atendidos por Paula. Aunque también me percaté de la presencia de una mujer con medio rostro vendado de una forma muy poco profesional… Sin duda, alguien había osado cabrear a mi pequitas, y su irascible humor había vuelto a hacer de las suyas.


Ante las quejas de la mujer por la leve hinchazón que debía de tener en un lado de la cara, Paula había ido en busca de un analgésico para calmarle el dolor. Cuando salía de la enfermería, nuestras miradas se cruzaron. La mirada que ella me dirigió era bastante fulminante.


—¡Ya veo lo mucho que me has estado esperando! —dijo furiosamente mientras señalaba desde la puerta a la momia a la que al fin pude identificar como Mabel.



—Y te esperé… Durante mucho tiempo —confesé cogiendo su brazo, decidido a que esta vez escuchara la verdad de mis labios. Porque si Paula tenía celos de Mabel, aún no estaba todo perdido entre nosotros, ya que eso solamente podía significar que yo aún le importaba.


—¿Con ésta también estás prometido, Pedro?


—No, Paula. No tengo a nadie en mi vida.


—Claro, y todo porque me estabas esperando… —repuso irónicamente, eludiendo mi mirada.


—No, Paula, todo es porque aún sigo siendo un necio enamorado.


Pedro, tú nunca me has amado, nunca me dedicaste más de una mirada en el instituto y, cuando nos volvimos a encontrar, yo solamente te serví para que pasaras un rato entretenido.


—No sabes lo equivocada que estás —repliqué molesto mientras mesaba mis cabellos y me negaba a dejarla marchar a pesar de su fría respuesta—. ¿Por qué no les preguntas a tus hermanos por todas las ocasiones en que nos hemos encontrado? Tal vez, si se decidieran a contarte la verdad, comprenderías que no te estoy mintiendo.


—Porque no creo ni una sola de tus palabras, Pedro. Y ahora, si me disculpas, todavía tengo muchas actividades en las que participar —dijo intentando zafarse de mi agarre.


—No… —me negué y, cuando ella se volvió furiosa hacia mí, me inventé a toda prisa una conveniente excusa para pasar un poco más de tiempo a su lado—. Como veo que Mabel está herida, tú tendrás que ayudarme en los preparativos del evento de esta noche.


—Estoy dispuesta a ayudarte, Pedro, pero sólo lo necesario. ¡Ni sueñes con que volveré a ser tan idiota como para caer en tus sucios trucos otra vez! —respondió ella con decisión, conociendo mejor que ninguna otra persona las maldades que pasaban por mi mente.


Cuando al fin la dejé marchar tras asignarle una fácil tarea, susurré una promesa al silencioso pasillo:
—Eso está por ver, Paula.