domingo, 3 de junio de 2018

CAPITULO 98




Una de las noches en las que Nicolas se quedaba a dormir en casa de su padre, cogió una carta bastante antigua que encontró escondida en uno de sus libros. Pensó en deshacerse de ella por si era de otra mujer, pero tras mirar la foto que había junto a ésta no tuvo dudas que era de su mamá. Vaciló un instante sobre si debía leer o no la carta, ya que sabía que mirar la correspondencia ajena estaba mal, pero luego pensó que en ella tal vez podría haber algo que pudiera ayudarlo a unir nuevamente a sus papás y hacer que volvieran a enamorarse.


Cuando terminó de leer la fantasiosa carta, la miró con disgusto. ¡Así no había manera! 


¡Aquello no había por dónde cogerlo! ¿Y se suponía que tenía que representar esa carta para hacer que su madre volviera a enamorarse de su padre y que su padre se fijara nuevamente en ella? ¡Pero, vamos a ver, ¿por qué las mujeres eran tan complicadas?! ¿De dónde narices iba a sacar Nicolas una torre, un caballero y unos ogros…? «Espera, espera…, los ogros ya los tengo», pensó maliciosamente y, sin esperar un instante más, le pidió prestado el móvil a su padre.


Luego, tras anunciar que iba a llamar a su madre, se encerró en su cuarto para pedir la ayuda de todos esos ogros que en algún momento habían formado parte de la historia de amor de su madre.


—¿Sí, dígame? —contestó uno de sus tíos.


—¡Tío Alan, soy yo: Nicolas!


—¿Qué te ocurre? ¿Estás bien, pequeño? —preguntó Alan, preocupado por la hora de su llamada.



—¿Y cómo está tu madre? —intervino Julio, quien le había arrebatado el teléfono a su hermano mayor.


—¿Qué os ha pasado? —interrogó impacientemente Julian después de que su gemelo hubo conectado el manos libres.


—Vale, ¿qué pasa, Nicolas? —contestó mucho más calmado Jeremias, a la espera de la respuesta de su adorado sobrino.


—Os necesito… —murmuró el crío, pidiendo la ayuda de esos entrometidos personajes que seguramente en esos instantes se encontraban apiñados junto al teléfono a la espera de su historia.


A continuación les relató algunos de los descabellados pasos de su plan, un plan que no saldría bien si ellos no participaban.


—Ja, ja, ja… ¿Realmente crees que eso funcionará? —se rio Jeremias ante las locuras de su sobrino.


—No lo sé, ¡pero hay que intentarlo!


—Entonces no te preocupes, ¡vamos para allá!



CAPITULO 97




Nicolas estaba harto de que su papá ignorara a su madre una y otra vez.


Hacía un mes que su madre había llegado a casa de los Alfonso y les había contado que Pedro por fin sabía que él era su hijo y que, por supuesto, deseaba pasar tiempo juntos y conocerlo bien. Sus abuelos lo abrazaron, muy felices al recibir tan grata noticia, y se sintieron orgullosos de poder decir a todos que él era su nieto.


Nicolas creía que todo estaba solucionado definitivamente, pero había sido un craso error. 


Desde ese día, Nicolas había pasado muy buenos momentos con su padre: Pedro lo había llevado a ver partidos de béisbol, a innumerables parques, a ferias repletas de libros, que tanto adoraba, al cine para ver esas películas de miedo con las que ambos disfrutaban, e incluso alguna que otra noche se había quedado a dormir en casa de su papá. Pero siempre que intentaba meter a su madre en la conversación pasaba lo mismo.


—A mamá le encantaría comer en este lugar, tal vez podríamos invitarla algún día, ¿no? —dijo Nicolas mientras daba un gran mordisco a la sabrosa hamburguesa que degustaba en el bar de Zoe, un alegre establecimiento donde los vecinos del pueblo se reunían para pasar divertidos momentos de descanso, ya fuera a solas o con sus familias.


—Sí, algún día —esquivó Pedro la pregunta mientras seguía disfrutando de la compañía de su hijo—. Y, dime, Nicolas, ¿a qué deporte has decidido apuntarte como actividad extraescolar?


—Ajedrez.


—¡Eso no es un deporte! —replicó él, alzando interrogativamente una de sus cejas.


—¡Claro que sí, papá! El ajedrez es considerado un deporte científico porque, además de requerir destreza mental, hay que planificar una estrategia y una táctica al igual que en otros deportes como el béisbol, el fútbol o el baloncesto —informó el chico, colocándose impertinentemente las gafas en su lugar.


—¡Ajá! ¿Y la verdadera razón de tu elección es…? —preguntó Pedro, conociendo ya a su hijo y cómo ocultaba sus inseguridades detrás de su intelecto.


—Que, al igual que mi madre, soy un negado para los deportes físicos…


—No puede ser para tanto, chaval —dijo Pedro, intentando quitarle importancia al asunto.


—En baloncesto, boté el balón sobre la espalda de uno de mis compañeros en vez de sobre la cancha.


—Bueno, eso le puede pasar a cualquiera…


—Sí, claro —comentó escépticamente Nicolas mientras era él quien alzaba con gesto irónico una de sus cejas en esta ocasión—. En fútbol, le pegué al portero con el balón en la entrepierna.


—¡Uy! —exclamó Pedro, sin poder evitar imaginarse la dolorosa escena.


—Y, en béisbol, se me escapó el bate de entre las manos y golpeé al entrenador.


—No debes desanimarte, Nicolas. Si te gusta alguno de esos deportes, yo te ayudaré a entrenar. Además, seguro que nadie se fijó en ti mientras hacías esas pruebas. Y si lo hicieron, pronto se olvidarán…


El elaborado discurso que Pedro daba a su hijo tal vez habría funcionado si no hubiera sido porque el bocazas de su hermano entró en ese momento en el local.


—¡Enhorabuena, chaval! ¡Me han dicho que has dejado K.O. al entrenador de béisbol, con la manía que le tenía yo a ese tío de pequeño! —exclamó Daniel, sentándose al lado de su sobrino mientras le robaba una patata frita del plato—. Y, dime una cosa, ¿tienes en mente cuál es el próximo club de deportes al que quieres presentarte, Nicolas? —preguntó con un interés demasiado evidente.


—¡Ni se te ocurra, Daniel! ¡No pienso dejar que hagas apuestas sobre Nicolas! —negó Pedro molesto mientras le impedía robar un nuevo bocado del plato de su hijo.


—¡Venga ya! Sabes la falta que me hace ese dinero para devolvérselo todo a la tía de Victoria en el plazo que me he impuesto. ¡No me vendría mal una ayudita! Además, no sé por qué te molestas tanto, si tu vida privada ya está en esa pizarra.


—¡No me jodas! —exclamó Pedro, levantándose violentamente de la mesa para dirigirse con decisión hacia la barra tras la que se encontraba Zoe.


—¿De qué te extrañas? Ya te lo comenté hace unos días cuando me llamaste, «terriblemente preocupado» por mí —dijo Daniel, poniendo especial énfasis y sarcasmo en sus últimas palabras.


—Lo había olvidado por otras preocupaciones que tengo en estos momentos. Y sólo te llamé porque me obligó mamá, que estaba inquieta por ti y por tu ansia de consumirte mediante un exceso de trabajo para conseguir ese dinero. Para tranquilizarla, le di mi diagnóstico: sin duda alguna, padeces de locura transitoria.


—No, mi enfermedad es solamente que estoy enamorado.


—¿Acaso no es lo mismo? —declaró burlonamente Pedro poco antes de enfrentarse a la dueña del establecimiento—. En serio, Zoe, no creí que tuvieras el valor de ponerme en esa pizarra, ¿se puede saber qué narices has escrito en ella?


—¡Mierda! ¿Es que ya no se puede tener una apuesta secreta en este bar? ¡Echo de menos la época en la que casi nadie sabía de la existencia de mi pizarra! —suspiró Zoe, una rolliza y pelirroja mujer por la que apenas había pasado el tiempo.


A continuación sacó de su cocina la enorme pizarra de apuestas, en la que siempre anotaba las locuras de los Alfonso.


—Vale, aquí está —repuso mostrando ante todos las apuestas escritas—. ¡Te dije que no se lo contaras! —reprendió a Daniel, señalándolo con un dedo acusador.


—¡Y no se lo conté! Bueno, no le revelé la apuesta que habías hecho, Zoe, a pesar de lo mucho que me insistió cuando me llamó hace un par de días. Tan sólo que él aparecía en tu pizarra.


—¿Acaso no es lo mismo? —declaró ella, golpeando su frente ante lo idiota que podía ser algunas veces el bocazas de Daniel Alfonso.


—¡Dejaos de estupideces, quiero saber lo que pone en esa pizarra! —exigió Pedroapartando a todos los que se interponían en su camino hasta poder leer lo que habían escrito—. «¿Cuándo perdonará Pedro a Paula?» —leyó entonces en voz alta.


La gran cantidad de días que había tachados en ella le demostraba el prolongado tiempo que llevaba en pie la apuesta.


—Bueno, y ahora que al fin lo has visto, ¿podrías ayudar a tu hermano y revelarle cuándo dejarás de estar estreñido emocionalmente y te decidirás a perdonar a esa mujer? —lo increpó Daniel a la espera de una respuesta.


—Realmente no lo sé —declaró Pedro apenado mientras comenzaba a alejarse de ese lugar que le recordaba que entre Paula y él todavía había una larga historia que no había terminado.


—¿Qué es eso, tío Daniel? —preguntó Nicolas mientras se asomaba para observar el curioso objeto que tanto había molestado a su padre.


—Verás, Nicolas, eso es una pizarra donde los vecinos apuestan el dinero que quieren a un día concreto en el que creen que se cumplirá lo que dice en ella. Si aciertan, duplican su inversión. Si fallan, lo pierden y se acumula un bote que se llevará quien acierte.


—Las apuestas son una idiotez en la que nunca debes participar… —intentó advertirle Pedro a su hijo.


—A no ser que estés totalmente seguro de que puedes llegar a ganar —interrumpió irresponsablemente Daniel, ganándose un capón de su hermano.


—Vámonos, Nicolas, ya es hora de llevarte con tu madre —anunció Pedro, alejando a su hijo de ese inapropiado lugar y de su todavía más inapropiado hermano.


—¿Esta vez hablarás con mamá? —preguntó el chico esperanzado.


Aunque recibió la misma respuesta que su padre siempre le daba.


—Tal vez…



CAPITULO 96




Cuando me levanté desnuda y sola tras una noche en la que Pedro había dejado grabado en mi cuerpo cuánto me amaba, intenté ignorar las últimas palabras que me había dicho antes de separarse de mi lado.


Pero no podía. Él todavía no estaba dispuesto a perdonarme, y yo no sabía cuánto tiempo más podría aguantar suplicando su perdón. Me sentí feliz al saber que, al menos, Nicolas al fin tendría ese padre que tanto había deseado. 


Pero no podría volver a mentirle diciéndole que desde este momento seríamos esa familia feliz con la que él siempre había soñado.


En el instante en el que llegué a casa de los Alfonso para recoger a mi hijo, me asaltó la aprensión por tener que enfrentarme a unas personas a las que también había robado tan buenos momentos por mi egoísmo. ¿Cómo podría decirles a Juan y a Sara que Nicolas era su nieto? 


¿Cómo podría mirarlos a los ojos después de confesarles la verdad? ¿Me juzgarían? ¿Qué pensarían de mí? ¿Me gritarían? ¿Se enfurecerían conmigo? Esas cuestiones me causaban gran inquietud, pero debía afrontarlas y hacer lo correcto.


Pensé que el primero que tenía derecho a conocer tan importante noticia debería ser mi hijo, un hijo que había sido más listo que yo y que había reconocido a su padre a pesar de mi silencio. Un hijo que me había exigido que hablara con Pedro y que me había empujado a enfrentarme finalmente con su padre.


Hallé a Nicolas en la cocina, con la nariz hundida en uno de esos libros que tanto adoraba. Sara cocinaba algo y Juan lo acompañaba en su lectura señalándole alguna que otra curiosidad del libro.


Cuando alzó su alegre rostro, apenas me atreví a posponer más mi confesión.


—¿Has hablado ya con mi papá? —preguntó Nicolas con una sonrisa.


Incapaz de sostenerle la mirada, confesé ante todos:
—Sí, Pedro ya sabe que eres su hijo y quiere pasar mucho más tiempo a tu lado.


—¡Entonces al fin está todo solucionado! —exclamó Nicolas con entusiasmo mientras corría hacia el salón en busca de sus cosas.


Yo me quedé en silencio, observando cómo mi hijo se alejaba, sin saber qué decirle. Bajé la cabeza apenada y susurré la verdad de la situación mientras algunas lágrimas inundaban mi rostro:
—No, aún no.


Y, tras esas palabras, recibí un tierno abrazo de Juan y Sara, las personas que menos me esperaba. Tras eso, supe que ellos ya me habían perdonado. Ahora sólo faltaba que el hombre al que amaba se diera cuenta de lo arrepentida que estaba por no haber hecho las cosas de otra manera.