viernes, 18 de mayo de 2018

CAPITULO 46




Sentada en mi cama sentí curiosidad por la invitación que Jeremias había dejado en mis manos. Me extrañé al ver que provenía de Whiterlande, el apacible pueblo en el que un día dejé atrás todos mis sueños de adolescencia. 


Cuando la abrí, vi que era para una de esas estúpidas reuniones de exalumnos con las que los adultos se juntaban en el instituto una vez más para presumir sobre lo que habían conseguido en la vida, o para recordar los buenos momentos del pasado. Como ninguno de los dos era mi caso, pensé dejarla de lado hasta que vi una nota añadida a la tarjeta con un escandaloso «¡¡LLÁMAME YA!!» firmado por mi amiga Eliana. Dudé sólo un momento en obedecer la impertinente nota de mi amiga, ya que sabía que, si no lo hacía, pronto recibiría una reprobadora llamada suya.


—¿La has recibido? ¡Dime que la has recibido! —exclamó mi exaltada amiga sin apenas saludarme al contestar a su teléfono móvil.


—Si te refieres a esa estúpida invitación para la reunión de exalumnos, sí, la he recibido. He visto tu sutil petición y por eso mismo te llamo. Pero no pienso ir…


—¿Qué? ¿Por qué no? —preguntó ella muy sorprendida ante mi negativa de volver al lugar que tan malos recuerdos me traía.


—Eliana, no tengo un buen recuerdo de mi época en el instituto.


—¿Eh? ¿Y yo qué? —preguntó ella, ofendida por mi respuesta.


—Tú eres el único recuerdo agradable que tengo de mi estancia allí, eres la única que me defendía de las estúpidas jugarretas que siempre me hacían.


—En serio, aún no entiendo por qué todas esas chicas te odiaban —comentó Eliana confusa, sin imaginar nunca el gran número de admiradoras que sus hermanos podían haber llegado a acumular en el instituto, ya que en esos días ella solamente tenía ojos para el salvaje de Alan Taylor.


—Yo tampoco —mentí, pues no quería confesarle la verdad: que en esa época yo era una más de las alocadas chicas que iban detrás de uno de sus hermanos.


—Deberías volver y refregarles por las narices a algunas de esas mujeres tu gran éxito y…


—Eliana, sólo soy enfermera en un pequeño hospital de Houston.


—¡Pues ya haces más que algunas de las vacas de aquí, que solamente saben ir detrás de mis hermanos! Además, estoy esperando mi segundo hijo y me encuentro muy sensible estos días… ¡Quiero que mi amiga esté junto a mí y que esta vez sea la madrina de mi pequeño! ¡Así que no puedes negarte, Paula!


—Eliana…, verás…, nunca he querido decírtelo, pero… —Dudé unos instantes. Tal vez ya era hora de confesarle la relación que había mantenido con Pedro, pero aún no me sentía capaz de hacerlo—. Hay un hombre con el que me he ido encontrando a lo largo de los años y que me ha hecho sufrir mucho. Ese hombre vivía en Whiterlande, y tal vez se encuentre allí cuando yo vaya.


—No te preocupes por eso: ¡mis hermanos te protegerán! —manifestó Eliana, decidida a que yo fuese junto a ella.


Al oír la respuesta de mi amiga, me golpeé con desesperación la frente con la palma de la mano. Luego me tumbé en mi cama para ver cómo le explicaba a Eliana que esa respuesta no me tranquilizaba en absoluto sin confesarle que el hombre en cuestión era su hermano mayor.


—No es eso, es que no quiero volver a cruzarme con él. Cada vez que nos encontramos vuelvo a cometer el mismo error de caer en sus brazos y luego no puedo olvidarlo.


—¡Claro que no! ¡Porque dejas que él juegue contigo! Lo que tienes que hacer es jugar tú con él y luego dejarlo tirado, seguro que así se vuelven las tornas y esta vez es él quien no puede olvidarse de ti.


Aunque muchas veces las ocurrencias de Eliana parecían algo alocadas, en esta ocasión esa idea concreta se hizo un hueco en mi mente, la cual me decía que tal vez esa solución fuera la acertada para poder alejar al fin el fantasma de ese hombre de mi mente.


—¿Y tú cómo lo harías, Eliana? —pregunté, cada vez más interesada en la disparatada idea de mi amiga.


—Primero, para llevar a cabo mi venganza, elaboraría una lista en la que anotaría todas las cosas que querría llevar a cabo y, en cuanto volviera a encontrarme con ese hombre, comenzaría a cumplir una por una todas y cada una de ellas.


—No parece mala idea… —pensé sin poder evitar fijarme en la manía de Eliana de realizar infinitas listas para todo, algunas de ellas casi imposibles de cumplir.


—¡Entonces, perfecto! ¡Como así queda todo solucionado, te espero en Whiterlande! —decidió ella y, sin dejarme decir nada más, colgó antes de que pudiera darle una nueva negativa, sabiendo que, si ella me esperaba, no podría negarme a volver a ese irritante lugar.


Cuando cogí lápiz y papel y me senté ante el pequeño escritorio que había junto a mi cama, pensé que, dado que yo nunca había hecho una lista de ese tipo, no sabría por dónde comenzar. 


Hasta que a mi mente acudió aquella estúpida carta que escribí con quince años, dirigida a Pedro Alfonso, en donde había detallado cada uno de mis estúpidos sentimientos en aquellos momentos. Recordé que a esa carta le puse un necio encabezamiento: «Te amaré por siempre», algo a lo que Pedro, a lo largo de los años, había demostrado no corresponder en absoluto. Así pues, comencé a escribir, no una lista, sino una carta de venganza; una en la que le explicaba cuánto lo odiaba y cómo me gustaría hacerlo sufrir por cada una de las cosas que él me había hecho.


Por supuesto, a esta carta también le otorgué su merecido título, que no era otro que «Te odiaré por siempre», cosa que en esos momentos estaba muy cerca de ser verdad…



Te odiaré por siempre.
«Querido» Pedro:
Creo que en mi vida no he llegado a odiar a una persona tanto como te odio a ti. Cuando te conocí, me enamoré de ti a primera vista, y con tus logros y tu perfección poco a poco te convertiste en un príncipe a mis ojos. Pudiste ignorarme como a tantas otras de las idiotas que te perseguían, y con el paso del tiempo me habría ido olvidando de ti. 
¡Pero no! Tuviste que darme esperanzas
para luego destrozarlas y demostrarme que eras un auténtico diablo rompiendo mis sueños en pedazos, y encima riéndote de mí y de mi inocente amor.
Más tarde, cuando nuestros caminos volvieron a cruzarse, confundiste mi herido corazón comportándote conmigo como un hombre de ensueño en unas ocasiones y como un auténtico canalla en otras. Escuché tus palabras de amor con ilusión para darme cuenta poco después de que solamente eran mentira.
Siempre que nos encontramos juegas conmigo a tu antojo y dejas un amargo recuerdo en mí que hace que cada vez te odie un poquito más, y tal vez por ese
dolor, aún no puedo olvidarte, así que he decidido que, si nuestros caminos vuelven a cruzarse, esta vez seré yo la que juegue contigo de la siguiente forma:
Cuando volvamos a vernos, estaré tan distinta que quedarás boquiabierto ante mí y apenas me reconocerás. Después caerás rendido a mis pies. En algún momento llamaré tu atención haciendo que sólo puedas fijarte en mí, y por eso me elegirás a mí antes que a ninguna otra. Te mostraré lo eficiente y superior que soy con respecto a ti, y conseguiré que lo adores todo de mí, hasta mi forma de cocinar. Haré que te enamores de mí y, por supuesto, me divertiré viendo cómo te
vuelves loco de celos cuando otros se me acerquen. Por último, para que veas lo
que duele, conseguiré tu corazón para romperlo a continuación en mil pedazos y que así nunca puedas olvidarme. Y, cuando cumpla cada una de las promesas que te hago en esta carta, me alejaré para siempre de ti, tú desaparecerás de mi vida y yo, al fin, podré borrarte de mi mente.
Te odio, Paula +++++





Me gustó mucho el último toque que le di a mi carta, escribiendo un «Te odio» en
vez de un «Te quiero» al final, y añadiendo algunas cruces en vez de esas melosas equis
y oes que representaban abrazos y besos, como sí hice en la primera ocasión que le
escribí a Pedro. Guardé la carta delicadamente en un sobre y la cerré, a la espera de
entregarla personalmente al hombre que más odiaba cuando hubiera cumplido todo lo
que en ella se especificaba.





CAPITULO 45




Cuando Paula llegó a la pequeña casa de dos plantas de una tranquila urbanización que había conseguido con gran esfuerzo y que, en ocasiones, compartía con alguno de sus hermanos mientras éstos no estaban en alguna de sus misiones, observó atentamente que los cuatro niñeros de su hijo parecían más deprimidos que nunca.


La ajetreada madre dudó por unos instantes, mientras revisaba su correo, si habría sido una decisión sensata la de elegir a sus hermanos como cuidadores de Nicolas, hasta que oyó que la razón del lamentable estado de éstos se debía a otra de las condescendientes contestaciones que su hijo daba últimamente y por las que sus hermanos creían que el pequeño los odiaba. A causa de ello, se peleaban sin cesar.


—¡Por tu culpa, ahora Nicolas nos odiará a todos! —gritaba airadamente Alan a Jeremias.


—¡No creo que sea yo precisamente el culpable de esta situación! —recriminaba Jeremias a su acusador hermano mayor.


Antes de que los ánimos de los airados pelirrojos volvieran a alterarse, Paula entró en la habitación dispuesta a poner paz en sus disputas una vez más, e, increíblemente, y para su asombro, su mera presencia los apaciguó, ya que en cuanto ella apareció se hizo un silencio absoluto.


—¿Otra vez habéis hecho enfadar a Nicolas? —preguntó cansada mientras se derrumbaba en su sillón favorito a la espera de conocer cuál era el motivo por el que estaba molesto su exasperante hijo en esa ocasión—. ¿Otra vez lo habéis obligado a ver un partido de béisbol? ¿Le habéis cambiado sus libros de historia por cómics de superhéroes, o le hicisteis jugar con vosotros a esos poco didácticos videojuegos que tanto odia? —recitó Paula, molesta con la educación que sus hermanos intentaban dar a su superdotado hijo, reprendiendo con la mirada a cada uno de ellos.


—¡No, no hemos hecho nada de eso! —contestó indignado Julio, como si nunca hubiera sido capaz de comportarse del modo vergonzoso que Paula describía.


—¿De verdad? —repuso irónicamente ella alzando una ceja, conocedora de lo que sus hermanos eran capaces.



—Preguntó nuevamente por su padre… —confesó Jeremias, recordándole a su hermana que ése era un tema por el que en más de una ocasión habían discutido.


—¿Y qué le dijisteis? —inquirió Paula, cada vez más nerviosa, mientras ojeaba de nuevo su correo tratando de fingir que ese tema estaba totalmente zanjado en su vida, cuando eso nunca sería cierto.


—Nada, como siempre —respondió Jeremias, indicándole con un gesto de sus burlones ojos que a él nunca podría engañarlo.


—¿Cómo te ha ido a ti esta noche? ¿Alguna novedad en tu emocionante cita con Octavio? —se mofó Julian mientras le daba un trago a su cerveza.


—Me ha pedido que me case con él… —contestó precipitadamente Paula, haciendo que sus hermanos se atragantaran con sus bebidas. Justo cuando comenzaban a recuperarse de ello, les comunicó la noticia más inquietante de todas—: Y yo estoy pensando seriamente en aceptar.


Fue en ese instante cuando empezaron los ataques de tos, acompañados de algún que otro brusco golpecito en la espalda. Luego, como era de esperar, cada uno de ellos comenzó a dar una razón por la que opinaban que eso sería un gran error en la vida de su hermana.


—¡Por Dios! ¿Por qué quieres casarte con ese hombre, si es lo más aburrido del mundo? ¡Te convertirás en una vieja momia en apenas dos semanas de matrimonio! — exclamó escandalosamente Julio, mostrando su disconformidad.


—¡Qué dices, en dos semanas! ¡Joder! ¡A mí sólo me hacen falta un par de minutos para quedarme sopa! Si todavía no le he pegado una paliza por atreverse a salir contigo es porque me quedo dormido antes de llegar a levantar el puño —intervino Julian en la inminente protesta que sin duda harían todos los varones de la familia.


—En serio, hermanita, ¿por qué quieres casarte con ese hombre? Dime una sola cualidad que tenga que no sea ayudarte a conciliar el sueño en tus días de insomnio — apuntó nuevamente Julio.


—Es tranquilo, estable, predecible y… —Paula se calló en su discurso cuando fue interrumpida por los impertinentes ronquidos fingidos de uno de los gemelos.


—¡Tengo treinta años, estoy soltera, y Nicolas necesita a un hombre que sea un buen ejemplo en su vida, no como vosotros! ¡Así que creo que es hora de casarme! —gritó ella, finalmente furiosa con sus hermanos mientras subía enfadada hacia su habitación.


Cuando llegó a su cuarto, cerró con un fuerte portazo y no le importó absolutamente nada que su comportamiento pudiera ser un tanto infantil. 


Una vez en la soledad de su habitación, trató de convencerse a sí misma de que aceptar la propuesta de Octavio era lo mejor y, mientras lo intentaba, Jeremias, el más tranquilo de sus alocados hermanos, entró en la estancia tras llamar levemente a la puerta, algo que muy pocos de los Chaves recordaban hacer.


—Si crees que lo mejor para ti es casarte con Octavio, no soy quien para oponerme. Sólo te diré que, antes de hacerlo, tendrías que dejar zanjados todos los asuntos de tu pasado para que nunca te arrepientas de haber tomado esa decisión.


Tras esas sabias palabras, Jeremias dejó entre las manos de su hermana una singular invitación que le había pasado desapercibida entre el correo que había revisado. Luego salió de la habitación y, en la soledad del pasillo, apenado por lo que había hecho años atrás, susurró esperanzado:
—Ojalá aún la estés esperando en Whiterlande…



CAPITULO 44





Después de seis años, a veces me preguntaba por qué continuaba viviendo en ese aburrido pueblo de mi infancia, dirigiendo esa pequeña clínica a la vez que ejercía de médico de familia tras haber cambiado de especialidad y aparentando el papel de niño bueno, si eso nunca había formado parte de mis planes.


Pero tampoco había planeado enamorarme de una temperamental pelirroja, y desde que eso había sucedido, mi vida se había convertido en un auténtico desastre. El prestigioso cargo con el que fantaseé en su momento en un digno hospital ahora sólo formaba parte del pasado, una mera ilusión que no llegó a cumplirse, pero que apenas me importó que desapareciera de mi vida.


En cambio, el otro sueño del que nunca podría desprenderme era el de estar junto a Paula. Y esto, quizá, era lo más lamentable. Porque ella, a lo largo de seis años, con su ausencia y con el silencio por respuesta me había dejado claro que nunca llegaría a perdonarme, y menos aún a enamorarse nuevamente de mí.


Tal vez ya era hora de olvidar a esa inconstante pelirroja que siempre se me había escapado de las manos, dejar atrás su recuerdo y comenzar una nueva vida. Sin duda, ésa sería la mejor opción para mí. A mis treinta y tres años, era un soltero muy cotizado entre las mujeres de Whiterlande, que creían erróneamente que yo no era del tipo de hombres que se enamoraban, lo que parecía provocar en todas y cada una de ellas la curiosa necesidad de intentar robarme el corazón con sus coqueteos, sus sonrisas y sus caídas de ojos, acompañadas siempre por una escandalosa invitación.


Ninguna de ellas llegaría jamás a imaginar que, si no respondía a sus tentativas de seducción, era simplemente porque mi corazón ya estaba ocupado por otra. No podía pretender tener una relación seria con ninguna mujer cuando no podía olvidarme de Paula. Eso sería ruin. Y, aunque mi pequeña pelirroja creyera que era del tipo de hombres que jugaban con el corazón de las mujeres, yo no era así.


A pesar de que mi día a día estuviera perfectamente organizado, mi vida amorosa era tan desastrosa como la de mi hermano Daniel. 


Cuando buscaba divertirme, para mí no era problema alguno hallar a una acompañante que compartiera esos momentos de desahogo de mi ajetreada vida. Pero siempre me aseguraba de que mi pareja tuviera claras dos cosas en todo momento: que después de esa noche no nos volveríamos a ver, y que nunca tendría oportunidad alguna de mantener una relación conmigo.


Algo que algunas personas, por desgracia, parecían no comprender…


—Di treinta y tres —ordené algo molesto mientras auscultaba una vez más a esa falsa paciente que solamente quería llamar mi atención, algo que definitivamente estaba consiguiendo. Aunque no como ella deseaba, ya que me encontraba bastante irritado cuando tenía decenas de pacientes reales que atender y ella únicamente estaba haciéndome perder mi valioso tiempo.


—Sesenta y nueve… —susurró insinuantemente, intentando seducirme.


Puse los ojos en blanco mientras pensaba cómo deshacerme de esa mujer con la que nunca volvería a cometer el error de acostarme de nuevo.


—Aparte de una leve dislexia por estupidez transitoria, estás en perfectas condiciones, Mabel. Así que, si no te importa, ¿podrías abandonar mi consulta? Estoy muy ocupado y tengo muchos pacientes que atender —dije con impaciencia, negándome en redondo a reconocer otra vez a esa mujer por más ropa que se quitara.


—Pero es que creo que algún mocoso me ha pegado el sarampión y querría estar segura… —replicó, mostrándome nuevamente su tentador sujetador de encaje. ¡Qué pena para ella que yo fuera muy serio en mi trabajo como para prestar atención a insinuaciones tan poco sutiles como ésa!


—Te vuelvo a repetir que no tienes nada, Mabel. Ahora, si me permites continuar con mi trabajo, por favor… —dije señalándole una vez más la salida a la persistente mujer.


— Tal vez deberías venir a mi casa esta noche y examinarme más a fondo, como aquella vez en la que jugamos a los médicos… —ronroneó ella escandalosamente mientras se colgaba de mi cuello, recordándome una noche en la que yo estaba demasiado borracho y me sentía demasiado solo como para pensar en lo que hacía.


—En aquella ocasión yo estaba demasiado bebido y tú bastante deprimida por tu divorcio y, como te he dicho varias veces, Mabel, eso es algo que no volverá a pasar entre nosotros —declaré fríamente mientras la apartaba de mi lado.


—¡No sé por qué no podemos divertirnos si no sales con nadie y los dos estamos libres de compromiso alguno! —manifestó ella con enfado, cediendo finalmente a mi petición de que abandonara la consulta.


Cuando la puerta se cerró tras ella, yo me pregunté lo mismo, y pensé que ya era hora de dejar atrás a Paula, puesto que su ausencia por más de seis años había sido una contundente respuesta a mis palabras de amor.