miércoles, 16 de mayo de 2018

CAPITULO 40




—¡Perfecto! —grité airadamente mientras colgaba mi móvil con violencia, preso de unos irracionales celos tras una conversación que nunca debería haber tenido lugar.


Llevaba unos nueve meses buscando a mi escandalosa pelirroja por todos los lugares, sometiendo a continuos y discretos interrogatorios a mi hermana sobre el paradero de Paula e intentando llamar lo menos posible la atención para que nadie se enterara de lo que había habido entre nosotros.


Desde aquella noche en la que nuevamente me comporté como un idiota delante de Paula, no había podido olvidarla, y a cada instante revivía en mi mente una y otra vez lo que había pasado e imaginaba cómo habrían sido las cosas si no hubiera pronunciado esas necias palabras que me habían alejado de ella, si no me hubiera comportado como un canalla o si simplemente le hubiera confesado antes cuánto la amaba.


Mi mente sólo se distrajo un poco de la tortura que suponía rememorar una y otra vez mis errores cuando mi hermana Eliana regresó a Whiterlande con un gran cambio de imagen tras el que parecía una chica de la gran ciudad, y con el que no la habría reconocido si no hubiera sido porque mi amigo Alan estaba allí para señalarme que, por muy cambiada que hubiera vuelto, ella siempre sería su Eliana.


A partir de ese instante había estado muy ocupado intentando ayudar al loco enamorado de mi amigo a conquistar a mi reticente hermana, pero, como siempre, las mujeres son impredecibles, y en el último momento Eliana cambió el amor de Alan por el de un perfecto desconocido que se adecuaba a lo que ella deseaba en un hombre según una estúpida lista de cualidades que había estado confeccionando desde que era muy pequeña.


Desde el momento en que apareció por el pueblo don Perfecto, mote con el que fue bautizado Jorge William Worthington III, el individuo que se adaptaba como un guante a las exigencias de Eliana y que finalmente se convirtió en su prometido, todo fue una locura. 


En Whiterlande comenzaron a hacer apuestas sobre esa boda y sobre quién sería finalmente el novio, ya que mi amigo Alan estaba más que decidido a fastidiar el enlace.


Mientras observaba desde lejos cómo se desarrollaba la historia de amor entre Alan y Eliana, no podía evitar irritarme con mi hermana: otra necia mujer que buscaba a un hombre perfecto. Aunque, estúpidamente, ella no se daba cuenta de que ese hombre siempre había estado ante sus ojos, pese a que no se atuviera a lo que decía su maldita colección de requisitos.


Las listas, las necias cartas y las huidizas mujeres me sacaban de quicio. Sobre todo cuando, después de enterarme de que Eliana había invitado a Paula a su boda, estuve esperando con enorme impaciencia su llegada durante meses, hasta que al fin, justamente el mismo día en que mi hermana iba a cometer el mayor error de su vida, me había dado por vencido sabiendo que, si esa mujer no asistía a la boda de su amiga, la única razón debía de ser yo.


Desesperado por volver a oír su voz aunque fuera una vez más, logré hacerme con el número de teléfono de Paula obteniéndolo de mi hermana y, cuando volví a oírla, como me ocurría siempre, no pude evitar molestarme con su esquivo comportamiento, pues siempre se negaba a darme una oportunidad y a escuchar lo que quería decirle.



De mí finalmente sólo salieron gritos y recriminaciones, y de ella, unas palabras que me hicieron arder de celos, ya que nunca sabría si eran verdad. Mientras miraba mi móvil, arrepentido de todo, observé cómo mi hermana dudaba sobre su futuro mientras se acercaba al altar, y ése fue el momento en el que decidí no cometer el mismo error que ella: las cosas entre Paula y yo no podían quedar de esa manera, así que, antes de que mi necia pelirroja se decidiera a cambiar su número de teléfono para evitar que la llamara de nuevo, y tras ver que no contestaba, simplemente le dejé un mensaje a la espera de que ella respondiera y las cosas entre nosotros volvieran a empezar:
Paula, en este momento, en el que veo cómo mi hermana está dispuesta a cometer el peor error de su vida olvidándose del hombre al que realmente ama para casarse con otro sólo por unas falsas expectativas, me doy cuenta de que no quiero que nos pase lo mismo a nosotros. Así pues, te prometo que, aunque tú llegues a olvidarme, yo nunca lo haré. Voy a dejar de buscarte con desesperación porque sé que nunca lograría hallarte, salvo que el destino decidiera cruzar de nuevo nuestros caminos. Por el contrario, te esperaré en el mismo lugar en el que empezó toda nuestra historia: aquí, en Whiterlande. De ti depende que haya un final feliz. Por mi parte, yo siempre estaré aquí porque te amo…


Tras dejar ese mensaje, quedé a la espera de una respuesta, sin saber que ésta tardaría bastante tiempo en llegar.




CAPITULO 39







—¡Maldito Pedro Alfonso! —vociferó Paula, pensando que algunos hombres no eran fáciles de olvidar, especialmente cuando, tras unos nueve meses desde la última vez que habían vuelto a encontrarse, él le había dejado un recuerdo que le haría imposible borrarlo para siempre de su mente.


—¡Tranquila, hermanita! Aquí pone que tienes que inspirar y espirar con tranquilidad y concentrarte en ello, no en el dolor —dijo sosegadamente Jeremias, sonriéndole amablemente a su hermana mientras le mostraba un libro sobre partos sin dolor.


¡Como te acerques a mí con ese libro, te juro que te lo comes, Jeremias! ¡¿Qué coño estáis haciendo que no me lleváis al hospital ya?!


—Cariño, las carreteras están cortadas por la lluvia y ya hemos llamado al médico. Aunque no contesta. Mamá ha ido a su casa y no tardará mucho en regresar con él — aclaró Jeremias, sonriendo nuevamente a su hermana pequeña para tranquilizarla, cuando él en verdad no estaba tranquilo en absoluto.


—¡Quiero un médico, y lo quiero ya! —gritó Paula ante el insoportable dolor de una nueva contracción.


—Sí, ya sabemos exactamente la clase de médico que quieres… —dejó caer mordazmente Julian, uno de los gemelos, que le sostenía una mano para ayudarla a soportar el intenso dolor.


A continuación, el resto de sus hermanos miraron reprobadoramente a Paula, regañándola en silencio por la necia elección del padre de su hijo.


—Ya sabía yo que nunca debería haberos contado quién era el padre… —declaró Paula, fulminando a sus hermanos con la mirada a la vez que apretaba fuertemente la mano del insolente que le había recordado a un hombre del que ya nunca podría olvidarse.


—¡Joder, Paula! ¡Me vas a romper todos los huesos de la mano! —se quejó Julio, el otro gemelo, que se encontraba agarrando su otra mano—. Todo es culpa tuya por querer mudarte tan rápido a otra ciudad. Si no nos hubieras seguido, ahora estarías en un bonito y elegante hospital de Nueva York, no en esta vieja y alejada casa… ¡Ah! ¡Joder, Paula! —gritó Julio otra vez mientras intentaba soltarse del fuerte agarre de su hermana.


—¡¿Dónde demonios está Alan?! —chilló ella, desesperada ante una nueva contracción.


—¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí! —contestó el mayor de todos los hermanos mientras subía cargando una pila de toallas y no paraba de moverse nerviosamente por la habitación, hasta que Paula, harta de sus idas y venidas, le gritó que se marchara.


—¡Fuera! —exigió airadamente, señalándole la puerta con un gesto de la cabeza.


—Vale, me voy… Y ¿qué hago? —preguntó nuevamente dubitativo el siempre exigente Alan.


—Ve a calentar agua —propuso con paciencia Jeremias, como si hubiera sido algo que hubiera leído en ese maldito libro del que no se separaba desde que se había enterado del embarazo de su hermana.


—¿Para qué mierdas necesito agua caliente? ¡Yo lo que quiero es algo que me quite este dolor!


—Eso, querida hermana, lo necesitamos para que Alan no nos moleste —repuso Jeremias con calma mientras se disponía a atender su teléfono móvil, que sonaba en esos instantes—. Mamá dice que el médico no está en su casa, pero los vecinos le han dado una dirección en donde puede encontrarse, así que no te preocupes: dentro de poco volverá a llamar —anunció tras colgar con tranquilidad su teléfono—. Bueno, dado que el parto puede durar horas, a continuación voy a pasar a leerte el primer capítulo que trata sobre la lactancia —declaró pasivamente mientras se colocaba a los pies de la cama, lo suficientemente alejado de Paula como para que no le diera una patada, pero lo bastante cerca para ver cómo Julian y Julio se retorcían de dolor ante el agarre de su dulce hermanita, que en esos instantes les estaba destrozando las manos.


En mitad de otro agónico grito por parte de ella, y de los dos hermanos, a los que ésta no soltaba por nada del mundo, su teléfono móvil sonó, y Jeremias, cómo no, aceptó amablemente la llamada. Y más aún después de ver de quién se trataba. Sonriendo, conectó el manos libres, y todos los Chaves de esa habitación pudieron escuchar atentamente una conversación que, indudablemente, debería haber sido privada.


—Paula, ¿se puede saber por qué no estás en la boda de Eliana? —recriminó airadamente Pedro Alfonso, sin esperar siquiera a que ella contestara debidamente a su llamada.


—Créeme, Pedro: ¡tengo una muy buena razón para no estar ahí en estos momentos! —gritó airadamente ella, apretando con más fuerza las manos de sus hermanos.


—Sí… ¡Seguro que sólo lo haces para no verme, pero te recuerdo que, a pesar de lo que haya ocurrido entre nosotros, Eliana aún es tu amiga!


—¡Ahora mismo no me importaría nada volver a verte y enseñarte claramente por qué no voy a la boda de Eliana! —exclamó Paula enfurecida, apretando todavía más las trituradas manos de sus hermanos mientras pensaba que era el cuello de Pedro, ese impertinente sujeto que era el único responsable de su dolor.


—Tu voz suena extraña… No te habrás metido en algún nuevo tugurio para olvidarme con otro, ¿verdad? —la acusó impertinentemente Pedro, haciendo que sus reprobadores hermanos se volvieran hacia ella y la amonestaran con sus miradas.


—¡Sí, me lo estoy pasando pipa en estos momentos! —gritó irónicamente Paula en medio de otra fuerte contracción—. ¡Tengo a tres hombres a mis pies, y de un momento a otro llegará un cuarto, uno de quien nunca podré olvidarme! ¡Sin ninguna duda! — declaró refiriéndose a sus hermanos y a su futuro hijo, que, como siguiera así, no tardaría mucho en hacer su aparición.


—Me parece perfecto que intentes olvidarme…, ¡pero ¿no podrías hacerlo un día en que no se casara mi hermana?! —gruñó un molesto Pedro, sin duda celoso por la posible escena que en esos momentos invadía su mente tras las palabras de Paula.


—Créeme: yo tampoco tenía planificado que sucediera así… Simplemente él eligió venir este día y yo no pude negarme.


—¡Perfecto, pones a un hombre por encima de tu amiga! —recriminó Pedro furioso sin saber cómo sería ese personaje al que Paula estaba dispuesta a amar.


—A éste, sí —confirmó ella con decisión.


—Pues espero que, cuando ese hombre tan especial llegue, al fin puedas olvidarme… —manifestó airadamente Pedro mientras ponía fin a la conversación.


—Eso es algo que nunca podré hacer… —susurró Paula apenada a la vez que Jeremias alejaba de ella su móvil y acariciaba tiernamente sus cabellos mientras volvía a su lugar a los pies de la cama para aconsejar a su hermana sobre cómo sobrellevar el dolor de las contracciones, el único dolor que podía llegar a aliviar en esos momentos.


Jeremias no pudo evitar cruzar su mirada con la de Julian y Julio, más que decididos todos a propinarle una nueva paliza a ese sujeto que hacía sufrir a su hermana pequeña una vez más.


Finalmente, después de seis largas horas de dolor y sufrimiento por parte de más de un Chaves, el pequeño Nicolas vino al mundo con la sola ayuda de cuatro nerviosos pelirrojos. El médico llegó justo a tiempo para oír los llantos de un vigoroso niño y, por unos instantes, cuando entró a la habitación, dudó sobre quién era su paciente, ya que dos molestos hombres sentados en el suelo se quejaban de un gran dolor en las manos y un tercero permanecía desmayado junto a ellos. Únicamente el sonriente Jeremias había conseguido salir indemne de ese parto.


Tras confirmar que los gemelos Chaves eran unos quejicas y que ver nacer a su sobrino había sido demasiado para el hermano mayor, el abnegado médico tuvo que pelearse con más de un pelirrojo para poder atender a la madre y a su hijo como era debido sin que ninguno de ellos permaneciera en la habitación molestando con su presencia.


Después de que el doctor verificara el buen estado de ambos, y mientras Nicolas descansaba en los brazos de su madre, la marea de rudos pelirrojos volvió a asaltar la pequeña habitación y cada uno de ellos observó a ese niño con cariño, aunque también con el ceño un tanto fruncido.


—¿Qué pasa? —preguntó Paula ante el extraño recibimiento que sus hermanos le daban a su adorado hijo.


—Es rubio… —dijo Alan, molesto porque los cabellos de su sobrino no fueran tan rojos como los suyos.


—Y parece que tiene los ojos azules —señaló Julian.


Paula no pudo evitar reírse al recordar la promesa que Pedro le había hecho esa noche hacía nueve meses.


—Después de todo, va a ser cierto que nunca podré olvidarte tras aquella noche, Pedro —reconoció felizmente, besando a su hijo y pensando que ése era uno de los momentos en los que, al fin, ese hombre la había hecho sonreír.


En cuanto los cuatro pelirrojos tuvieron en sus brazos al pequeño hombrecito, lo adoraron con locura y enseguida se declararon sus más acérrimos protectores. El único defecto que tenía ese precioso niño para sus queridos tíos era que se parecía demasiado a su padre para su propio bien. Pero eso tenía remedio, ya que a partir de ese instante, Nicolas sería todo un Chaves, y cada uno de ellos le enseñaría cómo debían comportarse los hombres, para lo que lo alejarían de toda mala influencia como podía ser la de Pedro Alfonso, un hombre que no sabía hacer otra cosa más que herir a las mujeres. 


Sobre todo a una tan especial como lo era su pequeña Paula.



CAPITULO 38




Cuando Paula despertó, confusa y sola en una cama extraña, miró a su alrededor fijándose por primera vez en una habitación que apenas recordaba tras una tórrida noche de sexo con un desconocido.


Sin duda se hallaba en la habitación de un hotel, ya que se encontraba en una de esas típicas camas dobles. «Una no muy barata», pensó mientras observaba que el suelo estaba cubierto por bonitas alfombras de aspecto lujoso, en lugar de la habitual moqueta, y disponía de un amplio armario y un espacioso escritorio con un ordenador.


También había una gran televisión de plasma y las típicas mesillas con obsequios a ambos lados de la cama. Pese al amplio espacio del lugar, por unos instantes, a Paula le faltó el aire cuando se dio cuenta de lo que había hecho la noche anterior para tratar de olvidar al hombre al que amaba.


Por unos momentos se vio tentada de sucumbir ante el infantil comportamiento que en ocasiones mostraba y ocultarse bajo las sábanas hasta que toda aquella vergonzosa situación pasara. Ella nunca se había acostado con un extraño. De hecho, no había hecho el amor con otro hombre que no fuera Pedro, algo bastante lamentable a sus veintitrés años. Pero después de que sus sueños y sus pesadillas se hicieran realidad entre los brazos de ese hombre que la había traicionado, no había querido salir con nadie más… Hasta esa noche, en la que había pretendido olvidarse de Pedro utilizando a otro e, increíblemente, había conseguido todo lo contrario.


Paula tapó su avergonzado rostro con la almohada mientras gritaba silenciosamente su frustración al no haber logrado dejar de pronunciar el nombre de Pedro en ningún momento de la apasionada noche. Tal vez fuera porque su estúpido corazón, a pesar de todo, aún seguía amando a ese canalla.


Tras desahogar mínimamente su enfado, cubrió con vergüenza su desnudo cuerpo sin poder evitar recordar lo ocurrido en esa cama la noche anterior. ¡Quién iba a pensar que ese hombre sería todo un experto conquistador que finalmente la haría derretirse entre sus brazos con caricias y besos y que parecía conocerla más de lo aconsejable, aunque él fuera un total desconocido elegido neciamente al azar!


Su confusa mente, en algunos instantes, había llegado a mezclar al hombre que intentaba olvidar con ese otro con el que estaba en esos momentos y, pese a sucumbir al placer que podía proporcionarle, era el nombre de otro el que siempre gritaba en la cima del placer.


Paula se sentó en el revuelto lecho algo desorientada, preguntándose dónde estaría ese desconocido del que no sabía siquiera su nombre, y si podría recoger sus ropas esparcidas por la habitación y marcharse antes de que él volviera. En ese instante oyó ruido proveniente de la ducha, con lo que ya no tuvo dudas de que él todavía se encontraba en la habitación. Así pues, tras envolver su cuerpo con la sábana, se levantó decidida a marcharse antes de que ese tipo regresara, ya que la locura que había cometido la noche anterior no era algo habitual en ella y simplemente se trataba de un error que no quería volver a repetir.


Mientras recogía sus ropas, Paula no pudo evitar sentirse abochornada, y más aún cuando halló su destrozada e inservible ropa interior entre las revueltas sábanas de la gran cama. Intentó hacerse con sus braguitas de encaje, que se habían deslizado hasta un lugar de difícil acceso entre el colchón y la cabecera. Tras llegar a ellas, se fijó que el parche que tapaba uno de los ojos del desconocido había quedado olvidado en la mesilla de noche, y entonces sintió la tentación de quedarse para averiguar cómo era el hombre con el que se había acostado, pero su prudencia, o tal vez su cobardía, la hizo desistir de ello.


Ya se disponía a levantarse de nuevo del caótico lecho cuando la puerta del baño se abrió y ante ella apareció la persona que menos esperaba encontrar… Ahora encajaban en su desordenada mente todas las dudas y todos los confusos pensamientos que había tenido a lo largo de esa noche, por eso las caricias y los besos de ese hombre le habían resultado tan familiares… No era que su mente no pudiera olvidarse de él, sino que su cuerpo y su corazón lo habían reconocido.


Paula se sentó de nuevo en la cama, estupefacta por lo que había hecho, sin poder evitar darse cuenta de que esa noche había cometido más de una vez el error que había prometido no repetir nunca más con ese sujeto.


El malicioso Pedro Alfonso, con su metro ochenta y cinco de estatura, su musculoso torso desnudo, su atractivo rostro recién rasurado, sus fríos ojos azules y su ladina sonrisa, se acercó a ella vestido solamente con una toalla mientras anunciaba impertinentemente:



—Paula, la próxima vez que quieras sacarme de tu mente entre los brazos de otro hombre, asegúrate antes de que el tipo con el que te acuestas no es el mismo que el que quieres olvidar…


Tras esto, pasó impasiblemente ante la mujer que ocupaba su cama y colocó de nuevo el parche en su ojo.


Todavía pasmada con lo ruin que podía llegar a ser Pedro, Paula se levantó tan dignamente como podía hacerlo una mujer ataviada únicamente con una sábana y respondió debidamente a las impertinencias de ese individuo con una sonora bofetada que cruzó su rostro.


—No te preocupes: la próxima vez lo haré —declaró, decidida a no mostrar a ese hombre una vez más el daño que sus palabras podían llegar a hacerle.


Luego se encerró en el baño y, bajo la ducha, dejó salir las amargas lágrimas que nunca se atrevería a enseñarle.



****

¿Por qué narices me había comportado como un idiota? ¿Por qué no había podido decir algo dulce que la retuviera a mi lado, o explicarle que me había hecho pasar por otro solamente para tenerla de nuevo entre mis brazos? ¿Por qué, cada vez que estaba con Paula, únicamente salía la parte más canalla de mí y, aunque intentara no hacerle daño, siempre conseguía hacerla llorar?


Confuso, me senté en la cama que habíamos compartido esa noche, donde había cedido a mis más profundos deseos con ella y la había tomado una y otra vez tratando de grabar mi nombre en su cuerpo para que nunca me olvidara. Aunque con mis rudas acciones y mis mentiras tal vez había llegado a conseguir todo lo contrario.


Mesé nerviosamente mis cabellos sin saber qué decir o qué hacer cuando ella saliera del baño, porque, si me volvía a equivocar, Paula se alejaría de mi lado otra vez. No obstante, mientras pensaba qué palabras la harían quedarse junto a mí, recordé cómo había intentado borrarme de su mente con las caricias de otro, y los celos y la furia se adueñaron de mí, porque si yo no hubiera estado en ese preciso instante en aquel bar, ella habría compartido esa apasionada locura con otro y, sin duda, habría conseguido olvidarme, algo que, por más que me empeñara en hacer yo con ella, jamás podría lograr.


Ella siempre sería para mí la pequeña Paula, esa enamoradiza y soñadora chica que buscaba en mí a ese príncipe al que yo nunca llegaría a parecerme. Y lo más extraño era que, por más que le mostrara una y otra vez lo equivocada que estaba conmigo, ella siempre volvía a derretirse entre mis brazos, manifestándome que en verdad le gustaban por igual las dos caras del hombre al que una vez neciamente aseguró amar.


Cuando salió del baño, perfectamente vestida y sin rastro alguno de la locura de esa noche, su rostro todavía seguía marcado por las lágrimas que quería ocultarme. Me levanté e intenté acercarme a ella para explicar mis acciones. 


Ansié tocar sus llamativos cabellos rojos, que siempre me habían tentado. Pero cuando alcé mi mano, ella se alejó distante.


—¿Qué tal? ¿He sido un buen entretenimiento mientras esperas a que tu prometida regrese de otro de sus viajes? ¿Te has divertido lo suficiente jugando conmigo mientras fingías ser otro? ¡Pues espero que tengas en cuenta que esta estúpida pelirroja es alguien con quien no volverás a jugar jamás! —exclamó tratando de abandonarme nuevamente al pasar rápidamente junto a mí en dirección a la salida.


—Ya no estoy prometido, Paula, y tú para mí nunca has sido un simple entretenimiento —me excusé y, resistiéndome a que se alejara de mi lado de nuevo, la cogí de un brazo y la hice enfrentarse a mi sincera mirada.


—Pero lo estabas cuando nos acostamos por primera vez… Y la pasada noche jugaste conmigo como el canalla que eres —declaró Paula, zafándose de mi agarre y sacando a relucir cada una de mis mentiras.


—¡Querías olvidarme con otro tío! —la increpé molesto, intentando explicar mi comportamiento al hacerme pasar por otra persona.


—¡Eso es algo que conseguiré con el tiempo, sin ninguna duda! —gritó mi furiosa pelirroja escapando nuevamente de mis manos sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo, ya que cada una de las recriminaciones que me había hecho eran del todo ciertas.


Luego abrió airadamente la puerta de la habitación y se marchó rápidamente dando un portazo.


—¡Paula, todo tiene una explicación! —chillé mientras abría y corría tras ella—. Yo te amo… —confesé finalmente al desolado pasillo por donde ella ya se alejaba a la carrera sin prestar atención a mis palabras de amor, que, una vez más, habían sido ignoradas—. ¡Joder, Paula! ¿Por qué siempre huyes de mí? ¡Te juro que ésta es la última vez que corro detrás de ti! —gruñí, sabiendo que mis palabras eran mentira porque, en cuanto volviera a cruzarse en mi camino, volvería a correr detrás de ella.


Y, mientras tanto, solamente rogaría por que tuviera algún grato recuerdo de mí que le hiciera imposible olvidarse de mi nombre.





CAPITULO 37




Decidida a dejar atrás el recuerdo de Pedro, me abandoné a los brazos de otro hombre.


Tal vez no debería haber pronunciado el nombre de otro, ya que por unos instantes sus ojos me miraron molestos ante mis atrevidas palabras, pero luego simplemente acalló mis posibles protestas con sus labios, devorándome con una arrolladora pasión que me abrumó.


El desconocido probó mi boca como si estuviera sediento de mis besos, e hizo que me rindiera a sus atrevidos avances cuando me mordió castigadoramente el labio y su lengua invadió mi boca exigiéndome la misma pasión con la que él me arrastraba hacia la locura.


Cuando contesté a sus avances y probé el pecado que me ofrecía, sus besos se tornaron tiernos y dulces. Sus brazos, que hasta entonces me habían sostenido con firmeza junto a él, se convirtieron en cariñosos y protectores, y volví a recordar al hombre al que, aunque quisiera hacerlo, nunca podría alejar de mi mente.


De pronto, lo aparté de mi lado, sintiéndome confusa, pero el peligroso hombre que se hallaba junto a mí, al contrario de lo que pensaba que haría, no protestó ante mi rechazo. 


Simplemente me miró divertido y sonrió ladinamente mientras me aseguraba con descaro:
—Cielo, si puedo prometerte algo esta noche es que conseguiré que después de estar conmigo no puedas pensar en otro que no sea yo…


Y, tras asegurarme que podría concederme el deseo que yo había susurrado alocadamente a su oído, me tendió una tentadora mano, que yo tomé más que decidida a dejar que ese hombre borrara de mi mente el recuerdo de Pedro, pues ya era hora de olvidarlo.


Me arrastró a su lado en la cama de la desconocida habitación y, cuando me tumbó bajo su cuerpo, sus fríos ojos azules se enfrentaron a mí haciéndome una pregunta que ni yo misma me atrevía a contestar:
—¿De verdad estás preparada para olvidar a tu hombre perfecto entre los brazos de un canalla como yo?


Decidida a no volverme atrás, lo cogí violentamente del cuello de la camisa y lo atraje hacia mí para susurrar a su oído un secreto que sólo nosotros dos compartiríamos.


—El hombre que quiero olvidar nunca fue perfecto, y en ocasiones se comportó como un verdadero canalla.


—Entonces somos más parecidos de lo que puedes llegar a imaginar… —declaró el peligroso desconocido, enfrentándose a mí con una maliciosa sonrisa muy similar a la de Pedro.


—No, ya que él nunca le mostraría a otra que no fuera yo su otra fachada.


—Tal vez deberías sentirte afortunada, ya que los hombres sólo nos comportamos como somos en realidad con la mujer amada.


—Nunca fui la mujer que él amaba, tan sólo un entretenimiento para eliminar su hastío. Además, si ese hombre solamente sabe hacerme daño, definitivamente lo único que merece es ser borrado de mi mente.


—Espero que nunca te arrepientas de esta noche, cielo, porque definitivamente pienso grabar mi recuerdo en ti con cada uno de mis actos, y ni pienses que seré tan fácil de olvidar como ese hombre con el que soñabas, porque yo, al contrario que él, soy de verdad.


Confusa ante sus palabras, no tuve tiempo de pensar por qué mi corazón se había acelerado igual que cuando estaba delante del canalla de Pedro. El hombre que tenía junto a mí tampoco me permitió que reflexionara sobre ello cuando sus labios se apoderaron de mi boca y sus manos comenzaron a recorrer mi cuerpo con sus caricias.


Con una de sus manos mantuvo aprisionadas las mías por encima de mi cabeza, y rozó con sus labios mi rostro con demasiada ternura como para ser tan sólo un desconocido. Luego besó mis párpados con delicadeza, mi nariz, plagada de esas pecas que tanto me avergonzaban, y finalmente mi boca, mientras su otra mano recorría mi cuerpo con leves caricias por encima de mi ropa.


Me estremecí cuando jugó con el escote de mi blusa con uno de sus instigadores dedos. Mi cintura se retorció en busca de más de sus caricias en el momento en que dirigió su mano pausadamente hacia lugares más íntimos, y mis piernas temblaron ante su atrevimiento cuando me subió la falda que llevaba puesta hasta la cintura y acarició mis muslos hasta exponer ante su vista mi ropa interior y mi vergonzoso deseo en el momento en que sus manos dedicaban roces más profundos a mi húmeda piel.



Tras una mirada a mi tembloroso cuerpo, que exigía más de ese placer a pesar de que mi aturdida mente intentaba advertirme de lo peligrosas que eran cada una de sus caricias —unas caricias que me recordaban demasiado a otras que quería olvidar—, sentí su sonrisa junto a mi cuello y, después de darme un leve beso, él se alejó de mí por unos instantes para desprenderse de su horrenda chaqueta y de su camisa. Sus botas no tardaron en seguir a las demás prendas y, cuando creí que se desnudaría del todo, se detuvo y cogió su rígido cinturón entre las manos para a continuación dirigirse hacia mí.


Retrocedí aterrada ante lo que insinuaba ese sujeto, hasta que él me retó con su fría sonrisa y sus burlonas palabras.


—¿Quieres olvidar o no? —me preguntó, y finalmente le tendí las manos dispuesta a dejarme guiar ante las maldades de ese desconocido que, sin pretenderlo, me resultaba tan familiar.


Cuando hubo atado mis manos con la correa, impidiendo que le prodigara a su cuerpo caricia alguna, me tumbó nuevamente bajo él. Con sus pecaminosos dientes, desabrochó cada uno de los botones de mi blusa, sin olvidarse de lamer cada parte de mi piel que se revelaba ante sus ojos.


Gemí impaciente cuando desabrochó mi sujetador de la misma manera, dejando mis pechos expuestos ante su ávida mirada. Los acarició despacio con sus fuertes manos, y después jugó con mis erectos pezones en su boca, torturándome con algún que otro aleccionador mordisco.


En el momento en que quise deshacerme de mi agarre para rogarle que parara porque ese placer era más del que podía llegar a tolerar, el desconocido me hizo gritar como una loca tan sólo con las caricias que dedicó a mis pechos con su boca y sus ardientes manos, pero sin dejarme nunca llegar a la cúspide del placer.


Cuando creí que ya no podía más, sus besos y sus caricias descendieron lánguidamente por mi piel hasta el lugar donde mi cuerpo más lo reclamaba. Entonces separó bruscamente mis piernas y, sin pudor alguno, acarició mi feminidad con una de sus manos mientras con la otra sujetaba uno de mis muslos para que permaneciera abierto ante él y no pudiera perderse ninguna de mis vergonzosas reacciones.


Me revolví inquieta por el placer que mi cuerpo le exigía, pero él parecía dispuesto a ignorarme. 


De repente, me despojó de mis finas braguitas de encaje con un solo tirón de sus bruscas manos y, tras sonreírme con malicia, se dispuso a probarme, devorándome y haciéndome gritar con cada una de las caricias que su lengua dedicaba a la parte más sensible de mi anatomía.


El desconocido acogió mi trasero entre sus manos, alzando mis caderas y tomando el control de mi cuerpo hasta hacerme imposible alcanzar el éxtasis que sus caricias me prometían. Su lengua agasajaba sin piedad mi clítoris, y cuando uno de sus dedos se introdujo en mi interior marcando un ritmo avasallador, no pude evitar gritar el nombre del único hombre al que había amado. Fue entonces cuando introdujo otro de sus dedos en mí y aumentó el ritmo de sus penetraciones, haciéndome llegar al clímax que tanto había deseado.


Antes de que mi orgasmo finalizara, él se retiró de mi lado y no tuve tiempo de añorar sus caricias cuando penetró en mi interior con su palpitante miembro de una sola y ruda embestida que me hizo chillar de placer. Sus manos ascendieron por mi cuerpo hasta torturar mis senos con sus caricias, y sus lentas acometidas me conducían nuevamente a la cima del placer cuando, de repente, acalló mis labios con un beso que fue tan dulce que por un instante trajo a mi aturdida mente el recuerdo de otro.


Sin embargo, pronto todo quedó olvidado ante el placer hacia el que nos dirigíamos cuando él enlazó mis piernas alrededor de su cintura y aumentó la profundidad de sus embestidas hasta que ambos llegamos al orgasmo.


Cansada ante una experiencia tan abrumadora tras la que, ni aun así, había podido olvidar a Pedro, casi ni me di cuenta de que mi amante se levantaba de la cama, sin duda molesto porque había gritado el nombre de otro mientras nos acostábamos, así que me incorporé con algo de dificultad, ya que mis manos permanecían atadas, dispuesta a disculparme con él y regresar a mi casa.


Pero ese hombre era tan impredecible como peligroso. Desde la cama, miré aturdida cómo se despojaba del resto de su ropa, unos simples pantalones, y ya totalmente desnudo se dirigió nuevamente hacia mí con una peligrosa sonrisa en el rostro.


—Al parecer, aún no puedes borrar de tu mente a ese hombre… —declaró, demasiado satisfecho consigo mismo—, pero no te preocupes: ¡tenemos toda la noche para que consigas olvidarlo!


Y, tras estas palabras, volvió a la cama, donde se negó a desatarme hasta que aprendiera a decir su nombre. No obstante, malvadamente se olvidó de revelarme cómo se llamaba antes de mostrarme cómo jugaban en el amor los más canallas.