martes, 22 de mayo de 2018

CAPITULO 58




La fiesta de chicas duró toda la noche y, por una vez, disfruté de poder volver a sentirme como una adolescente. Cuando toda mi ropa desapareció de mi equipaje debido a la intervención de mi hijo, Eliana bromeó conmigo y me retó a que me pusiera una vieja camiseta que tenía estampada la imagen de uno de mis antiguos grupos de música favoritos, reto que yo acepté alegremente.


Al principio de la noche me preocupé por mi hijo, pero tras la llamada de Nicolas asegurándome que se estaba divirtiendo, mi intranquilidad se calmó. Sin embargo, por unos instantes, al recordar la molesta mirada que me había dirigido Juan Alfonso, me inquieté al pensar que ese hombre podría llegar a averiguar la verdad sobre Nicolas.


Pero eso era imposible, ya que nadie sabía que Pedro y yo habíamos tenido algún tipo de relación.


Me divertí toda la noche viendo viejas películas románticas con algunas de las antiguas amigas del instituto a las que había olvidado y que Eliana no pudo evitar invitar. Esa alocada noche recordamos viejos cotilleos de la adolescencia, preguntándonos si alguna de las parejas que se marcharon de Whiterlande habrían perdurado.


Cuando Alan, el marido de Eliana, se fue para alejarse lo más rápidamente posible de nosotras y nuestros cotilleos, con la vana excusa de una «noche de chicos», al fin pudimos dar rienda suelta a todo lo que habíamos querido hacer desde el principio: nos aplicamos esas máscaras faciales que venían en las revistas de belleza, todas blancas y pegajosas, cuya mezcla hacía que nuestros rostros pareciesen un merengue gigante; nos pusimos también una mascarilla en los cabellos, tras lo que nos colocamos esos rulos enormes para que a la mañana siguiente lucieran un gran volumen y un brillo natural, y, para acabar, nos hicimos mutuamente la manicura y la pedicura.


Todo un perfecto tratamiento de belleza que, sin duda, daría su resultado al día siguiente. Así, cuando volviera a encontrarme con Pedro después de tanto tiempo, él apenas me reconocería. O eso, al menos, fue lo que pensé.


La fiesta se hallaba en pleno apogeo cuando, a las cuatro y media de la madrugada, la señora Alfonso llamó a su hija a casa, y, a continuación, una enfurecida Eliana salió murmurando más de una maldición hacia cierto salvaje mientras me dejaba a mí al cargo. Pero, como yo nunca había tenido las dotes de mando que tenía Eliana, nadie me hizo caso cuando quise que la fiesta cesara y descansáramos un poco.


Una por una, las demás mujeres ignoraron mis órdenes y muy pronto volvieron a poner en marcha la diversión hasta altas horas de la madrugada. El resultado de nuestra locura: seis mujeres y una niña desparramadas por el salón entre palomitas de maíz, envoltorios de chocolatinas y latas de refresco vacías.


A la mañana siguiente me desperté por el sonido del timbre y me levanté un tanto desorientada del duro sofá donde dormía sola. Al parecer, mis compañeras habían conseguido levantarse antes que yo.


Cuando me toqué el rostro me di cuenta de que todavía llevaba aquella horrenda mascarilla y, para empeorar la situación, se había mezclado con restos de palomitas.


Seguía luciendo los gigantescos rulos en los cabellos y, para mi desgracia, algún envoltorio de chocolatina se me había enredado en el pelo. 


Lo único que al parecer había sido un éxito total había sido la manicura y la pedicura, aunque en los pies todavía llevaba puestos los típicos separadores de dedos que hacen imposible caminar como una persona normal.


Me senté en el sofá dispuesta a quitarme los separadores de mis pies cuando oí que alguien entraba en la habitación. Creyendo que era mi amiga, le pregunté despreocupadamente cuándo vendría Nicolas, y, al no recibir respuesta alguna, alcé el rostro para encontrarme cara a cara frente al hombre al que menos quería ver en esos momentos. Eso sí, tal y como yo había apuntado en mi carta de venganza, Pedro estaba boquiabierto ante mí y apenas me reconoció…


—¿Paula? ¿En serio eres tú? —me preguntó, todavía asombrado por mi lamentable aspecto.


En ese momento quise ocultar la cabeza bajo tierra, así que hice lo más razonable: salí corriendo hacia la habitación de invitados. Para mi desgracia, tropecé con las latas vacías que había dispersas por todo el salón y caí de una forma lamentable al suelo, consiguiendo que en el proceso la parte posterior de la camiseta que llevaba se alzara y mostrara mi bonita ropa interior. Mientras me levantaba, oí las sarcásticas palabras de ese hombre que siempre me atormentaba.


—Sí, sin duda eres tú… Aún recuerdo una preciosa ropa interior de encaje rosa muy similar a ésa —comentó Pedro escandalosamente, haciendo que me preguntara cómo era posible que recordara esos detalles de nuestro pasado si yo no había significado nada para él.


No obstante, la verdad es que no me detuve mucho a pensar en ello, ya que solamente quería alejar mi penoso aspecto de él lo más rápidamente posible.


Mientras subía la escalera lamenté no haberle dado su debida contestación a ese canalla, pero sonreí cuando oí a mi hijo aleccionándolo:
—¡No se mira la ropa interior de las niñas!


Y, seguidamente, oí cómo se quejaba Pedro, algo dolorido. Sin duda, mi hijo había hecho caso de los rudos consejos de mis hermanos y había terminado acompañando su comentario con un puntapié.


—Bueno, puede que, después de todo, no sean unas niñeras tan malas —murmuré contenta pensando en mis hermanos mientras entraba en el baño con una sonrisa, ya que mi hijo había hecho lo que yo había deseado hacer durante años: darle una lección a ese hombre para que no jugara nunca más conmigo.


Quién sabe: tal vez en esa ocasión lo conseguiría…






CAPITULO 57




Juan miraba desde la puerta de la cocina al más idiota de sus hijos, que en esta ocasión no podía decir que fuese Daniel. Había creído que, en cuanto Pedro viera a Nicolas, se daría cuenta de lo que todos sabían ya cada vez que observaban al pequeño. ¡Pero no! Él tenía que ser estúpidamente ciego al hecho de que ese niño era su hijo.


Lo más lógico habría sido que, en cuanto Pedro hubiera visto esos ojos, esa cara y esos cabellos tan parecidos a los suyos y, sobre todo, ese impertinente temperamento tan similar, se preguntara, y se diese cuenta, de dónde los había sacado el pequeño.


Pero el hijo mayor de Juan, que en ocasiones presumía de ser muy inteligente en algunos aspectos, podía llegar a ser bastante bobo en otros.


Juan estaba bastante molesto con el resultado porque así no había manera de volver a juntar a esa pareja, o de que su hijo le revelara a Nicolas quién era su padre. Y él, mientras tanto, no podía hacer nada, ya que Sara le había prohibido expresamente que abriera la boca, con la amenaza de ser desterrado perpetuamente a ese duro sofá que le molía la espalda si se atrevía a llevarle la contraria, por lo que tenía que guardar silencio.


Pero, aunque no pudiera decir nada, estaba más que decidido a ayudar a su nieto a descubrir quién era su padre, así que iría dejando sutiles respuestas a las preguntas de ese niño, cruzando los dedos para que su mujer no lo descubriera en el proceso y le dirigiera una de sus frías y reprobadoras miradas de advertencia.


Por lo que había averiguado, su inteligente nieto poseía una lista con algunas características de su padre, y nada más ver a esos alocados personajes que eran sus dos hijos y su yerno, Nicolas había decidido que su padre era uno de esos tres. Así que, ni corto ni perezoso, el pequeño había comenzado a acosar a Juan con preguntas ante las que él había tenido que morderse la lengua en más de una ocasión.


Tras ver que no sacaría nada en claro, Nicolas había cogido unos extraños test escondidos entre las páginas de uno de los libros de historia que había traído consigo a espaldas de su madre, y había logrado que los tres le prestaran atención a pesar de la resaca.


Juan esperó, confiando en que Pedro se fijaría en Nicolas en algún momento y vería el gran parecido que guardaba con él. Pero ni siquiera cuando el chiquillo le reveló quién era su madre, Pedro dio muestra alguna de que sospechara quién era el padre. Juan se sintió muy tentado de gritarle a su hijo lo tonto que era, pero como su mujer pasó junto a él en ese momento, simplemente se mordió la lengua y, una vez más, se mantuvo en silencio.


Cuando su nieto pasó por su lado revisando sus papeles una y otra vez, bastante preocupado por el resultado de sus preguntas, Juan no pudo evitar decirle:
—¿Te ha dicho tu madre alguna vez que, aunque tu padre es muy listo, en ocasiones
puede llegar a ser bastante tonto?


—No, ella no. Pero mis tíos, sí… No se preocupe, lo he tenido en cuenta —dijo Nicolas, alzando sus papeles—. Aunque en estos instantes no estoy muy contento con los resultados. Creo que tengo que investigar más —anunció mirando un tanto inquieto hacia la mesa donde aquellos tres personajes hacían el payaso con sus habituales bromas—. Voy a recoger mis cosas. La señora Alfonso me ha dicho que alguien me llevará con mamá.


Y, mientras Nicolas se alejaba, Pedro se acercó a su padre.


—Mamá me ha ordenado que lleve a ese mocoso a casa de mi hermana mientras me lanzaba una de sus miradas asesinas, ¿sabes lo que le pasa?


—Sin duda se lamenta de tener un hijo tan idiota —declaró Juan, taladrándolo con la mirada.


—En serio, no sé qué os ocurre hoy a todos… Mejor me marcho antes de que me peguéis vuestra locura. Después de todo, la casa de Eliana siempre ha sido muy tranquila.


CAPITULO 56




Unas horas más tarde, me levanté con la mayor resaca de mi vida. Por suerte, ese día libraba y no tendría que ir a la clínica. Cuando me arrastré hacia la mesa de la cocina, donde solía desayunar con mi familia, vi a mis dos compinches de la noche anterior, aún más hechos polvo que yo. No hace falta decir que me alegré bastante, ya que todo lo sucedido esa noche se debía a su fantástica colaboración.



Observé que tanto Alan como Daniel se encontraban atareados rellenando unos extraños papeles que miraban con los ojos entornados y, en más de una ocasión, mientras movían sus lápices, se llevaban las manos a la cabeza como si lo que estuvieran haciendo fuera una tortura para ellos.


Mientras me acercaba, me sorprendí bastante al ver a un mocoso que debía de ser más o menos un año mayor que mi sobrina Helena, sentado junto a Daniel y Alan. Sus rubios cabellos revueltos y sus ojos azules le daban la apariencia de un niño bueno, hasta que uno se aproximaba y se percataba de que era un niño muy impertinente, un tanto curioso y muy, pero que muy repelente.


—Os recuerdo que solamente tenéis cinco minutos —dijo el chiquillo dirigiéndose a Daniel y a Alan.


—¡Sí, sí! ¡Ésta me la sé: es este cuadrito, sin duda! —declaró Daniel mientras marcaba felizmente su respuesta en el papel.


—¡Ah, y ésta la sé yo! —exclamó Alan con alegría—. ¡La pregunta número cinco no tiene respuesta alguna!


—No, señor Taylor: todas las preguntas tienen respuesta —replicó el chico.


—Ya te he dicho que me llames Alan, chaval. Pero, Nicolas, dime, ¿estás seguro de que nosotros somos los más indicados para ayudarte con este trabajo de clase?


—Sí, sin duda ustedes son las personas apropiadas para ayudarme —contestó el niño, colocándose las gafas en su lugar con un gesto impertinente y mirando taimadamente a sus sujetos de experimento.


—¿Se puede saber que coj…? Estooo, ¿qué estáis haciendo? —corregí acertadamente, recordándome a mí mismo que había un niño cerca. A pesar de ello, el mocoso se atrevió a reprenderme con la mirada.


Luego me dirigí hacia mi amigo Alan y le arrebaté el papel para echarle una ojeada a ese trabajo de clase. Tras sólo un segundo confirmé que el crío era más retorcido de lo que pensaba.


—Chaval, esta prueba no te servirá de mucho: si le haces un test de inteligencia a un hombre con resaca recibirás la misma respuesta que si se lo haces a una piedra, o sea, ninguna de utilidad. Aunque creo que la piedra te serviría de algo, al menos como pisapapeles, no como estos dos sujetos… —declaré devolviéndole el test a Alan, quien no dejaba de tratar de apoderarse de él empecinadamente.


—¡Al fin os demostraré que soy más listo que vosotros! —exclamó éste triunfante, concentrándose en su examen.


—En serio, chaval, ya te digo yo los resultados… Éste es tan tonto que corre detrás de los coches aparcados —dije señalando a mi hermano Daniel—. Y éste, sin duda, tiene sus células cerebrales en la lista de especies en extinción —terminé sentándome junto a mi amigo y mi hermano para ver si eran capaces de finalizar el test en cinco minutos.


—¡Pues si tú eres tan listo, ¿por qué no lo haces también?! —exclamó mi hermano Daniel molesto, intentando ocultarme sus respuestas, algo totalmente innecesario.


—Es que no quiero robaros protagonismo —dije maliciosamente cruzándome de brazos.


—¡Nicolas! Entrégale uno de esos exámenes a Pedro… Seguramente él también debería hacerlo… —opinó Alan, consiguiendo finalmente que el mocoso colocara uno de los papeles delante de mí mientras me retaba con su insolente mirada.


A continuación, miré el reloj con la idea de darles tiempo a mis compañeros de fatigas para que terminaran sus pruebas, y en cuanto las hubieron entregado, le di la vuelta a la mía y en tan sólo treinta segundos la hice. Daniel y Alan me fulminaron con la mirada y, expectantes, aguardaron una respuesta que yo ya sabía.


—Bueno, ¿quién es el más listo de los tres? —preguntó Alan al crío, que observaba los resultados un tanto molesto.


—¿Se lo dices tú o se lo digo yo, chaval? —intervine arrogantemente, ganándome tres miradas cargadas de reproche.


—¡No me llamo chaval: me llamo Nicolas! —replicó altaneramente el niño para luego pasar a dar el resultado—: Pedro Alfonso, con ciento cincuenta y cuatro puntos, es el que tiene un mayor cociente intelectual de los tres —anunció finalmente el mocoso.


Para rebajar sus humos, presumí un poco ante él:
—Seguro que no tienes el privilegio de conocer a una persona más lista que yo, chaval… Aprovecha la oportunidad y pregúntame lo que quieras.


—No hace falta, señor Alfonso. Ya conozco a una persona con un cociente intelectual de ciento cincuenta y cinco puntos que responde a todas mis preguntas, y ésa es mi mamá…


Y, tras esa respuesta, al fin me interesó saber qué hacía ese niño en casa de mis padres y quién sería esa inteligente mujer a la que él llamaba mamá, porque la única mujer que conocía más inteligente que yo mismo era aquella que siempre huía neciamente de mi lado.


—¿Cómo se llama tu madre? —pregunté, temeroso de oír su respuesta.


—Paula —anunció el crío, arruinando todas mis esperanzas de que ella no me hubiera olvidado.


Increíblemente, tras verme un tanto cabizbajo al recibir esa respuesta, el niño se acercó a mí e intentó animarme.


—No se preocupe, señor: si no sabe algo, siempre puede preguntárselo a mi mamá —dijo palmeando tranquilizadoramente mi mano.


—No creo que se quede mucho tiempo como para responder a todas mis preguntas —repliqué, recordando lo rápido que ella huía de mí.


—No se preocupe, también puede preguntarme a mí: mi cociente es de ciento sesenta y dos—se jactó el mocoso poco antes de irse.


Cuando miré su rostro mientras se alejaba, vi en él una ladina sonrisa que en vano trataba de disimular, y en ese preciso momento supe que ese chaval, sin ningún género de dudas, me estaba vacilando. Cosa que me confirmaron las carcajadas de mi amigo


Alan y de mi hermano Daniel, que tenían un ataque de risa a mi costa.


—Qué mal gusto tienes con los hombres, Paula… —murmuré mientras me preguntaba cómo sería el padre de ese mocoso tan impertinente que acababa de burlarse de mí.