miércoles, 30 de mayo de 2018

CAPITULO 86




Paula observaba aterrada cómo Pedro subía a la tarima. Ya era demasiado tarde para pararlo, y ahora todos sabrían lo estúpida que había sido y que su único motivo para volver a aquel pueblo había sido la venganza, una venganza contra un hombre que en verdad no la merecía. Paula miró a Mabel, sin poder creerse que fuera tan cruel como para exponerla ante todos de esa manera si únicamente necesitaba que Pedro leyera esa carta para lograr su propósito de alejarlo de ella.


Cuando Mabel leyó el título de su carta, Paula cerró los ojos para no ver el desastre que se avecinaba, pero la rubia no continuó hablando, ya que un sonriente Pedro apareció ante todos simulando ser parte de ese último acto de despedida.


—Pero ¿qué haces con mi carta, Mabel? Sólo yo puedo leerla —dijo él mientras le arrebataba el papel a aquella horrible mujer.


Paula observó entonces que, tras bromear con el público unos segundos y antes de comenzar su alegre discurso, Pedro leía la misiva rápidamente, aunque con atención, y lo vio enfurecerse con cada una de sus necias palabras, que, sin duda, le hicieron tanto daño como en su momento ella había pretendido causarle. Luego advirtió cómo ocultaba con disimulo la carta debajo de otra que él había sacado de su bolsillo sin que nadie más se diese cuenta. Y, sin apartar sus fríos ojos de Paula, comenzó a leerla.


—«Te odiaré por siempre»… Debéis tener en cuenta que cuando la escribí tenía dieciocho años y estaba muy, pero que muy cabreado —bromeó Pedro antes de proseguir
—. «Te odiaré por siempre, Paula Chaves, porque te has marchado sin darme la oportunidad de decirte lo que siento por ti, porque cuando empezaba a comprender que lo que sentía por ti era amor, decidiste alejarte de mi lado. Porque tu familia no me permite expresar en voz alta que eres mía, ya que así lo cree mi corazón, aunque tus hermanos silencien contundentemente con sus puños cada una de mis palabras.» Ante esto os diré que eran cuatro mastodontes bastante brutos —ironizó, haciendo reír a los presentes con su comentario, aunque Paula sabía que él no reía en absoluto—. «Te odio porque no me has dicho lo que sientes y no me has dado la oportunidad de darte una respuesta, y ahora no sé cuándo volveré a encontrarte ni dónde. Te odiaré por siempre porque, por primera vez, me he enamorado y he descubierto lo duro que puede ser querer a alguien a quien nunca podré olvidar.»


Tras terminar su carta, todos los exalumnos bromearon sobre su memorable encuentro. Pedro se unió a sus bromas y, cuando nadie lo observaba, volvió su fría mirada hacia Mabel.



—Creí que debías saberlo y así te darías cuenta de cómo es ella y… —intentó excusarse Mabel ante la intimidante actitud de Pedro Alfonso, una faceta de él que nunca había llegado a conocer.


—Si mis sentimientos no han cambiado en todos estos años, ¿qué te hace pensar que lo harán ahora? No vuelvas a acercarte a Paula, o lo lamentarás… —concluyó contundentemente Pedro, dando por zanjado lo que una vez tuvo con esa mujer.


Después de bajar del estrado, y ante las atentas miradas de todos sus compañeros, se acercó a Paula y le entregó la carta. Pero no la que había leído delatando sus estúpidos sentimientos, sino la carta de venganza de ella, cuyas palabras habían quedado grabadas dolorosamente en su corazón. Luego se le acercó más y le susurró las palabras que realmente había querido gritar desde el instante en que había leído la declaración de odio de Paula:
—Enhorabuena, creo que has cumplido todos los propósitos de tu carta, incluso el de romperme el corazón. Pero estoy en desacuerdo con uno de tus puntos: tú siempre has tenido mi corazón, Paula, pero nunca has permanecido junto a mí el tiempo suficiente como para saber que era tuyo.


Tras esas palabras, se apartó de ella, y cuando vio sus ojos llorosos no pudo evitar darle un último beso.


—Ahora soy yo el que se marcha —declaró alejándose de una mujer que nunca dejaba de hacerle daño, estuviera o no cerca de él.






CAPITULO 85





No comprendía por qué Paula estaba tan nerviosa si había cumplido cada una de las expectativas que alguna vez había tenido sobre mí: había organizado un maravilloso baile en el viejo gimnasio, logrando que la mayoría de las antiguas alumnas que me habían seguido en una ocasión como corderitos me ayudaran con todos los preparativos de ese festejo. Decenas de globos azules y blancos colgaban del techo junto con algunas cadenetas del mismo color que ni yo mismo sabía de dónde habían salido. Alan había ayudado a montar un firme estrado para las actuaciones de la noche, entre las que destacaba la de un antiguo grupo de música del colegio que se habían decidido a tocar.


Por último, logré que los vecinos se involucraran convenciéndolos de que prepararan un ponche que los más inmaduros no tardaron en adulterar añadiéndole alcohol, junto con algún que otro tentempié que calmara nuestro apetito.


Además de eso, me comporté como un verdadero caballero toda la noche, pero cada vez que la sacaba a la pista, Paula temblaba inquieta entre mis brazos. Cuando nos hacíamos una foto a través de ese antiguo compañero del club de fotografía que ahora no podía soltar su cámara, Paula mantenía en su rostro una fría y falsa sonrisa que no me agradaba en absoluto.


En el bolsillo de mi traje llevaba esa noche una carta que escribí en mi adolescencia, cuando ella se marchó, y que estaba decidido a mostrarle para que viera cuánto me había importado realmente su marcha de Whiterlande cuando ella apenas tenía quince años, y para que se diera cuenta de que ese enamoramiento juvenil no sólo había sido por su parte, aunque tal vez yo hubiera tardado un poco más en percatarme de ello.


Tras resolver algunas de las dudas de nuestro pasado, yo estaba convencido de comenzar de nuevo: tendríamos una relación, nos casaríamos y al fin tendríamos algún hijo tan escandalosamente pelirrojo como ella, además de ese diablillo de Nicolas, que cada vez me caía mejor y del que no me importaría mucho convertirme en su padre. En mi mente todo encajaba a la perfección, pero, para mi desgracia, con Paula eso de planificar las cosas nunca parecía funcionar.


Finalmente, a lo largo de la noche, logré que se tranquilizara un poco. Pero cuando creía que nadie la veía, miraba a Mabel con gran inquietud. Era indudable que aquella pérfida mujer se traía algo entre manos, alguna malévola jugada que llevar a cabo contra mi pequeña Paula, así que durante toda la noche estuve pendiente de cada uno de sus movimientos, aunque ella tal vez interpretó mi interés de otra manera.


Cuando acababa la noche sin ningún contratiempo, Mabel subió al escenario para dar el discurso final. Tras dirigir una maliciosa mirada a Paula, sacó uno de aquellos horrendos sobres rosas de corazones que mi amada pelirroja solía utilizar. No tuve dudas de que esa carta había sido escrita por ella cuando comenzó a temblar, y cuando me alejaba de ella para recuperarla de manos de Mabel, supe que iba dirigida a mí, ya que Paula intentó retenerme desesperadamente a su lado. Sin embargo, a pesar de lo que pudiera decir esa carta, como toda nuestra complicada historia de amor, eso era algo que nos atañía sólo a nosotros.


—Bueno, para despedirnos he pensado que qué mejor que leeros una carta que nos haga rememorar por qué hemos vuelto a encontrarnos en esta reunión con las personas sobre las que tanto hemos pensado. Esta carta comienza así: «Te odiaré por siempre».


Y, mientras subía al estrado dispuesto a hacer el ridículo ante todos y a recuperar una declaración que sin duda alguna me dolería, pensé que era una maldita coincidencia que mis palabras y las de Paula por una vez hubieran sido las mismas, aunque con algunos años de diferencia.


CAPITULO 84




—¿Se puede saber qué hacemos aquí, Pedro? Por si no lo sabías, estoy demasiado ocupado intentando conquistar a una mujer que no me da ni la hora —dijo Daniel molesto, viendo cómo su hermano se probaba un nuevo traje.


—Sólo estás resentido porque en esta ocasión no vienes al baile —declaró Alan mientras se probaba uno de esos estúpidos trajes de pingüino que, sin duda, complacerían a su mujer.


—¡No digas sandeces! Además, tú vas únicamente para librarte de alguno de los extraños antojos que mi hermana no deja de pedirte cuando se enfada contigo.


—¡Chicos, chicos! ¡Haya paz! —intervino Pedro, sin dejarse convencer aún por esa ropa—. Aquí lo importante es… ¿estoy guapo?


Y ante esa estúpida pregunta que un hombre nunca debía hacer a sus amigos, recibió la respuesta de dos idiotas de los que, en ocasiones, se arrepentía bastante de tener como familia: ambos comenzaron burlonamente a lanzarle besos y a decirle lo guapo que estaba. Incluso Alan se atrevió a pedirle que le reservara un baile para la ocasión.


Por supuesto, Pedro se deshizo rápidamente de aquellos dos payasos y, sin más dilación, compró su traje. Para su desgracia, al parecer, alguien más oyó su conversación porque, mientras Pedro recibía la elevada factura del traje, también fue obsequiado con el número de teléfono del dependiente, el cual no dejaba de hacerle ojitos.


«Bueno, una cosa menos por hacer», pensó Pedro tras darle al dependiente el número de teléfono de su solitario hermano antes de dirigirse a otra tienda para cumplir, aunque fuese por una noche, uno de los sueños de la mujer a la que amaba



****


Con el vestido más hermoso que había tenido nunca y mi pelo recogido en una cascada de rizos rojos, terminé de maquillarme impacientemente junto a mi amiga Eliana, que se había negado a perderse la fiesta a pesar de su embarazo. Nos encontrábamos en casa de Sara y Juan, quienes muy amablemente se habían ofrecido a quedarse con los niños, y de un momento a otro sonaría el timbre, momento en el que aparecerían nuestras respectivas parejas para recogernos.


Me sentía tan impaciente como la adolescente que hacía tiempo que había dejado atrás, y por primera vez en mi vida viviría esos momentos que nunca había podido atesorar junto al hombre al que amaba. Cuando finalmente sonó el timbre, y aunque ya estábamos listas desde hacía un buen rato, Eliana y yo hicimos esperar un poco a nuestras parejas con unas risitas un tanto infantiles. Luego hicimos nuestra sublime aparición.


El señor Alfonso sacó su cámara y, aunque no fuera mi padre, me emocioné al hacerme esas fotografías con la pareja que siempre había deseado que me acompañara a uno de aquellos bailes.


Antes de marcharnos, Pedro alzó mi mano y me puso un hermoso ramillete en ella, haciendo que me avergonzara por unos momentos ante sus atenciones, porque, por una vez, se estaba comportando conmigo como el hombre maravilloso que describí un día en mi carta de amor.


—Tú, como siempre, haciendo quedar mal a otros, ¿verdad? —se quejó Alan y, mientras miraba el ceño fruncido de su esposa, añadió—: Eliana, si quieres, tengo en el bolsillo un caramelo…


—No, déjalo —contestó mi amiga enfurruñada, intentando pasar rápidamente al lado de su marido.


—Entonces, tal vez prefieras esto… —dijo Alan, colocando entre sus manos una hermosa rosa salvaje antes de que ella tuviera tiempo de alejarse—. Esto es porque sé que tú prefieres las cosas salvajes —declaró mientras besaba ardientemente a su mujer.


Pedro y yo nos miramos a los ojos y decidimos alejarnos antes de que Alan convenciera a Eliana de no acudir al baile. 


Cuando salimos de la casa, ese hombre volvió a sorprenderme una vez más, ya que ante mí había una limusina negra esperándonos. Tras ayudarme a subir a ella, nos acomodamos en los asientos y durante unos instantes jugamos entre risas al infantil juego del «¿Y si…?».


—¿Sabes lo que habría pasado si esos dos no se hubieran casado? —pregunté riéndome de la estúpida idea que en una ocasión tuvo mi amiga cuando negaba rotundamente amar a Alan.


—Sin duda mi padre habría sacado su escopeta de perdigones e intervenido en la relación. Esos dos estaban destinados a estar juntos.


—¿Y si tu madre hubiera tenido solamente niñas? —pregunté juguetonamente, ya que me agradaba ver a ese Pedro despreocupado que no cesaba de sonreír.


—¡No, gracias! ¿Te imaginas a Daniel con faldas? —bromeó junto a mí, hasta que por unos instantes su rostro se tornó serio y preguntó—: ¿Y si tú nunca te hubieras ido de mi lado?


Lo miré, quedándome en silencio sin saber qué contestar a esa dura pregunta sobre nuestro pasado. Y él prosiguió con sus soñadoras palabras que me hicieron darme cuenta de que verdaderamente Pedro nunca había dejado de pensar en mí.


—Lo más probable es que, cuando hubiera vuelto de la universidad, habría intentado conquistarte y tus celosos hermanos nos habrían incordiado constantemente, así que habríamos acabado fugándonos para casarnos en secreto y hoy tendríamos varios hijos…


Ante sus tiernas palabras, me entró el pánico porque todavía había muchas cosas pendientes entre nosotros, y si Pedro me había amado tanto como me demostraba en esos instantes, yo había sido la mujer más cruel del mundo al alejarlo de su hijo. Recordé también la amenaza de Mabel y la estúpida carta de venganza que había escrito y que era la única razón por la que había vuelto a Whiterlande. En ese momento deseé no asistir al baile, porque sentía que, de un momento a otro, esa noche acabaría perdiendo al hombre al que amaba. Y esta vez sería para siempre.


—¿Por qué no nos olvidamos del baile y vamos a tu casa? —propuse intentando eludir el desastre.


Pero mi amiga no tardó en aparecer con Alan, y nuestro coche se puso en marcha dando así comienzo a una noche a la que, por momentos, temía cada vez más.





CAPITULO 83




Nicolas estaba tremendamente aburrido y no paraba de dar vueltas por toda la tienda. 


Contento, vio cómo su mamá salía del probador al fin, pero no le gustó la cara de preocupación que tenía. Supuso que todo se debía a la sobremaquillada mujer que salió del probador detrás de ella, sobre todo cuando ésta miró a su madre con una perversa sonrisa mientras le mostraba burlonamente algo antes de guardarlo en el bolso.


El niño pensó seriamente en la posibilidad de robarle a esa persona el papel que exponía socarronamente ante su madre y que parecía ponerla triste, pero Paula siempre le había enseñado lo mal que estaba robar. Así que, según las lecciones que había recibido, no podía sustraer nada del bolso que la mujer había dejado tan despreocupadamente en uno de los probadores vacíos mientras buscaba ropa en un perchero cercano. Sin embargo, nadie le había dicho que no pudiera meter cosas en él, así que Nicolas se entretuvo en introducir en el bolso varios objetos que había observado en esa tienda durante su tediosa tarde de compras.


Después de que su madre por fin se decidiera por el último vestido que se había probado y comprara también unos zapatos y un minúsculo e inservible bolso a juego, Nicolas se encontraba junto a ella en la caja cuando la malvada mujer que había visto en los vestidores pasó por su lado sin comprar nada, dirigió una pérfida sonrisa a Paula y se dispuso a marcharse de la tienda. Para su desgracia, mientras salía, la estruendosa alarma comenzó a sonar.


—¡Señorita! ¿Podría mostrarme sus bolsas, por favor? —le pidió amablemente el guardia de seguridad.


La mujer le respondió que no llevaba nada más que algunas compras de otro establecimiento. 


Pero cuando pasó por segunda vez por la puerta y la alarma volvió a sonar, el guardia ya no la miró tan amablemente y la clienta tampoco fue tan paciente como antes.


—Señorita, ¿podría mostrarme su bolso?


—¿En serio? ¿Me va a hacer abrir el bolso por una estúpida alarma que indudablemente está estropeada?


—Por favor, señorita: su bolso.



—¡Espero que se disculpe en cuanto le demuestre que no llevo nada! —exigió ella presuntuosamente.


Pero en el instante en que el guardia vio el contenido de su bolso, la condujo hacia el mostrador y comenzó sacar todos los objetos que Nicolas había introducido en él.


—Veamos qué es lo que pensaba llevarse… —dijo fulminando a la mujer con la mirada—: una braga faja, un…


—¡¿Eh?! ¡Eso no es mío! —respondió ella muy alterada.


«Mira tú por dónde, ya no sonríe tanto», pensó Nicolas mientras no dejaba de observar con atención lo más divertido que había ocurrido esa tarde en la tienda.


—Sujetador con relleno, de hecho…, bastante relleno —continuó el guardia, sin poder dejar de mirar cada vez más extrañado a la mujer. »Pestañas postizas, un tanga masculino en forma de elefante, tatuajes de pega, unas esposas que estaban de exposición y, por último, la mano de un maniquí con un dedo tieso… Señorita, no sé lo que pretendía hacer con estos objetos, pero, definitivamente, algunos de ellos tiene usted que pagarlos, y otros, por supuesto, no están a la venta — manifestó confuso, alejando las esposas y la mano del maniquí del alcance de aquella extraña —y probablemente enferma— mujer.


—¡Le vuelvo a repetir que eso no es mío!


Y mientras Nicolas pasaba por al lado de esa mujer que se había atrevido a preocupar a su mamá, esta vez fue él quien le sonrió tan maliciosamente como había hecho ella con Paula.


Cuando Mabel lo vio, enseguida supo que todo había sido culpa de aquel niño. Y más aún al comprobar a quién acompañaba.


—¡Yo no he sido, ha sido ese crío! —exclamó señalando a Nicolas.


—¡Por Dios! Si yo hubiera sustraído esos objetos también lo negaría, pero de ahí a culpar a un inocente niño… —declaró la dependienta sonriendo amablemente al chaval, que con su cara de angelito se ganó a todos los presentes.


—¡Pero ha sido él! —insistió Mabel, intentando convencer al guardia de seguridad.


Y, cuando estuvieron fuera de la tienda, la cara del angelito se tornó en la de un malicioso diablillo al que Paula ya conocía.


—Cuando lleguemos a casa tendremos que hablar seriamente sobre tu comportamiento —sentenció ella mientras caminaban.


«¡Mierda, me ha pillado!», pensó Nicolas, y acto seguido se preguntó por qué su madre siempre sabía cuándo había hecho algo malo, aunque nadie más sospechara de su persona.



—En ocasiones te pareces tanto a él… —murmuró Paula mientras revolvía alegremente sus cabellos.


Y, al fin, Nicolas supo por qué siempre lo pillaba: sin duda, su madre conocía demasiado bien las maliciosas acciones de su padre como para caer ante las suyas.



CAPITULO 82




Tras oír las palabras baile y vestido, Nicolas intentó huir, ya que su abuelo le había dicho que eso conllevaría una tortura en la que los hombres se veían obligados a soportar un aburrimiento infinito del que solamente podían librarse mintiendo como bellacos.


Cuando Juan comenzó a describirle a su nieto lo que ocurría antes de esos eventos, las horrorosas compras que se alargaban durante innumerables horas llenas de estúpidos comentarios femeninos, los miles de modelitos que las mujeres lo obligaban a uno a observar una y otra vez y los interminables «¿Cómo me queda?», Nicolas tembló atemorizado ante la tortura. Decidido a librarse de ella, prestó suma atención a las palabras y los consejos de su abuelo. Pero, de repente, su abuela apareció en el salón interrumpiendo el discurso de su marido justo en el momento en el que intentaba explicarle a su nieto cómo librarse de semejante tormento.


La aguerrida mujer simplemente se cruzó de brazos y fulminó con la mirada a su esposo. Tras esto, Juan se quedó de piedra y ni una sola palabra más volvió a salir de su boca. 


Así que Nicolas finalmente no logró enterarse de cómo librarse de ese martirio, y cuando le suplicó a su abuelo con los ojos que lo salvara, el muy canalla fingió un terrible dolor de espalda simplemente para no acompañarlos. Como era el único hombre que quedaba en la casa, ya que los demás habían huido sabia y previsoramente, y las mujeres querían tener una opinión masculina sobre lo que se probaban, lo arrastraron con ellas a una decena de tiendas donde siempre hacían lo mismo y nunca se llevaban nada.


—¿Creéis que esto me hace gorda? ¿Cómo me queda? —preguntó nuevamente su madre mientras Nicolas pensaba muy seriamente en golpear su cabeza y quedar inconsciente para no volver a oír esas palabras.


—Te queda perfecto, mamá, no pareces tú —mintió él hábilmente, decidido a que finalizara esa tortura cuanto antes.


—No sé yo…, tal vez sería mejor en verde —opinó Eliana, la molesta amiga de su madre, poniéndole pegas a otro modelito. Otra vez.


—Sí, creo que tienes razón. ¡Éste tampoco me sirve! —coincidió finalmente su madre tras dar un par de vueltas frente al espejo.


Esta vez Nicolas no pudo resistirlo y golpeó su cabeza contra la columna que tenía más cerca.


—¡Nicolas! ¿Qué haces?


—Seguir los conejos del señor Alfonso: si estoy inconsciente, seguro que esto duele menos —declaró el chiquillo, logrando con ello ser fulminado por las dos indecisas mujeres que lo obligaban a acompañarlas.


—¡Mira que eres exagerado! Me pruebo este modelo en color verde y nos marchamos… —decidió finalmente su madre, convirtiéndolo en el niño más feliz del mundo.


—¡Hombres! ¡Nunca se puede venir de compras con ellos! —exclamaron las dos mujeres un tanto molestas, como si ese martirio realmente fuera algo digno de experimentar.



****


Paula se probaba un hermoso vestido largo con cuentas plateadas en el escote y recogido al cuello, que se adaptaba a la perfección a las curvas de su cuerpo hasta que llegaba a los tobillos, donde tenía un hermoso volante. 


Mientras no dejaba de dar vueltas ante el espejo, se preguntaba si sería del gusto de Pedro. Por supuesto, no dejó de ensayar alguna que otra pose sexi para ver cómo le quedaría cuando se le insinuara esa noche, ya que Paula estaba decidida a seducirlo y a vivir todas las experiencias que no había vivido en su auténtico baile de graduación, al que no tuvo ganas de asistir en su momento porque no iba a ir con Pedro, y al que, de todas maneras, sus hermanos no le habrían permitido ir.


Esa noche se harían esas fotos que nunca pudo tener con él, bailaría todo el tiempo entre sus brazos, reirían y conversarían de nada en concreto y, por último, huirían a algún lugar escondido de todos, donde se rendirían a la pasión sin importarles nada más que celebrar ese día en que volvían a ser jóvenes atolondrados sin ninguna preocupación.


Mientras tarareaba emocionada por todo lo que la esperaba, la puerta del probador se abrió y Paula se dio la vuelta para reprender a su impaciente amiga.


—¡Eliana, ya voy! ¡No seas tan impaciente! —exclamó volviéndose, pero la persona que halló ante ella fue la que menos esperaba encontrarse en esos momentos, y lo que llevaba en las manos le hizo pensar que ese último día en el instituto tal vez no se parecería en nada al sueño que ella había ideado.


—Veo que te estás preparando para tu cita con Pedro, ¿eh? ¡Qué pena que ese iluso no sepa para qué has vuelto a este pueblo en realidad! —dijo maliciosamente Mabel, mostrándole la carta que Paula había perdido.


—No es lo que parece. Entre Pedro y yo hay muchas cosas que tú no sabes, muchos errores y malentendidos que al fin he comprendido que tengo que resolver.


—Sí, ya veo cómo vas a resolverlos… —replicó desdeñosamente Mabel mientras agitaba la carta delante del rostro de Paula—, pero no sueñes que esta estúpida carta tendrá un final feliz, porque alguien como Pedro no se enamoraría de una persona como tú. Aunque hayas cambiado por fuera, por dentro siempre serás esa ridícula y solitaria gordita que lo perseguía, incordiándolo por todas partes.


—¿Sabes que yo también creía estúpidamente que Pedro nunca se fijaría en mí? Hasta que me di cuenta de lo equivocada que estaba y de que en realidad él nunca había dejado de pensar en mí.


—Así que crees que lo tienes loco por ti, que se ha enamorado de ti… —ironizó Mabel, señalando la carta—.Veremos cuánto le dura ese enamoramiento cuando lea esto… Pero, para que veas que no soy tan mala como crees, romperé esta carta si me prometes alejarte de él para siempre.


—Lo siento, pero eso es algo que no haré, ya que le he prometido a Pedro que no volvería a apartarme de su lado —declaró Paula firmemente.



Y, sin dejarse avasallar, pasó junto a Mabel ignorando sus amenazas, decidida a afrontar el desastre cuando ocurriera y no hacer como siempre y huir del hombre al que nunca había dejado de amar.