jueves, 31 de mayo de 2018

CAPITULO 89




—¡No me gustas! —le dijo a Nicolas un molesto niño que acababa de llegar de la casa de enfrente mientras éste mantenía su nariz sumergida en su libreta en busca de una solución a su dilema de qué hacer para volver a unir a sus padres.


—No eres el primero que me dice eso —replicó, dedicándole una leve mirada a ese molesto chico un año mayor que él antes de seguir con sus importantes asuntos.


Todo parecía ir a la perfección cuando su madre había decidido mudarse a Whiterlande, el lugar donde se hallaba su papá, pero ahora, aunque sus padres vivían muy cerca el uno del otro, parecían decididos a ignorarse, y Nicolas no sabía cómo hacer para juntarlos y que se convirtieran en la familia feliz que siempre deberían haber sido.


¿Te gusta Helena? —preguntó insistentemente el niño, fulminando de nuevo a Nicolas con la mirada.


—¡Puaj! —exclamó él ante tan estúpida idea.


—¡No te acerques a ella, pienso convertirla en mi novia cuando crezcamos! — manifestó orgullosamente el desconocido.


—¡Doble puaj! —replicó Nicolas, demasiado ensimismado con sus preocupaciones.


—¿Qué haces, Roan? No estarás molestando a otro niño por tu estúpida idea de casarte conmigo, ¿no? ¡Ya te he dicho que no pienso ser tu novia! —advirtió Helena molesta, mientras salía de casa de su abuela con una limonada que le ofreció amablemente a Nicolas y por la que éste se ganó una nueva mirada amenazante por parte del celoso crío.



—¡Y yo te he dicho que eso ya lo veremos cuando crezcas! —señaló enfadado Roan mientras se cruzaba de brazos, decidido a llevar la razón aunque tuviera que esperar años para demostrarlo—. ¿Quién es éste? —preguntó entonces, señalando despectivamente a Nicolas.


—¡Hombres! —exclamó Helena mientras ponía los ojos en blanco y alborotaba presumidamente con una mano sus rizados cabellos en una perfecta imitación de su madre—. Éste es mi primo Nicolas.


—No sabía que tuvieras un primo… —comentó Roan, receloso, sin saber si creerse las palabras de la niña.


—Y yo tampoco —coincidió ella.


Y, sin aclararle nada más al confundido chico, se sentó al lado de Nicolas en el viejo banco del porche de casa de sus abuelos. Por supuesto, Roan no permitió que lo dejaran de lado y ocupó un lugar entre los dos.


—No sé cómo hacerlo para que mis padres vuelvan a hablarse… Creí que, cuando mamá se mudara aquí, todo sería mejor, pero papá la ignora y ella no se atreve a acercársele —confesó Nicolas, totalmente perdido, apartando a un lado su libreta sin que ésta le diera una solución, por primera vez en su vida.


—Creo que es el momento de que intervengas y les recuerdes a tus padres lo maravillosos que son cada uno de ellos. O, por lo menos, eso es lo que yo hago cuando mis padres se pelean —opinó Helena.


—Sí, pero ¿cómo me acerco a mi padre sin que sospeche de mis intenciones?


—¿Quién es tu padre? —intervino Roan, dándose cuenta finalmente de que ese niño no era un obstáculo para él.


Pedro Alfonso —afirmó Nicolas en voz alta y con orgullo.


—Entonces lo tienes muy fácil para llamar su atención: simplemente ponte enfermo.


—¡Ésa es una maravillosa idea, Roan! —exclamó Helena, abrazando efusivamente a su amigo.


Y, mientras esto ocurría, una estúpida sonrisa de satisfacción surgía en el rostro de ese niño enamorado.


—¡Pero no estoy enfermo! —se quejó Nicolas.


—Entonces miente como hacemos todos en alguna ocasión —declaró despreocupadamente Helena.


Y, dando la cuestión por zanjada, se levantó del viejo banco y cogió la mano de cada uno de sus amigos para comenzar esos juegos infantiles donde los niños olvidaban todas sus preocupaciones.






CAPITULO 88




Alan desconocía por qué motivo el último antojo de su mujer había sido que interrumpiera las merecidas vacaciones que Pedro se había tomado tras esa espantosa fiesta de exalumnos. Intentó explicarle a Eliana que era muy normal que un hombre quisiera lamer sus heridas en silencio y alejado de todos, pero su impertinente doña Perfecta no estaba dispuesta a permitir eso.


Seguramente Pedro estaba en perfectas condiciones, ya que en alguna que otra ocasión se había comunicado con él para burlarse de Daniel y de las estupideces que éste hacía al intentar conquistar a la mujer de la que finalmente se había enamorado.


Cuando Alan se adentró en la casa de su amigo no vio nada fuera de su sitio: todo estaba en su lugar, todo limpio y jodidamente ordenado. «¿Cómo mierdas hace para mantenerlo todo así?», se preguntó con cierta envidia, ya que cuando él mismo se encargaba de alguna tarea de la casa, todo quedaba hecho un desastre. Aunque lo cierto era que su pequeña Helena casi siempre colaboraba para que así fuera.


Todo parecía estar en orden, así que Alan gritó el nombre de su amigo por toda la casa. Al ver que Pedro no daba señales de vida, se dispuso a marcharse, hasta que recordó el pequeño gimnasio que Pedro tenía en el desván y al que siempre acudía cuando estaba enfadado o bastante estresado, para desahogarse con el saco de boxeo.


Tras subir la escalera no tuvo dudas de que, una vez más, había actuado bien al hacerle caso a su mujer… Aunque eso era algo que, por supuesto, nunca le reconocería a Eliana.


La habitación estaba hecha un desastre: había restos de comida y latas por todos lados, ropa tirada de cualquier modo, la papelera contenía una decena de botellas vacías, y lo más chocante de todo: su amigo había colocado un pequeño peluquín pelirrojo sobre el saco de boxeo, un saco que no cesaba de golpear furiosamente una y otra vez mientras nombraba a los hermanos de Paula.


—Aunque no puedo decir que lo que estás haciendo sea muy sano, por lo menos no estás hecho una mierda —opinó Alan, sujetando el saco de su amigo como tantas veces había hecho en el pasado.


—La primera semana estuve hecho una mierda —dijo Pedro, señalando el montón de botellas de la papelera—. En ésta he decidido apagar mi ira recordando a alguno de los hombres que más me han fastidiado en la vida. Para mi desgracia, son pelirrojos, y en algún momento no puedo evitar pensar en ella.


—¿Sabes una cosa? Paula ha alquilado una de las casas de tu padre…


—No lo sabía. Ni me importa… —replicó Pedro, golpeando con más furia el saco de boxeo.


—También ha inscrito a Nicolas en el colegio del pueblo y en estos momentos está buscando trabajo. Creo que esta vez ha venido decidida a quedarse.


—Eso no durará —declaró Pedro molesto, recordando lo rápido que Paula siempre había huido de su lado.


—Pues ya lleva dos semanas de más aquí.


—¡Perfecto! Si has venido para informarme de eso, ya puedes largarte. Has cumplido con tu cometido —dijo Pedro, señalándole la salida a su amigo.


—Solamente he venido porque me ha mandado tu hermana —respondió Alan mientras soltaba el saco de boxeo—. Ya sé lo poco que te agrada que tus amigos metan las narices en tu vida personal, Pedro, aunque en ocasiones eso es algo que deberías permitir que hicieran. Por lo menos, para ayudarte a arreglarla —manifestó Alan antes de dejar nuevamente a su amigo con su furiosa soledad.


—¡Esta vez pienso rehacer mi vida, y nada de lo que hagas me hará cambiar de opinión, Paula! —afirmó Pedro, dejando salir su rabia en una mentira que ni él mismo se acababa de creer.



CAPITULO 87




Habían pasado varios días desde que había hecho el ridículo más grande de mi vida delante de esa mujer, una mujer que me había demostrado que no me amaba en absoluto.


Se suponía que hoy tendría que regresar a su hogar, desaparecer nuevamente de mi vida como siempre hacía. 


Pero en esa ocasión yo no iría detrás de ella, no trataría de impedir que se alejara y, cuando lo hiciera, no seguiría esperando por alguien que solamente había pensado en mí para vengarse.


Todo eso me ocurría por fingir ser un niño bueno cuando en verdad siempre había sido un canalla. Aquella noche, en la que al fin abrí los ojos, había sido ilusamente planeada por mí hasta en los menores detalles para cumplir todos los deseos de Paula…, sólo para darme cuenta luego de que su único deseo era hacerme sufrir.


Mientras yo la había estado esperando durante todos esos años, ella nunca lo había sabido debido a la intervención de su familia, y otra vez más había hecho el ridículo más enorme. ¡Y pensar que cuando volví a verla solamente pensé en tenerla de nuevo entre mis brazos y sujetarla bien fuerte para que no volviera a marcharse! Y, claro, mientras a mí me preocupaba cómo podría volver a enamorarla, ella planeaba cómo hacerme pedazos antes de retornar a su monótona vida en brazos de su aburrido prometido. ¿Es que no podía aprender de una vez que ella no me amaba, que yo nunca le había importado lo bastante como para quedarse a mi lado?


Pensé que la última noche que pasamos juntos había significado algo para ella, que sus caricias y sus promesas esta vez eran verdaderas, pero, al parecer, Paula se había vuelto una mujer falsa a la que le gustaba jugar con los hombres, mientras que yo me había vuelto un idiota porque, a pesar de todo, aún ahora deseaba que ella permaneciera a mi lado.


No sabía si podría perdonarla, ni cuándo, ni siquiera si lo merecía… Lo único que deseaba era que mañana Paula siguiera allí, en un lugar donde siempre pudiera encontrarla. 


Así pensaba, tristemente, mientras daba un nuevo sorbo a mi bebida y trataba nuevamente de esforzarme por olvidar a la mujer de mi pasado que nunca había podido borrar de mi mente ni de mi estúpido y dolorido corazón.



****


—¿Cómo que te quedas en ese pueblo? ¿No se suponía que deberías haber regresado hace una semana? ¿Y tu trabajo? ¿Y tu familia? ¿Y ese penoso y lastimero individuo que supuestamente es tu prometido? ¿Qué pasa con todo eso? —preguntó un exaltado Alan a su hermana después de recibir la impactante noticia por teléfono.


—Lo he decidido, Alan: me voy a quedar en Whiterlande, y nada de lo que digáis me va a hacer cambiar de opinión —afirmó Paula, muy molesta al recordar todo lo que sus hermanos le habían ocultado durante esos años.


—Lo haces por él, ¿verdad? ¡Seguro que has vuelto a encontrarte con ese niño bonito y has caído nuevamente en sus garras! —exclamó Alan, pasándole el teléfono a Julio para que éste tomara su lugar en la reprimenda que su hermana merecía en esos instantes por caer neciamente una vez más entre los brazos de aquel hombre.


—Recuerda todas las veces que te ha hecho llorar…


—¡Y cómo jurabas no volver a caer en sus mentiras! —añadió Julian, tomando el relevo de su hermano gemelo.


Cuando el teléfono pasó a manos de Jeremias, éste simplemente negó con la cabeza y se quedó en silencio.


—¿Desde cuándo os peleabais con Pedro? —preguntó Paula, decidida a enfrentarse a sus hermanos por el hombre al que estaba perdiendo poco a poco debido a las mentiras que siempre se interponían entre ellos.


—Desde que comenzó a fijarse en ti —contestó Jeremias, sabiendo que su hermana finalmente merecía conocer la verdad.


—¿Y eso cuándo fue?


—En el instituto. Nos peleábamos innumerables veces y él siempre nos decía arrogantemente lo mismo: que aunque no eras suya en ese momento, algún día lo serías. Pero ésas no fueron las únicas ocasiones…


Paula se tapó la boca con la mano y acalló los sollozos que pugnaban por salir a causa de todas las oportunidades que había desperdiciado para estar junto a Pedro.


—Cuando trabajabas en el hospital, intentó hablar contigo. Pero nosotros lo encontramos antes que tú, y él ya te había hecho demasiado daño como para que le permitiéramos que se acercara nuevamente a ti —confesó Jeremias, confirmando así que Pedro había sido muy persistente en demostrar su amor.


—¿Borrasteis alguna vez algún mensaje de Pedro de mi teléfono móvil? —preguntó Paula, aterrada por la posible respuesta, ya que de ser afirmativa no sabía si podría llegar alguna vez a perdonar a sus hermanos.


—Sí… Uno en el que te decía que te amaba y que, como siempre que te buscaba, no lograba hallarte, te esperaría en Whiterlande hasta que regresaras a él.


—Y eso… ¿cuándo fue? —continuó ella con un hilo de voz, dispuesta a averiguar cuánto tiempo había estado esperándola Pedro.


—El día que nació Nicolas.


Paula se quedó consternada ante las consecuencias de lo que su hermano Jeremias le estaba revelando. Tras reflexionar unos segundos, tomó su decisión:
—Me voy a quedar en Whiterlande. Intentaré recuperar al hombre al que amo.


—Lo sé —anunció Jeremias escuchando por una vez los deseos de Paula.


—¿Sabéis el daño que me habéis hecho? ¿Os hacéis siquiera la menor idea? ¿Por qué lo hicisteis? —preguntó ella sin poder excusar las acciones de sus hermanos.


—Porque queríamos proteger a nuestra hermana y creíamos que estábamos haciendo lo mejor para ti.


—No sé si podré perdonaros algún día lo que me habéis hecho… Solamente sé que, de momento, no puedo estar a vuestro lado.


—Lo entiendo. Pero recuerda que, por muy idiotas que seamos, siempre seremos tus hermanos y siempre querremos protegerte —contestó Jeremias poco antes de que su hermana colgara el teléfono sin tan siquiera despedirse.


»Creo que al final hemos sido nosotros quienes más dolor le hemos causado a Paula, a pesar de nuestro afán de protegerla de todo daño —declaró Jeremias dirigiéndose a sus silenciosos hermanos, que finalmente se daban cuenta de que, aunque sus intenciones siempre habían sido buenas, sus acciones no siempre habían sido las más acertadas.


—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Alan, sin poder resignarse a perder a Paula, a la que siempre había adorado.


—Simplemente, esperar a que ella nos necesite —replicó Jeremias, zanjando la cuestión de cómo traerla de vuelta a un hogar al que ya no deseaba regresar.


miércoles, 30 de mayo de 2018

CAPITULO 86




Paula observaba aterrada cómo Pedro subía a la tarima. Ya era demasiado tarde para pararlo, y ahora todos sabrían lo estúpida que había sido y que su único motivo para volver a aquel pueblo había sido la venganza, una venganza contra un hombre que en verdad no la merecía. Paula miró a Mabel, sin poder creerse que fuera tan cruel como para exponerla ante todos de esa manera si únicamente necesitaba que Pedro leyera esa carta para lograr su propósito de alejarlo de ella.


Cuando Mabel leyó el título de su carta, Paula cerró los ojos para no ver el desastre que se avecinaba, pero la rubia no continuó hablando, ya que un sonriente Pedro apareció ante todos simulando ser parte de ese último acto de despedida.


—Pero ¿qué haces con mi carta, Mabel? Sólo yo puedo leerla —dijo él mientras le arrebataba el papel a aquella horrible mujer.


Paula observó entonces que, tras bromear con el público unos segundos y antes de comenzar su alegre discurso, Pedro leía la misiva rápidamente, aunque con atención, y lo vio enfurecerse con cada una de sus necias palabras, que, sin duda, le hicieron tanto daño como en su momento ella había pretendido causarle. Luego advirtió cómo ocultaba con disimulo la carta debajo de otra que él había sacado de su bolsillo sin que nadie más se diese cuenta. Y, sin apartar sus fríos ojos de Paula, comenzó a leerla.


—«Te odiaré por siempre»… Debéis tener en cuenta que cuando la escribí tenía dieciocho años y estaba muy, pero que muy cabreado —bromeó Pedro antes de proseguir
—. «Te odiaré por siempre, Paula Chaves, porque te has marchado sin darme la oportunidad de decirte lo que siento por ti, porque cuando empezaba a comprender que lo que sentía por ti era amor, decidiste alejarte de mi lado. Porque tu familia no me permite expresar en voz alta que eres mía, ya que así lo cree mi corazón, aunque tus hermanos silencien contundentemente con sus puños cada una de mis palabras.» Ante esto os diré que eran cuatro mastodontes bastante brutos —ironizó, haciendo reír a los presentes con su comentario, aunque Paula sabía que él no reía en absoluto—. «Te odio porque no me has dicho lo que sientes y no me has dado la oportunidad de darte una respuesta, y ahora no sé cuándo volveré a encontrarte ni dónde. Te odiaré por siempre porque, por primera vez, me he enamorado y he descubierto lo duro que puede ser querer a alguien a quien nunca podré olvidar.»


Tras terminar su carta, todos los exalumnos bromearon sobre su memorable encuentro. Pedro se unió a sus bromas y, cuando nadie lo observaba, volvió su fría mirada hacia Mabel.



—Creí que debías saberlo y así te darías cuenta de cómo es ella y… —intentó excusarse Mabel ante la intimidante actitud de Pedro Alfonso, una faceta de él que nunca había llegado a conocer.


—Si mis sentimientos no han cambiado en todos estos años, ¿qué te hace pensar que lo harán ahora? No vuelvas a acercarte a Paula, o lo lamentarás… —concluyó contundentemente Pedro, dando por zanjado lo que una vez tuvo con esa mujer.


Después de bajar del estrado, y ante las atentas miradas de todos sus compañeros, se acercó a Paula y le entregó la carta. Pero no la que había leído delatando sus estúpidos sentimientos, sino la carta de venganza de ella, cuyas palabras habían quedado grabadas dolorosamente en su corazón. Luego se le acercó más y le susurró las palabras que realmente había querido gritar desde el instante en que había leído la declaración de odio de Paula:
—Enhorabuena, creo que has cumplido todos los propósitos de tu carta, incluso el de romperme el corazón. Pero estoy en desacuerdo con uno de tus puntos: tú siempre has tenido mi corazón, Paula, pero nunca has permanecido junto a mí el tiempo suficiente como para saber que era tuyo.


Tras esas palabras, se apartó de ella, y cuando vio sus ojos llorosos no pudo evitar darle un último beso.


—Ahora soy yo el que se marcha —declaró alejándose de una mujer que nunca dejaba de hacerle daño, estuviera o no cerca de él.






CAPITULO 85





No comprendía por qué Paula estaba tan nerviosa si había cumplido cada una de las expectativas que alguna vez había tenido sobre mí: había organizado un maravilloso baile en el viejo gimnasio, logrando que la mayoría de las antiguas alumnas que me habían seguido en una ocasión como corderitos me ayudaran con todos los preparativos de ese festejo. Decenas de globos azules y blancos colgaban del techo junto con algunas cadenetas del mismo color que ni yo mismo sabía de dónde habían salido. Alan había ayudado a montar un firme estrado para las actuaciones de la noche, entre las que destacaba la de un antiguo grupo de música del colegio que se habían decidido a tocar.


Por último, logré que los vecinos se involucraran convenciéndolos de que prepararan un ponche que los más inmaduros no tardaron en adulterar añadiéndole alcohol, junto con algún que otro tentempié que calmara nuestro apetito.


Además de eso, me comporté como un verdadero caballero toda la noche, pero cada vez que la sacaba a la pista, Paula temblaba inquieta entre mis brazos. Cuando nos hacíamos una foto a través de ese antiguo compañero del club de fotografía que ahora no podía soltar su cámara, Paula mantenía en su rostro una fría y falsa sonrisa que no me agradaba en absoluto.


En el bolsillo de mi traje llevaba esa noche una carta que escribí en mi adolescencia, cuando ella se marchó, y que estaba decidido a mostrarle para que viera cuánto me había importado realmente su marcha de Whiterlande cuando ella apenas tenía quince años, y para que se diera cuenta de que ese enamoramiento juvenil no sólo había sido por su parte, aunque tal vez yo hubiera tardado un poco más en percatarme de ello.


Tras resolver algunas de las dudas de nuestro pasado, yo estaba convencido de comenzar de nuevo: tendríamos una relación, nos casaríamos y al fin tendríamos algún hijo tan escandalosamente pelirrojo como ella, además de ese diablillo de Nicolas, que cada vez me caía mejor y del que no me importaría mucho convertirme en su padre. En mi mente todo encajaba a la perfección, pero, para mi desgracia, con Paula eso de planificar las cosas nunca parecía funcionar.


Finalmente, a lo largo de la noche, logré que se tranquilizara un poco. Pero cuando creía que nadie la veía, miraba a Mabel con gran inquietud. Era indudable que aquella pérfida mujer se traía algo entre manos, alguna malévola jugada que llevar a cabo contra mi pequeña Paula, así que durante toda la noche estuve pendiente de cada uno de sus movimientos, aunque ella tal vez interpretó mi interés de otra manera.


Cuando acababa la noche sin ningún contratiempo, Mabel subió al escenario para dar el discurso final. Tras dirigir una maliciosa mirada a Paula, sacó uno de aquellos horrendos sobres rosas de corazones que mi amada pelirroja solía utilizar. No tuve dudas de que esa carta había sido escrita por ella cuando comenzó a temblar, y cuando me alejaba de ella para recuperarla de manos de Mabel, supe que iba dirigida a mí, ya que Paula intentó retenerme desesperadamente a su lado. Sin embargo, a pesar de lo que pudiera decir esa carta, como toda nuestra complicada historia de amor, eso era algo que nos atañía sólo a nosotros.


—Bueno, para despedirnos he pensado que qué mejor que leeros una carta que nos haga rememorar por qué hemos vuelto a encontrarnos en esta reunión con las personas sobre las que tanto hemos pensado. Esta carta comienza así: «Te odiaré por siempre».


Y, mientras subía al estrado dispuesto a hacer el ridículo ante todos y a recuperar una declaración que sin duda alguna me dolería, pensé que era una maldita coincidencia que mis palabras y las de Paula por una vez hubieran sido las mismas, aunque con algunos años de diferencia.


CAPITULO 84




—¿Se puede saber qué hacemos aquí, Pedro? Por si no lo sabías, estoy demasiado ocupado intentando conquistar a una mujer que no me da ni la hora —dijo Daniel molesto, viendo cómo su hermano se probaba un nuevo traje.


—Sólo estás resentido porque en esta ocasión no vienes al baile —declaró Alan mientras se probaba uno de esos estúpidos trajes de pingüino que, sin duda, complacerían a su mujer.


—¡No digas sandeces! Además, tú vas únicamente para librarte de alguno de los extraños antojos que mi hermana no deja de pedirte cuando se enfada contigo.


—¡Chicos, chicos! ¡Haya paz! —intervino Pedro, sin dejarse convencer aún por esa ropa—. Aquí lo importante es… ¿estoy guapo?


Y ante esa estúpida pregunta que un hombre nunca debía hacer a sus amigos, recibió la respuesta de dos idiotas de los que, en ocasiones, se arrepentía bastante de tener como familia: ambos comenzaron burlonamente a lanzarle besos y a decirle lo guapo que estaba. Incluso Alan se atrevió a pedirle que le reservara un baile para la ocasión.


Por supuesto, Pedro se deshizo rápidamente de aquellos dos payasos y, sin más dilación, compró su traje. Para su desgracia, al parecer, alguien más oyó su conversación porque, mientras Pedro recibía la elevada factura del traje, también fue obsequiado con el número de teléfono del dependiente, el cual no dejaba de hacerle ojitos.


«Bueno, una cosa menos por hacer», pensó Pedro tras darle al dependiente el número de teléfono de su solitario hermano antes de dirigirse a otra tienda para cumplir, aunque fuese por una noche, uno de los sueños de la mujer a la que amaba



****


Con el vestido más hermoso que había tenido nunca y mi pelo recogido en una cascada de rizos rojos, terminé de maquillarme impacientemente junto a mi amiga Eliana, que se había negado a perderse la fiesta a pesar de su embarazo. Nos encontrábamos en casa de Sara y Juan, quienes muy amablemente se habían ofrecido a quedarse con los niños, y de un momento a otro sonaría el timbre, momento en el que aparecerían nuestras respectivas parejas para recogernos.


Me sentía tan impaciente como la adolescente que hacía tiempo que había dejado atrás, y por primera vez en mi vida viviría esos momentos que nunca había podido atesorar junto al hombre al que amaba. Cuando finalmente sonó el timbre, y aunque ya estábamos listas desde hacía un buen rato, Eliana y yo hicimos esperar un poco a nuestras parejas con unas risitas un tanto infantiles. Luego hicimos nuestra sublime aparición.


El señor Alfonso sacó su cámara y, aunque no fuera mi padre, me emocioné al hacerme esas fotografías con la pareja que siempre había deseado que me acompañara a uno de aquellos bailes.


Antes de marcharnos, Pedro alzó mi mano y me puso un hermoso ramillete en ella, haciendo que me avergonzara por unos momentos ante sus atenciones, porque, por una vez, se estaba comportando conmigo como el hombre maravilloso que describí un día en mi carta de amor.


—Tú, como siempre, haciendo quedar mal a otros, ¿verdad? —se quejó Alan y, mientras miraba el ceño fruncido de su esposa, añadió—: Eliana, si quieres, tengo en el bolsillo un caramelo…


—No, déjalo —contestó mi amiga enfurruñada, intentando pasar rápidamente al lado de su marido.


—Entonces, tal vez prefieras esto… —dijo Alan, colocando entre sus manos una hermosa rosa salvaje antes de que ella tuviera tiempo de alejarse—. Esto es porque sé que tú prefieres las cosas salvajes —declaró mientras besaba ardientemente a su mujer.


Pedro y yo nos miramos a los ojos y decidimos alejarnos antes de que Alan convenciera a Eliana de no acudir al baile. 


Cuando salimos de la casa, ese hombre volvió a sorprenderme una vez más, ya que ante mí había una limusina negra esperándonos. Tras ayudarme a subir a ella, nos acomodamos en los asientos y durante unos instantes jugamos entre risas al infantil juego del «¿Y si…?».


—¿Sabes lo que habría pasado si esos dos no se hubieran casado? —pregunté riéndome de la estúpida idea que en una ocasión tuvo mi amiga cuando negaba rotundamente amar a Alan.


—Sin duda mi padre habría sacado su escopeta de perdigones e intervenido en la relación. Esos dos estaban destinados a estar juntos.


—¿Y si tu madre hubiera tenido solamente niñas? —pregunté juguetonamente, ya que me agradaba ver a ese Pedro despreocupado que no cesaba de sonreír.


—¡No, gracias! ¿Te imaginas a Daniel con faldas? —bromeó junto a mí, hasta que por unos instantes su rostro se tornó serio y preguntó—: ¿Y si tú nunca te hubieras ido de mi lado?


Lo miré, quedándome en silencio sin saber qué contestar a esa dura pregunta sobre nuestro pasado. Y él prosiguió con sus soñadoras palabras que me hicieron darme cuenta de que verdaderamente Pedro nunca había dejado de pensar en mí.


—Lo más probable es que, cuando hubiera vuelto de la universidad, habría intentado conquistarte y tus celosos hermanos nos habrían incordiado constantemente, así que habríamos acabado fugándonos para casarnos en secreto y hoy tendríamos varios hijos…


Ante sus tiernas palabras, me entró el pánico porque todavía había muchas cosas pendientes entre nosotros, y si Pedro me había amado tanto como me demostraba en esos instantes, yo había sido la mujer más cruel del mundo al alejarlo de su hijo. Recordé también la amenaza de Mabel y la estúpida carta de venganza que había escrito y que era la única razón por la que había vuelto a Whiterlande. En ese momento deseé no asistir al baile, porque sentía que, de un momento a otro, esa noche acabaría perdiendo al hombre al que amaba. Y esta vez sería para siempre.


—¿Por qué no nos olvidamos del baile y vamos a tu casa? —propuse intentando eludir el desastre.


Pero mi amiga no tardó en aparecer con Alan, y nuestro coche se puso en marcha dando así comienzo a una noche a la que, por momentos, temía cada vez más.