miércoles, 23 de mayo de 2018
CAPITULO 63
A pesar del tiempo que había transcurrido, Pedro seguía siendo el mismo: un hombre atractivo, de rostro seductor y cuerpo musculoso; pero también un estúpido mujeriego rodeado de montones de admiradoras a las que siempre recibía con una necia sonrisa y amables comentarios. Y yo, que en cuanto me enteré de que él sería uno de los organizadores del encuentro de exalumnos, me dispuse estúpidamente a prepararme para atraerlo hacia mí con unas tentadoras y ajustadas ropas deportivas cuya única utilidad ahora sería la de hacer ejercicio…
Esa mañana vestía unos pantalones negros más cortos de lo aconsejable, con los que mostraba mis largas y bonitas piernas; una tentadora camiseta con el número siete a la espalda que me había comprado para la ocasión y que dejaba ver mi ombligo cada vez que alzaba demasiado los brazos por encima de la cabeza.
Las calcetas altas, unas bonitas zapatillas deportivas y una llamativa gorra con un irónico comentario que decía «No me tires bolas flojas» remataban mi atuendo, otorgándole el toque perfecto para la seducción de cierto individuo.
Claro estaba, si el individuo en cuestión se decidía a prestarme atención, opinaba yo, furiosa, mientras cogía bruscamente un bate y golpeaba el aire con rabia, imaginándome en más de una ocasión la cabeza de Pedro en mi trayectoria de bateo.
Mientras hacía mi calentamiento, ensimismada con mis asuntos, no me percaté de que uno de mis antiguos compañeros de clase pasaba junto a mí, y si no llega a ser por sus rápidos reflejos, mi bate le habría golpeado duramente el rostro.
Cuando intenté disculparme, tropecé y por poco no me caí al suelo. Por suerte, unas fuertes manos me agarraron a tiempo, librándome de una vergonzosa situación.
—Sería una lástima que esas bonitas ropas se ensuciasen —dijo insinuantemente el chico, de cuyo nombre me había olvidado, ya que en esa época para mí no había existido otro que no fuera Pedro.
—Gracias… Hum…, eh… —titubeé, tratando de recordar su nombre.
—Cedric Forrester… No te preocupes: es normal que hayas olvidado mi nombre, ya que apenas nos dirigimos más de dos palabras en el instituto. Pero eso es algo que, sin duda, ahora mismo pretendo remediar —manifestó ese atrevido hombre acercándose más a mí.
Me sorprendí por el osado avance de mi compañero, y me pregunté si en verdad alguien más, aparte de mis instigadoras, se habría fijado en mí cuando yo iba al instituto. Pero mis posibilidades de conocer a un hipotético buen partido no tardaron en desaparecer cuando Pedro, poniendo bruscamente una carpeta delante del rostro de Cedric, acabó con nuestra conversación mientras anunciaba fríamente el principio del partido y la elección de los equipos. Para variar, al igual que en la vida, en esa ocasión Pedro y yo éramos rivales de nuevo.
En el instante en que me tocó batear oí los cuchicheos de mis compañeras, que, al parecer, y a pesar de los años transcurridos, no habían cambiado mucho y todavía les gustaba burlarse de mi torpeza a la hora de practicar cualquier deporte.
Me sentí tentada de mandar unas bolas hacia ellas para golpearlas en toda la cara, pero como mi puntería era pésima, desistí de ello. Para mi desgracia, el cátcher era Pedro, y mientras intentaba concentrarme en golpear la bola lo único que quería hacer realmente era noquear a ese imbécil, sobre todo cuando comenzó a hacerme estúpidas preguntas y alguna que otra recriminación.
—He oído que estás prometida —dejó caer mientras yo me concentraba en los movimientos del pitcher.
—Sí, al fin he encontrado un buen hombre con el que…
—Aburrirte —terminó el muy desgraciado por mí, distrayendo mi atención justo cuando lanzaban la bola.
»¡Strike uno! —anunció Pedro a viva voz mientras yo lo fulminaba con la mirada—. Preciosa, si tu prometido es tan aburrido como dicen, no me extraña que busques a otro hombre para entretenerte —insinuó, mientras yo pensaba mil y una maneras de torturar a mi amiga por haberse ido de la lengua e intentaba ignorar sus absurdos comentarios concentrándome en el partido.
»Pero ¿no has pensado, mientras estás aquí, que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer? —continuó Pedro, tentándome con lo que más temía: que volviera a caer neciamente en sus brazos. Un error que de ningún modo estaba dispuesta a repetir.
—Eso es algo que no volverá a pasar… —mascullé tratando de zanjar la conversación.
—Entonces dime algo, Paula: después de aquella noche en la que trataste de olvidarme…, ¿al fin lo has conseguido? —interrogó él, haciendo que mi cuerpo se paralizara ante el recuerdo de una noche que no podía sacar de mi mente.
Mientras, la bola pasó nuevamente por mi lado.
—¡Strike dos! —anunció Pedro, siguiendo el juego como si nada pudiera alterarlo.
Decidida a darle a la siguiente bola antes de que me eliminaran, intenté ignorarlo.
Pero Pedro no era de los que permitían que una se olvidara de él.
—¿Sabes, Paula? No me importaría volver a escuchar mi nombre saliendo de tus labios… A pesar de las decenas de veces que lo gritaste aquella noche, aún no he tenido bastante de ti.
Y, mientras recordaba cómo jugó conmigo durante toda aquella noche, la última bola pasó junto a mi rostro.
—¡Strike tres! ¡Bateadora eliminada!
—Pedro, eres un hombre realmente perverso —declaré, dándome cuenta de que de nuevo había jugado conmigo sólo para apuntarse un tanto.
—Me alegro de que al fin te des cuenta de cómo soy. Aunque una cosa que nunca podrás decir de mí es que soy aburrido, querida pequitas.
Y, tras susurrar esas palabras a mi oído, alzó su careta de protección y me besó apasionadamente, recordándome por qué nunca podría dejar atrás su recuerdo.
Cuando me zafé de él y volví al banquillo recibí una mirada amenazadora de cada una de mis antiguas compañeras y la confirmación de que sus jugarretas, a pesar de los años, aún no habían terminado.
El resto del juego fue igual de insoportable para mí que cuando era adolescente.
Todo el rato estuvo lleno de insinuaciones subidas de tono por parte del idiota de Pedro y de miradas acusadoras por parte de mis «queridas» compañeras, a las que tanto había echado de menos. Sobre todo sus empujones y sus zancadillas, las cuales recibí disimuladamente durante todo el partido mientras ellas me culpaban de nuestra baja
puntuación.
Bueno, por lo menos el final del partido no me pareció tan malo.
Mientras Pedro —el imbécil al que le tocaba batear cuando me tocaba a mí lanzar— no dejaba de molestarme y de decirme lo mala que era en los deportes, decidí concentrarme solamente en golpear su cabeza con la bola, algo que fallé en dos ocasiones. Hasta que él gritó maliciosamente delante de todos:
—¡Aún guardo ese cinturón, pequitas!
Su comentario me puso nerviosa, a pesar de que nadie podía saber el motivo de sus palabras, y aunque esa historia era un secreto entre nosotros, mis manos temblaron justo antes de lanzar la bola y finalmente dejé de concentrarme en golpearlo. Y fue en ese preciso momento en el que Pedro no pudo batear, tal vez porque recibió mi lanzamiento directamente en las pelotas, algo que al fin consiguió acallar sus malvados comentarios y dejarlo rendido a mis pies.
Bien, por lo menos otro propósito de mi carta se cumplía. Y aunque no fuera del modo en que yo había imaginado, no podía decir que me ¿ desagradara la situación, pensé mientras pasaba orgullosamente junto al caído Pedro Alfonso cuando el partido finalizó.
Algunas personas nunca llegan a crecer y, aparentemente, todas mis compañeras formaban parte de ese grupo, ya que, cuando llegué a la taquilla donde había guardado mis cosas, ninguna de mis pertenencias estaba allí. Increíblemente, la última persona que pensé que sería amable conmigo me concedió su ayuda, y yo, un tanto reticente, la acepté.
—¡No me digas que esas chicas lo han vuelto a hacer! Algunas mujeres nunca maduran… —declaró Mabel aparentemente decepcionada mientras echaba su pelo hacia atrás, declarándose superior a todas esas niñas que hacía tiempo que habían crecido, pero sólo de cuerpo—. No te preocupes: como organizadora de este evento, de ningún modo puedo permitir que ocurra algo así. Te prestaré una toalla para que te duches y te buscaré algo de ropa —ofreció guiándome hacia los vestuarios.
Una vez allí, Mabel encontró un recipiente en el que depositar mis lentillas, ya que la arena del campo me había entrado en los ojos haciendo que éstos me picaran como mil demonios. Me desnudé y, ataviada con una minúscula toalla, fui guiada por la amable organizadora hacia las duchas.
En un principio sospeché de las intenciones de Mabel, esa rubia que siempre me había odiado, pero como vi que ella entraba conmigo en las solitarias duchas con la misma escasa vestimenta que yo, dejé de hacer juicios en mi cabeza y decidí confiar en ella.
Tras entrar en uno de los cubículos de las duchas, cuyas puertas cubrían todo el cuerpo excepto los pies para mostrar que el lugar se encontraba ocupado, colgué mi toalla en la puerta y me dispuse a darme una plácida ducha que acabara con todo el polvo y el sudor que tanto me molestaba después participar en ese partido de béisbol.
—¡Oh, mierda! ¡Se me ha olvidado el champú…! —gritó Mabel—. Voy un momento a por él. No te importará quedarte sola, ¿verdad? —preguntó amigablemente la presumida mujer de la que realmente siempre debería haber sospechado.
—No, no me importa —contesté neciamente, y en el momento en que me quedé sola fue cuando comenzaron todos mis problemas.
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Uyyyyyyyyyyy ya imagino lo que va a pasar en ese baño. Y qué desgraciado Pedro como la hace rabiar jajaja.
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