miércoles, 30 de mayo de 2018

CAPITULO 84




—¿Se puede saber qué hacemos aquí, Pedro? Por si no lo sabías, estoy demasiado ocupado intentando conquistar a una mujer que no me da ni la hora —dijo Daniel molesto, viendo cómo su hermano se probaba un nuevo traje.


—Sólo estás resentido porque en esta ocasión no vienes al baile —declaró Alan mientras se probaba uno de esos estúpidos trajes de pingüino que, sin duda, complacerían a su mujer.


—¡No digas sandeces! Además, tú vas únicamente para librarte de alguno de los extraños antojos que mi hermana no deja de pedirte cuando se enfada contigo.


—¡Chicos, chicos! ¡Haya paz! —intervino Pedro, sin dejarse convencer aún por esa ropa—. Aquí lo importante es… ¿estoy guapo?


Y ante esa estúpida pregunta que un hombre nunca debía hacer a sus amigos, recibió la respuesta de dos idiotas de los que, en ocasiones, se arrepentía bastante de tener como familia: ambos comenzaron burlonamente a lanzarle besos y a decirle lo guapo que estaba. Incluso Alan se atrevió a pedirle que le reservara un baile para la ocasión.


Por supuesto, Pedro se deshizo rápidamente de aquellos dos payasos y, sin más dilación, compró su traje. Para su desgracia, al parecer, alguien más oyó su conversación porque, mientras Pedro recibía la elevada factura del traje, también fue obsequiado con el número de teléfono del dependiente, el cual no dejaba de hacerle ojitos.


«Bueno, una cosa menos por hacer», pensó Pedro tras darle al dependiente el número de teléfono de su solitario hermano antes de dirigirse a otra tienda para cumplir, aunque fuese por una noche, uno de los sueños de la mujer a la que amaba



****


Con el vestido más hermoso que había tenido nunca y mi pelo recogido en una cascada de rizos rojos, terminé de maquillarme impacientemente junto a mi amiga Eliana, que se había negado a perderse la fiesta a pesar de su embarazo. Nos encontrábamos en casa de Sara y Juan, quienes muy amablemente se habían ofrecido a quedarse con los niños, y de un momento a otro sonaría el timbre, momento en el que aparecerían nuestras respectivas parejas para recogernos.


Me sentía tan impaciente como la adolescente que hacía tiempo que había dejado atrás, y por primera vez en mi vida viviría esos momentos que nunca había podido atesorar junto al hombre al que amaba. Cuando finalmente sonó el timbre, y aunque ya estábamos listas desde hacía un buen rato, Eliana y yo hicimos esperar un poco a nuestras parejas con unas risitas un tanto infantiles. Luego hicimos nuestra sublime aparición.


El señor Alfonso sacó su cámara y, aunque no fuera mi padre, me emocioné al hacerme esas fotografías con la pareja que siempre había deseado que me acompañara a uno de aquellos bailes.


Antes de marcharnos, Pedro alzó mi mano y me puso un hermoso ramillete en ella, haciendo que me avergonzara por unos momentos ante sus atenciones, porque, por una vez, se estaba comportando conmigo como el hombre maravilloso que describí un día en mi carta de amor.


—Tú, como siempre, haciendo quedar mal a otros, ¿verdad? —se quejó Alan y, mientras miraba el ceño fruncido de su esposa, añadió—: Eliana, si quieres, tengo en el bolsillo un caramelo…


—No, déjalo —contestó mi amiga enfurruñada, intentando pasar rápidamente al lado de su marido.


—Entonces, tal vez prefieras esto… —dijo Alan, colocando entre sus manos una hermosa rosa salvaje antes de que ella tuviera tiempo de alejarse—. Esto es porque sé que tú prefieres las cosas salvajes —declaró mientras besaba ardientemente a su mujer.


Pedro y yo nos miramos a los ojos y decidimos alejarnos antes de que Alan convenciera a Eliana de no acudir al baile. 


Cuando salimos de la casa, ese hombre volvió a sorprenderme una vez más, ya que ante mí había una limusina negra esperándonos. Tras ayudarme a subir a ella, nos acomodamos en los asientos y durante unos instantes jugamos entre risas al infantil juego del «¿Y si…?».


—¿Sabes lo que habría pasado si esos dos no se hubieran casado? —pregunté riéndome de la estúpida idea que en una ocasión tuvo mi amiga cuando negaba rotundamente amar a Alan.


—Sin duda mi padre habría sacado su escopeta de perdigones e intervenido en la relación. Esos dos estaban destinados a estar juntos.


—¿Y si tu madre hubiera tenido solamente niñas? —pregunté juguetonamente, ya que me agradaba ver a ese Pedro despreocupado que no cesaba de sonreír.


—¡No, gracias! ¿Te imaginas a Daniel con faldas? —bromeó junto a mí, hasta que por unos instantes su rostro se tornó serio y preguntó—: ¿Y si tú nunca te hubieras ido de mi lado?


Lo miré, quedándome en silencio sin saber qué contestar a esa dura pregunta sobre nuestro pasado. Y él prosiguió con sus soñadoras palabras que me hicieron darme cuenta de que verdaderamente Pedro nunca había dejado de pensar en mí.


—Lo más probable es que, cuando hubiera vuelto de la universidad, habría intentado conquistarte y tus celosos hermanos nos habrían incordiado constantemente, así que habríamos acabado fugándonos para casarnos en secreto y hoy tendríamos varios hijos…


Ante sus tiernas palabras, me entró el pánico porque todavía había muchas cosas pendientes entre nosotros, y si Pedro me había amado tanto como me demostraba en esos instantes, yo había sido la mujer más cruel del mundo al alejarlo de su hijo. Recordé también la amenaza de Mabel y la estúpida carta de venganza que había escrito y que era la única razón por la que había vuelto a Whiterlande. En ese momento deseé no asistir al baile, porque sentía que, de un momento a otro, esa noche acabaría perdiendo al hombre al que amaba. Y esta vez sería para siempre.


—¿Por qué no nos olvidamos del baile y vamos a tu casa? —propuse intentando eludir el desastre.


Pero mi amiga no tardó en aparecer con Alan, y nuestro coche se puso en marcha dando así comienzo a una noche a la que, por momentos, temía cada vez más.





No hay comentarios:

Publicar un comentario