miércoles, 30 de mayo de 2018

CAPITULO 83




Nicolas estaba tremendamente aburrido y no paraba de dar vueltas por toda la tienda. 


Contento, vio cómo su mamá salía del probador al fin, pero no le gustó la cara de preocupación que tenía. Supuso que todo se debía a la sobremaquillada mujer que salió del probador detrás de ella, sobre todo cuando ésta miró a su madre con una perversa sonrisa mientras le mostraba burlonamente algo antes de guardarlo en el bolso.


El niño pensó seriamente en la posibilidad de robarle a esa persona el papel que exponía socarronamente ante su madre y que parecía ponerla triste, pero Paula siempre le había enseñado lo mal que estaba robar. Así que, según las lecciones que había recibido, no podía sustraer nada del bolso que la mujer había dejado tan despreocupadamente en uno de los probadores vacíos mientras buscaba ropa en un perchero cercano. Sin embargo, nadie le había dicho que no pudiera meter cosas en él, así que Nicolas se entretuvo en introducir en el bolso varios objetos que había observado en esa tienda durante su tediosa tarde de compras.


Después de que su madre por fin se decidiera por el último vestido que se había probado y comprara también unos zapatos y un minúsculo e inservible bolso a juego, Nicolas se encontraba junto a ella en la caja cuando la malvada mujer que había visto en los vestidores pasó por su lado sin comprar nada, dirigió una pérfida sonrisa a Paula y se dispuso a marcharse de la tienda. Para su desgracia, mientras salía, la estruendosa alarma comenzó a sonar.


—¡Señorita! ¿Podría mostrarme sus bolsas, por favor? —le pidió amablemente el guardia de seguridad.


La mujer le respondió que no llevaba nada más que algunas compras de otro establecimiento. 


Pero cuando pasó por segunda vez por la puerta y la alarma volvió a sonar, el guardia ya no la miró tan amablemente y la clienta tampoco fue tan paciente como antes.


—Señorita, ¿podría mostrarme su bolso?


—¿En serio? ¿Me va a hacer abrir el bolso por una estúpida alarma que indudablemente está estropeada?


—Por favor, señorita: su bolso.



—¡Espero que se disculpe en cuanto le demuestre que no llevo nada! —exigió ella presuntuosamente.


Pero en el instante en que el guardia vio el contenido de su bolso, la condujo hacia el mostrador y comenzó sacar todos los objetos que Nicolas había introducido en él.


—Veamos qué es lo que pensaba llevarse… —dijo fulminando a la mujer con la mirada—: una braga faja, un…


—¡¿Eh?! ¡Eso no es mío! —respondió ella muy alterada.


«Mira tú por dónde, ya no sonríe tanto», pensó Nicolas mientras no dejaba de observar con atención lo más divertido que había ocurrido esa tarde en la tienda.


—Sujetador con relleno, de hecho…, bastante relleno —continuó el guardia, sin poder dejar de mirar cada vez más extrañado a la mujer. »Pestañas postizas, un tanga masculino en forma de elefante, tatuajes de pega, unas esposas que estaban de exposición y, por último, la mano de un maniquí con un dedo tieso… Señorita, no sé lo que pretendía hacer con estos objetos, pero, definitivamente, algunos de ellos tiene usted que pagarlos, y otros, por supuesto, no están a la venta — manifestó confuso, alejando las esposas y la mano del maniquí del alcance de aquella extraña —y probablemente enferma— mujer.


—¡Le vuelvo a repetir que eso no es mío!


Y mientras Nicolas pasaba por al lado de esa mujer que se había atrevido a preocupar a su mamá, esta vez fue él quien le sonrió tan maliciosamente como había hecho ella con Paula.


Cuando Mabel lo vio, enseguida supo que todo había sido culpa de aquel niño. Y más aún al comprobar a quién acompañaba.


—¡Yo no he sido, ha sido ese crío! —exclamó señalando a Nicolas.


—¡Por Dios! Si yo hubiera sustraído esos objetos también lo negaría, pero de ahí a culpar a un inocente niño… —declaró la dependienta sonriendo amablemente al chaval, que con su cara de angelito se ganó a todos los presentes.


—¡Pero ha sido él! —insistió Mabel, intentando convencer al guardia de seguridad.


Y, cuando estuvieron fuera de la tienda, la cara del angelito se tornó en la de un malicioso diablillo al que Paula ya conocía.


—Cuando lleguemos a casa tendremos que hablar seriamente sobre tu comportamiento —sentenció ella mientras caminaban.


«¡Mierda, me ha pillado!», pensó Nicolas, y acto seguido se preguntó por qué su madre siempre sabía cuándo había hecho algo malo, aunque nadie más sospechara de su persona.



—En ocasiones te pareces tanto a él… —murmuró Paula mientras revolvía alegremente sus cabellos.


Y, al fin, Nicolas supo por qué siempre lo pillaba: sin duda, su madre conocía demasiado bien las maliciosas acciones de su padre como para caer ante las suyas.



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