lunes, 28 de mayo de 2018
CAPITULO 78
Me cambié distraídamente en los vestuarios para ponerme una especie de toga blanca que se pegaba a mi piel, me maquillé el rostro con un lápiz de pintura blanca simulando unas grandes ojeras y enredé mis cabellos para parecerme un poco más al aterrador personaje que intentaba representar. Cuando me observé en el espejo no creí que mi apariencia fuese adecuada para asustar a alguien, pero como muy pronto debería tomar mi puesto junto a uno de los profesores en el aula seis, me despreocupé de ello y me dirigí rápidamente hacia mi lugar.
Desde que había llegado a Whiterlande había hecho muchas locuras y, para mi desgracia, todas ellas tenían que ver con Pedro Alfonso. Para darme fuerzas, con ocasión de la reunión de exalumnos había traído mi carta conmigo, y aunque no me gustaba dejarla entre mis cosas, sería mucho más peligroso tenerla encima. Sobre todo si llegaba a toparme con Pedro y su tendencia a seducirme, por lo que la dejé bien guardada entre mis ropas.
Cada día que pasaba, esa carta que había escrito como venganza hacia él se me antojaba más ridícula, y poco a poco comprendía que aún había muchas cosas que decir entre él y yo.
Parecía que nuestra vida estaba llena de malentendidos, pero todavía no sabía si creer en sus palabras o no. Tenía miedo de volver a creer en ese hombre, de volver a darle mi corazón para luego descubrir que todo había sido una nueva mentira, así que, en el fondo, mi mente seguía empeñada en llevar a cabo mi ridícula venganza y yo seguía decidida a entregarle mi carta a pesar de que mi corazón se negaba a ello.
Mientras cavilaba sobre todas las cosas que tenía que aclarar con Pedro antes de volver a marcharme, llegué al aula seis y entré en el aterrador decorado que había preparado el hombre más malicioso de cuantos conocía. En la pizarra, con algún tipo de mejunje rojo similar a la sangre, habían escrito «Soy un chico bueno», lo que, sin duda, había sido idea suya.
Las sillas estaban tiradas de cualquier manera por el suelo junto a alguna que otra mesa, y el aterrador muñeco de trapo similar a un espantapájaros que se hallaba sentado en la mesa del profesor, en donde los participantes de ese evento tenían que conseguir una nota con las pistas que los guiarían al siguiente lugar, era bastante terrorífico.
Se suponía que dentro de unos minutos yo tendría que meterme en el armario de la clase y salir abruptamente para asustar a algunos de mis compañeros cuando intentaran hacerse con la nota, pero la curiosidad me llevó hacia la mesa del profesor para contemplar de cerca el imaginativo espantajo que había visto a Pedro colocar en esa silla. Cuando estuve bastante cerca del horrible muñeco de serrín y paja, lo toqué tentativamente con un dedo y me reí de lo idiota que había sido al creer por unos instantes que, como ocurría en esas estúpidas películas de miedo, éste cobraría vida para vengarse.
Ya me disponía a situarme en mi lugar riéndome de mí misma cuando, de repente, el muñeco pellizcó mi trasero. Y, al contrario de cómo responden las estúpidas mujeres de las películas de terror, yo, que a lo largo de los años había sido entrenada por mis hermanos, respondí con un aterrador grito de batalla y una buena patada.
—¡Joder, Paula, que soy yo! —se quejó Pedro, desparramado en el suelo a cuatro patas dentro de aquel absurdo disfraz mientras intentaba levantarse, a lo que yo respondí dándole una nueva patada. Esta vez en el trasero.
—¿Se puede saber qué narices tratabas de hacer?
—¿Asustarte? —cuestionó irónicamente él cuando al fin logró ponerse en pie.
—Nunca intentes hacer eso con una persona que ha recibido un adiestramiento especial en defensa personal —le advertí, orgullosa de mi entrenamiento familiar.
—Lo que me lleva a preguntarme: si sabías hacer eso en el instituto, ¿por qué nunca te defendiste? —quiso saber Pedro.
—Porque en el instituto apenas sabía algunos torpes movimientos. Además, la violencia no lleva a nada bueno.
—Y ese consejo tan inteligente, ¿quién te lo dio?
—Por supuesto, mis hermanos.
—¡Serán hijos de…!
—En serio, Pedro: no sé por qué te pones así cada vez que menciono a mi familia, si apenas conoces a mis hermanos.
—¡Oh, pequitas, los conozco más de lo que crees! Y ahora será mejor que te escondas… Ya vienen las primeras víctimas. Y por lo que más quieras: no salgas del armario. No sé quién te ha dicho que das miedo con esas ropas tan ajustadas, pero no es así.
—Pero el juego dice que…
—Paula, no tengo ganas de pelearme con los idiotas que van detrás de ti desde que llegaste, pero si tengo que darles un par de hostias para que olviden la idea de acostarse contigo, no dudes que lo haré.
—Pedro, eres un malpensado. No creo que nadie, aparte de ti, pretenda acostarse conmigo. Sólo quieren recordar viejos momentos.
—Sí, entre tus bragas… Pero, para su desgracia, yo ya he ocupado ese lugar.
—¡Grosero! ¡Te daría otra patada si no fuera porque tardarías un año en volver a levantarte! —exclamé furiosa, colocándome finalmente en mi lugar.
Después de que Pedro aterrara a algunas chicas de las que me habían incordiado en el instituto y de que una feliz pareja se riera bastante con mi patética actuación, oí desde el armario cómo Cedric entraba en el aula con sus amigos mientras charlaban alegremente de antiguas y divertidas historias del pasado. Hasta que, poco antes de llegar a la mesa donde estaba Pedro, sus pasos se detuvieron y su tono jovial e inocente varió hacia otro más atrevido.
—¿Habéis visto lo buena que está Paula Chaves? Tal vez ahora consigamos algo de ella, pero, claro está, si logramos apartarla del lado de Pedro —dijo uno de los chicos, mostrándome que, al parecer, las palabras de Pedro eran de lo más acertadas.
—Por lo pronto, yo me estoy haciendo el niño bueno con Paula. Seguro que cae con esa trampa y consigo acostarme con ella. Ésa fue una de las cosas que me quedaron pendientes en el instituto y que nunca pude hacer… ¡Y todo por culpa de ese estúpido que siempre nos atemorizaba! Pero ahora ya somos adultos y por nada del mundo Pedro Alfonso volverá a hacernos correr… —manifestó abiertamente Cedric a sus envalentonados amigos, que no tardaron mucho en estar de acuerdo con él.
Abrí el armario furiosa, dispuesta a darles su merecido a esos tres impresentables, hasta que vi cómo Pedro, armado con un viejo cuchillo de pega, caminaba lentamente hacia ellos. Los tres se rieron de él, hasta que Pedro, enfadado y harto de tanto teatro, se quitó la máscara y les dirigió una mirada asesina mientras les mostraba el arma.
—¡Buh! —dijo desganadamente, y sólo con eso consiguió que los tres salieran corriendo como almas que lleva el diablo.
—Me gustaría saber qué les dijiste en el instituto para que no se acercaran a mí — comenté, dudando aún si enfadarme con él o darle las gracias.
—Simplemente la verdad: que eras mía.
—Pedro, yo no pertenezco a nadie —repliqué, negando su loca afirmación.
—Lo sé —dijo él preocupado, mirándome como si esperara que de un momento a otro desapareciera de su vista.
—Bueno, ¿y finalmente quién ha ganado este estúpido juego? —pregunté, intentando alejar aquella sobriedad de su rostro.
—Yo, que me quedo con la fantasma sexi… —respondió Pedro mientras me cargaba sobre su hombro y me sacaba de la clase como si fuera un saco.
Por supuesto, yo protesté y chillé más de una maldición, pero finalmente no pude resistirme a la sonrisa del malicioso canalla que siempre me robaba el corazón.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Ayyyyyyyyyyy cómo se aman!!!!!!!!!!
ResponderEliminar