—¡Vale! Tranquilízate, respira… Sólo se trata de invitarla a salir. Es un baile, solamente un baile… ¿Con quién más podría ir sino contigo, si tú has espantado a todos los hombres que se acercaban a ella? —murmuraba Pedro tratando de infundirse ánimos ante una cosa tan simple como era invitar a la mujer a la que amaba a un baile del instituto.
»Bueno, veamos los consejos que me han facilitado mi amigo y mi querido hermano… —musitó sacando su móvil y revisando sus mensajes—. ¡Pero ¿qué mierda de consejos son éstos?! —se indignó tras leer la horrible recomendación de Alan, quien le aconsejaba sobornarla para que saliera con él, y le mandaba la foto de una muñeca hinchable como acompañante sustituta si Paula lo rechazaba.
Su hermano Daniel no se quedaba atrás, y en su mensaje le decía simplemente que se acostara con ella y se lo preguntara a la mañana siguiente, y que, por si no sabía cómo hacerlo, le mandaba el vídeo de dos gatitos en celo.
—¡Por nada del mundo os vuelvo a pedir consejo, pedazos de…! —dijo Pedro mientras mandaba la respuesta a los «sabios» consejos que había recibido: el emoticon de una mano con un dedo corazón bien firme.
Tras terminar de decidir que Alan y Daniel eran inútiles en lo que a consejos del corazón se refería, Pedro reflexionó sobre cómo pedirle una cita a una mujer con la que nunca había salido, pero con la que había ido al mismo instituto, había asistido a las mismas reuniones, había trabajado codo con codo, e incluso con la que se había acostado en más de una ocasión… A pesar de todo lo que habían vivido, ellos nunca habían tenido una cita.
«¡Mierda! Con Paula todo era un caos y nunca me salía nada bien. ¿Por qué no le habré pedido nunca una cita?», se preguntó Pedro confuso, saliendo de la cocina para enfrentarse nuevamente a ella.
Hasta que la vio sentada en el sofá con aquella carta en las manos. Una carta que en su día tanto lo había enfurecido porque nadie se la había entregado dándole la oportunidad de responder a los sentimientos que se expresaban en ella.
—Ahora recuerdo por qué nunca tuvimos una cita: porque siempre huyes de mí, Paula —susurró entre dientes, algo que ella pareció oír, ya que su rostro se volvió hacia él y sus ojos lo miraron apenados—. Si quieres puedo recitarte cada uno de sus párrafos, la memoricé entera, ya que fue lo único que me quedó de ti cuando te marchaste de mi lado —confesó Pedro, señalando la carta que ella sostenía entre las manos.
Y, antes de que éste pudiera decir una palabra más o de que ambos resolvieran las miles de dudas que quedaban pendientes entre ellos, Paula se lanzó a sus brazos y acalló sus palabras con un beso que lo llevó a pensar que, después de todo, no sería mala idea seguir el consejo de su hermano.
****
Tuve miedo de que siguiera hablando de los secretos y las recriminaciones que existían entre nosotros y de lo idiotas que ambos habíamos sido y que ello llevara a que nos separásemos nuevamente, así que simplemente lo silencié con un beso con el que intenté demostrarle cuánto lo amaba, porque si algo me había demostrado ese estúpido viaje y esa aún más estúpida carta que escribí con el propósito de vengarme de Pedro era que nunca había podido dejar de amar al hombre que un día eligió mi corazón.
Amaba su parte amable y su parte canalla, al hombre que había tratado de olvidarme y al que nunca lo había logrado, al Pedro que sólo sabía burlarse de mí y al que me defendía como ningún otro, al que me permitía alejarme pero luego me buscaba… y, sobre todo, amaba al hombre que, sin yo saberlo, siempre había compartido mis confusos sentimientos sobre el amor, porque ése era, en definitiva, el que siempre me había estado esperando.
Cuando abandoné sus labios, besé su rostro con el cariño que había guardado durante tantos años. Él se dejó arrastrar hasta el sofá, donde lo tumbé despreocupadamente y me subí sobre su fuerte cuerpo.
Mis manos siguieron el contorno de cada uno de sus poderosos músculos, reconociendo su anatomía.
Desabroché lentamente su camisa a la vez que acariciaba con mis uñas la piel que quedaba expuesta a mi mirada, besé el recorrido que mis suaves manos dejaban atrás con sutiles caricias, pidiéndole perdón por haberme dado cuenta de todo tan tarde. Y él, simplemente, me dejó hacer mientras me despojaba de mi ropa tan delicadamente como yo hacía con la suya.
Pedro desabrochó despacio mi blusa y acarició la piel que aparecía ante su vista con anhelo.
Cuando llegó al último botón, arrojó la prenda a un lado y, mientras mis ocupadas manos jugaban con el cierre de sus pantalones, él me atrajo hacia su boca abriendo el broche delantero de mi sujetador con los dientes y dejando su aliento marcado en mi piel. Eso me hizo temblar de impaciencia ante un placer que ya conocía y que apenas había podido olvidar.
Mis manos lo atrajeron junto a mí, y Pedro adoró mis excitados pezones con sus besos y las licenciosas caricias de su lengua. Cuando jugó con ellos, torturándolos con pequeños mordiscos, gemí de placer y mi cuerpo inquieto comenzó a retorcerse entre sus brazos.
Finalmente, volvió a tomar el control cuando me tumbó debajo de él y marcó mi piel con sus labios. Sus besos, sus caricias, las palabras de amor que susurraba en mi oído me hicieron darme cuenta de cuánto me amaba.
Temblé entre sus brazos con cada uno de sus avances. Pedro me despojó lentamente de la ropa que me quedaba: mis pantalones y mis zapatillas deportivas, que no tardaron en ser arrojadas despreocupadamente al suelo, aunque con mis braguitas de encaje decidió tomarse su tiempo.
A continuación acarició lentamente mi húmedo sexo por encima de mi ropa interior, a la vez que sus labios me excitaban con apasionadas caricias que Pedro dedicaba a mi
erizada piel. Me retorcí entre sus brazos en busca del placer que él me prometía y, mientras temblaba de deseo, una de sus manos se introdujo en mi ropa interior y uno de sus dedos invadió mi cuerpo, entrando y saliendo de mí a la vez que otro de ellos acariciaba mi clítoris, haciéndome estar cada vez más próxima al orgasmo.
En el instante en el que lo acerqué hacia mí, reclamando algo más que esas leves caricias y mis labios comenzaron a gritar su nombre, él me dedicó una de sus ladinas sonrisas y, una vez más, se convirtió en ese chico malo que siempre me volvía loca, se apartó de mí y, tras deshacerse de mis braguitas con un brusco tirón, se despojó de los pantalones que yo apenas había conseguido desabrochar.
—Te dije que aún lo guardaba… —declaró mientras se quitaba el cinturón.
Creí que volvería a atar mis manos y a torturarme durante toda la noche como castigo por mi ausencia, pero lo que hizo con el cinturón provocó que alguna lágrima asomara a mis ojos. Entrelazó una de sus manos con una de las mías y me susurró al oído:— Para que mañana no vuelvas a alejarte de mí.
Tras mostrarme con su tierna confesión cuál era uno de sus más profundos miedos, Pedro se adentró lentamente en mi cuerpo, amándome como nunca lo había hecho, y, mientras me hacía el amor, me miró a los ojos, decidido a no dejarme marchar. Y yo, por una vez, no quise alejarme de su lado…
—Esta vez, pase lo que pase, prometo no alejarme de ti —anuncié, calmándolo, y tras esas palabras me abandoné a sus caricias.
La pasión entre nosotros ardió más que nunca a raíz de nuestra promesa. Enlazamos nuestros cuerpos al igual que habíamos hecho con nuestras manos, y Pedro impuso un
ritmo que me hizo gritar su nombre con cada una de sus acometidas y me hizo recordar que nunca había podido olvidarlo, simplemente porque lo amaba.
Cuando aceleró sus envites, ambos llegamos juntos al clímax y marcamos nuestros respectivos nombres en el cuerpo y en el alma del otro. Ninguno de los dos podría olvidarse de esa noche, ya que, por una vez, habíamos dejado hablar a nuestros corazones, y nuestras inseguridades y nuestros miedos habían quedado relegados a un segundo plano, a un lugar desde donde, a partir de entonces, nadie podría hacerlos surgir.
O eso, al menos, es lo que inocentemente creí antes de quedarme dormida entre los brazos del hombre con el que siempre había soñado.
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