miércoles, 16 de mayo de 2018

CAPITULO 39







—¡Maldito Pedro Alfonso! —vociferó Paula, pensando que algunos hombres no eran fáciles de olvidar, especialmente cuando, tras unos nueve meses desde la última vez que habían vuelto a encontrarse, él le había dejado un recuerdo que le haría imposible borrarlo para siempre de su mente.


—¡Tranquila, hermanita! Aquí pone que tienes que inspirar y espirar con tranquilidad y concentrarte en ello, no en el dolor —dijo sosegadamente Jeremias, sonriéndole amablemente a su hermana mientras le mostraba un libro sobre partos sin dolor.


¡Como te acerques a mí con ese libro, te juro que te lo comes, Jeremias! ¡¿Qué coño estáis haciendo que no me lleváis al hospital ya?!


—Cariño, las carreteras están cortadas por la lluvia y ya hemos llamado al médico. Aunque no contesta. Mamá ha ido a su casa y no tardará mucho en regresar con él — aclaró Jeremias, sonriendo nuevamente a su hermana pequeña para tranquilizarla, cuando él en verdad no estaba tranquilo en absoluto.


—¡Quiero un médico, y lo quiero ya! —gritó Paula ante el insoportable dolor de una nueva contracción.


—Sí, ya sabemos exactamente la clase de médico que quieres… —dejó caer mordazmente Julian, uno de los gemelos, que le sostenía una mano para ayudarla a soportar el intenso dolor.


A continuación, el resto de sus hermanos miraron reprobadoramente a Paula, regañándola en silencio por la necia elección del padre de su hijo.


—Ya sabía yo que nunca debería haberos contado quién era el padre… —declaró Paula, fulminando a sus hermanos con la mirada a la vez que apretaba fuertemente la mano del insolente que le había recordado a un hombre del que ya nunca podría olvidarse.


—¡Joder, Paula! ¡Me vas a romper todos los huesos de la mano! —se quejó Julio, el otro gemelo, que se encontraba agarrando su otra mano—. Todo es culpa tuya por querer mudarte tan rápido a otra ciudad. Si no nos hubieras seguido, ahora estarías en un bonito y elegante hospital de Nueva York, no en esta vieja y alejada casa… ¡Ah! ¡Joder, Paula! —gritó Julio otra vez mientras intentaba soltarse del fuerte agarre de su hermana.


—¡¿Dónde demonios está Alan?! —chilló ella, desesperada ante una nueva contracción.


—¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí! —contestó el mayor de todos los hermanos mientras subía cargando una pila de toallas y no paraba de moverse nerviosamente por la habitación, hasta que Paula, harta de sus idas y venidas, le gritó que se marchara.


—¡Fuera! —exigió airadamente, señalándole la puerta con un gesto de la cabeza.


—Vale, me voy… Y ¿qué hago? —preguntó nuevamente dubitativo el siempre exigente Alan.


—Ve a calentar agua —propuso con paciencia Jeremias, como si hubiera sido algo que hubiera leído en ese maldito libro del que no se separaba desde que se había enterado del embarazo de su hermana.


—¿Para qué mierdas necesito agua caliente? ¡Yo lo que quiero es algo que me quite este dolor!


—Eso, querida hermana, lo necesitamos para que Alan no nos moleste —repuso Jeremias con calma mientras se disponía a atender su teléfono móvil, que sonaba en esos instantes—. Mamá dice que el médico no está en su casa, pero los vecinos le han dado una dirección en donde puede encontrarse, así que no te preocupes: dentro de poco volverá a llamar —anunció tras colgar con tranquilidad su teléfono—. Bueno, dado que el parto puede durar horas, a continuación voy a pasar a leerte el primer capítulo que trata sobre la lactancia —declaró pasivamente mientras se colocaba a los pies de la cama, lo suficientemente alejado de Paula como para que no le diera una patada, pero lo bastante cerca para ver cómo Julian y Julio se retorcían de dolor ante el agarre de su dulce hermanita, que en esos instantes les estaba destrozando las manos.


En mitad de otro agónico grito por parte de ella, y de los dos hermanos, a los que ésta no soltaba por nada del mundo, su teléfono móvil sonó, y Jeremias, cómo no, aceptó amablemente la llamada. Y más aún después de ver de quién se trataba. Sonriendo, conectó el manos libres, y todos los Chaves de esa habitación pudieron escuchar atentamente una conversación que, indudablemente, debería haber sido privada.


—Paula, ¿se puede saber por qué no estás en la boda de Eliana? —recriminó airadamente Pedro Alfonso, sin esperar siquiera a que ella contestara debidamente a su llamada.


—Créeme, Pedro: ¡tengo una muy buena razón para no estar ahí en estos momentos! —gritó airadamente ella, apretando con más fuerza las manos de sus hermanos.


—Sí… ¡Seguro que sólo lo haces para no verme, pero te recuerdo que, a pesar de lo que haya ocurrido entre nosotros, Eliana aún es tu amiga!


—¡Ahora mismo no me importaría nada volver a verte y enseñarte claramente por qué no voy a la boda de Eliana! —exclamó Paula enfurecida, apretando todavía más las trituradas manos de sus hermanos mientras pensaba que era el cuello de Pedro, ese impertinente sujeto que era el único responsable de su dolor.


—Tu voz suena extraña… No te habrás metido en algún nuevo tugurio para olvidarme con otro, ¿verdad? —la acusó impertinentemente Pedro, haciendo que sus reprobadores hermanos se volvieran hacia ella y la amonestaran con sus miradas.


—¡Sí, me lo estoy pasando pipa en estos momentos! —gritó irónicamente Paula en medio de otra fuerte contracción—. ¡Tengo a tres hombres a mis pies, y de un momento a otro llegará un cuarto, uno de quien nunca podré olvidarme! ¡Sin ninguna duda! — declaró refiriéndose a sus hermanos y a su futuro hijo, que, como siguiera así, no tardaría mucho en hacer su aparición.


—Me parece perfecto que intentes olvidarme…, ¡pero ¿no podrías hacerlo un día en que no se casara mi hermana?! —gruñó un molesto Pedro, sin duda celoso por la posible escena que en esos momentos invadía su mente tras las palabras de Paula.


—Créeme: yo tampoco tenía planificado que sucediera así… Simplemente él eligió venir este día y yo no pude negarme.


—¡Perfecto, pones a un hombre por encima de tu amiga! —recriminó Pedro furioso sin saber cómo sería ese personaje al que Paula estaba dispuesta a amar.


—A éste, sí —confirmó ella con decisión.


—Pues espero que, cuando ese hombre tan especial llegue, al fin puedas olvidarme… —manifestó airadamente Pedro mientras ponía fin a la conversación.


—Eso es algo que nunca podré hacer… —susurró Paula apenada a la vez que Jeremias alejaba de ella su móvil y acariciaba tiernamente sus cabellos mientras volvía a su lugar a los pies de la cama para aconsejar a su hermana sobre cómo sobrellevar el dolor de las contracciones, el único dolor que podía llegar a aliviar en esos momentos.


Jeremias no pudo evitar cruzar su mirada con la de Julian y Julio, más que decididos todos a propinarle una nueva paliza a ese sujeto que hacía sufrir a su hermana pequeña una vez más.


Finalmente, después de seis largas horas de dolor y sufrimiento por parte de más de un Chaves, el pequeño Nicolas vino al mundo con la sola ayuda de cuatro nerviosos pelirrojos. El médico llegó justo a tiempo para oír los llantos de un vigoroso niño y, por unos instantes, cuando entró a la habitación, dudó sobre quién era su paciente, ya que dos molestos hombres sentados en el suelo se quejaban de un gran dolor en las manos y un tercero permanecía desmayado junto a ellos. Únicamente el sonriente Jeremias había conseguido salir indemne de ese parto.


Tras confirmar que los gemelos Chaves eran unos quejicas y que ver nacer a su sobrino había sido demasiado para el hermano mayor, el abnegado médico tuvo que pelearse con más de un pelirrojo para poder atender a la madre y a su hijo como era debido sin que ninguno de ellos permaneciera en la habitación molestando con su presencia.


Después de que el doctor verificara el buen estado de ambos, y mientras Nicolas descansaba en los brazos de su madre, la marea de rudos pelirrojos volvió a asaltar la pequeña habitación y cada uno de ellos observó a ese niño con cariño, aunque también con el ceño un tanto fruncido.


—¿Qué pasa? —preguntó Paula ante el extraño recibimiento que sus hermanos le daban a su adorado hijo.


—Es rubio… —dijo Alan, molesto porque los cabellos de su sobrino no fueran tan rojos como los suyos.


—Y parece que tiene los ojos azules —señaló Julian.


Paula no pudo evitar reírse al recordar la promesa que Pedro le había hecho esa noche hacía nueve meses.


—Después de todo, va a ser cierto que nunca podré olvidarte tras aquella noche, Pedro —reconoció felizmente, besando a su hijo y pensando que ése era uno de los momentos en los que, al fin, ese hombre la había hecho sonreír.


En cuanto los cuatro pelirrojos tuvieron en sus brazos al pequeño hombrecito, lo adoraron con locura y enseguida se declararon sus más acérrimos protectores. El único defecto que tenía ese precioso niño para sus queridos tíos era que se parecía demasiado a su padre para su propio bien. Pero eso tenía remedio, ya que a partir de ese instante, Nicolas sería todo un Chaves, y cada uno de ellos le enseñaría cómo debían comportarse los hombres, para lo que lo alejarían de toda mala influencia como podía ser la de Pedro Alfonso, un hombre que no sabía hacer otra cosa más que herir a las mujeres. 


Sobre todo a una tan especial como lo era su pequeña Paula.



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