martes, 15 de mayo de 2018

CAPITULO 33




Había pasado un año ya desde que la proyectada vida de Pedro se había derrumbado por completo. A pesar de que en una de las clínicas de Whiterlande, el pequeño pueblo donde nació, lo acogieron con los brazos abiertos, más que dispuestos a concederle con el tiempo el cargo de director, eso no era lo que el brillante médico había ideado para su perfecto futuro.


Todo su mundo se había venido abajo en unos instantes por culpa de una mujer. Una mujer cuyo paradero nuevamente le era desconocido, ya que, por más que Pedro intentara hallarla, su familia sabía cómo esconderla muy bien… 


¡Malditos hermanos sobreprotectores! Sus especializados trabajos como escoltas y guardaespaldas de personajes importantes les daban la oportunidad de hacerle imposible encontrar a Paula y explicarle que ella era la única mujer a la que él había amado jamás.


Tal vez Pedro hubiera tenido la oportunidad de dirigir el inmenso Hospital General de Massachusetts si hubiera decidido arrastrarse ante los Campbell, pero eso ya no era lo que él deseaba, sobre todo después de haber visto a su pequeña Paula y de haber comprendido que el destino podía volver a juntarlos en cualquier momento, aunque sólo fuera para reírse de él a la hora de perseguir el amor.


En esos instantes, Pedro se tomaba un merecido descanso de su aburrida vida en Whiterlande, donde todos le exigían ser nuevamente el perfecto niño bueno, aunque no se pareciera en nada a ese idealizado personaje en el que lo encasillaban. En su viaje a la gran ciudad, Pedro solamente deseaba ver a su perfecta hermana pequeña y divertirse observando cómo se convertía en una alocada, irracional e irreflexiva mujer cuando le nombraba a Alan Taylor, el hombre que todos sabían que la amaba con locura. Todos, excepto ella…


De paso, también cumpliría con uno de los encargos de su empecinado amigo Alan, que no era otro más que vigilar la vida privada de Eliana, porque, por mucho que su hermana se alejara de Alan, él siempre seguiría siendo ese eterno enamorado que tal vez Eliana no se merecía.


Pero el amor era ciego, definitivamente. Si no, ¿por qué otra razón continuaba Pedro soñando con una esquiva pelirroja a la que nunca podría desterrar de su corazón, por muy lejos que ésta se hallara, después de todo un año?


En el instante en que entró en la elegante galería de arte de una de las principales calles de Nueva York, estuvo a punto de verse acompañado a la salida, algo comprensible ante su despreocupado aspecto, que había dejado atrás todo convencionalismo para lucir unas ropas bastante descuidadas, una incipiente barba de varios días y un parche en el ojo izquierdo que hacía que sus hermosos iris azules aparecieran un tanto intimidantes, sobre todo cuando recordaba cómo el atolondrado de su hermano Daniel lo había golpeado con una de las tablas de madera que Alan utilizaba en su nuevo negocio de fabricación y restauración de muebles, provocando que una astilla se clavara en su ojo y tuviera que permanecer un par de semanas con ese maldito parche en el rostro que lo hacía parecer un proscrito… En fin, por lo menos durante un tiempo nadie le otorgaría el apelativo de niño bueno. Aunque solamente fuera durante su estancia en Nueva York.


Mientras Pedro era interceptado por el equipo de seguridad de la prominente galería de arte y diligentemente conducido hacia el exterior sin haberle dado tiempo siquiera a preguntar por el paradero de Eliana, ésta no tardó en hacer su aparición, ya que era una de las pocas personas que, por mucho que él cambiara su aspecto, siempre lo reconocería. Después de todo, era su querida hermana pequeña.


Tras la retirada de los guardias de seguridad, la dulce Eliana, con su elegante traje de chaqueta, sus siempre rebeldes rizos rubios y sus bonitos ojos azules, miró de arriba abajo a su hermano y no pudo evitar reprenderlo como era habitual en ella.


—¡Ya está! ¡Ya lo ha conseguido! ¿Verdad? ¡Ese salvaje amigo tuyo te ha vuelto tan bárbaro como él! —declaró, cómo no, refiriéndose a Alan Taylor.


—No, cielo, el que ha conseguido que parezca un hombre de los que salen en los carteles de «Se busca» es el atolondrado de nuestro hermano Daniel, a quien el bricolaje no se le da muy bien. Afortunadamente falló en lo de dejarme tuerto, y este parche que ves solamente tendré que llevarlo unos días.


—¡Por Dios! ¿Cómo te has dejado hacer eso? —inquirió Eliana, alarmada por su salud.


— Fácil: no me lo esperaba —respondió Pedro despreocupadamente, quitándole importancia a su herida.


—Muy bien, lo de tu ojo tiene excusa, pero ¿y tu aspecto desaliñado? ¿Y esa horrenda vestimenta? —atacó ella nuevamente, intentando que su hermano volviera a ser el de siempre, algo que en esos momentos a Pedro lo traía sin cuidado.


—Eliana, acabo de llegar de un viaje eterno en autobús que ha durado casi dos días. Podrías saludarme para variar, en vez de reprenderme —reprochó él, abriendo los brazos para recibir la cariñosa bienvenida que su hermana debería haberle dedicado desde un principio.


—Perdona, Pedro, pero es que no estoy acostumbrada a verte así: pareces uno de los villanos de esas películas de miedo que tanto te gusta ver. Si no fuera tu hermana, no te habría reconocido y habría sido yo misma quien habría llamado a seguridad para echarte de la galería. Creo que incluso habrías sido capaz de darle un susto de muerte a mi amiga Paula si no se hubiera ido poco antes de que tú llegaras.


Si Eliana pensaba que sus palabras harían desistir a su hermano mayor de lucir ese lamentable aspecto no podía estar más equivocada, y más aún después de que hubiera dejado caer que la mujer que lo atormentaba se encontraba en esa ciudad y que, sin duda, con su apariencia nunca lo reconocería.


—¿En serio? —preguntó maliciosamente Pedro al tiempo que acariciaba su barbilla, decidido a comportarse de nuevo como un canalla.



Mientras Eliana seguía reprendiéndome, me concentré en sonsacarle información acerca del paradero de la esquiva pelirroja que siempre se me escapaba. Tras descartar su trabajo como un sitio adecuado para un encuentro fortuito, pensé que el bar donde Paula se reuniría con Eliana y alguna de sus amigas esa misma noche sería el lugar idóneo para representar mi papel, un papel que en esta ocasión me iba como anillo al dedo. 


Después de todo, con mi nuevo aspecto nadie podría decir que era un buen chico.


¡Decidido! Esa noche sería un auténtico canalla, pero es que a una mujer que huía con la mera mención de mi nombre no había otra manera de llegar a acercársele, aunque solamente fuera para decirle lo que pensaba cada vez que me abandonaba, algo que comenzaba a detestar, ya que Paula nunca se detenía para escuchar mis sentimientos e ignoraba mis palabras con demasiada facilidad.


Después de sonsacarle a Eliana la dirección del bar y la hora a la que se reuniría con sus amigas, con el pretexto de que era su hermano y me preocupaba por su seguridad, salí de la galería de arte muy dispuesto a poner en marcha mi plan, tras el que Paula sería mía de nuevo, aunque sólo fuera por el tiempo que ella tardara en descubrir que realmente era yo y volviera a alejarse de mi lado otra vez.


Pasé las horas descansando de mi ajetreado viaje y, después de una merecida siesta, me preparé para ir al encuentro de mi querida pelirroja. Mejoré un poco mi aspecto duchándome y cambiando mis gastadas ropas por unos vaqueros menos usados, una camisa negra y una chaqueta de sport. No obstante, no me afeité y únicamente me peiné un poco mientras acomodaba el parche de mi ojo, que me daba ese aspecto tan desalentador para otros hombres y tan atractivo para algunas mujeres, que me encontrarían extremadamente peligroso pese a que yo sólo sería así para una chica en concreto.


En el momento en el que entré al bullicioso bar —con su barra atestada de personas, sus mesas un tanto aisladas para las reuniones de grupo, los rincones oscuros para las parejas, la vieja máquina de discos, que apenas era utilizada, y un ambiente muy animado, sobre todo debido al alcohol—, me encontraba más que dispuesto a conquistar de nuevo a Paula.


Tras una mirada al ruidoso lugar no tardé mucho en dar con el paradero de mi pequeña pequitas, ya que, por más saturado de gente que estuviera el local, la llamativa melena de mi atractiva pelirroja siempre sería un seductor e inconfundible reclamo para mí.


Fue difícil intentar pasar desapercibido con respecto a mi hermana Eliana mientras avanzaba junto a las estrechas mesas, pero bajé el rostro y procuré caminar lo más alejado posible de ella para que no delatara mi presencia. Finalmente lo conseguí, y hallé un oscuro rincón donde ocultarme, un sitio desde donde podía ver a la perfección cada uno de los movimientos de esas alocadas mujeres y, de paso, desanimar con una airada mirada a algunos de los incautos que intentaran acercarse a ellas con la idea de conseguir algo más que una simple sonrisa.


Me senté a una pequeña mesa durante horas, con una fría cerveza entre las manos, escuchando cómo aquellas mujeres gritaban sus estúpidos consejos a mi querida Paula, consejos que, por lo visto, mi necia pelirroja, ya con más de una copa en el cuerpo, estaba más que dispuesta a llevar a la práctica. Algo que yo no podía permitir cuando sabía que su salida de esa noche tenía como finalidad borrar mi recuerdo de su mente.


No estaba dispuesto a que consiguiera su objetivo, porque, a pesar del daño que ambos nos habíamos hecho, yo con mis mentiras y ella con la distancia que siempre interponía entre nosotros, su nombre seguía grabado a fuego en mi alma y en mi maltrecho corazón.


Presté más atención cuando comenzaron a hablar sobre el hombre adecuado para Paula y lo que ella debería buscar en una pareja a partir de ese momento. Esas estúpidas charlas femeninas de mi hermana, que siempre me daban sueño, me parecieron en esa ocasión de lo más interesantes. De hecho, mi mirada acribilló a más de un sujeto que intentó echar unas monedas en la vieja máquina de discos que había junto a mí, consiguiendo con ello que el único molesto ruido que hubiera a mi alrededor fueran las charlas de las otras mesas, algo que mi agudo oído aprendió a evitar con facilidad para concentrarse en una única conversación: la que me permitiría conocer lo que Paula estaba buscando esa noche.



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