lunes, 14 de mayo de 2018

CAPITULO 30




Había pasado una semana desde que le habían dado el alta precipitadamente en el hospital y, aunque todavía tuviera la pierna escayolada y no debiera desplazarse demasiado con las muletas, Pedro no podía evitar volver una y otra vez al mismo lugar esperando neciamente encontrarse de nuevo con Paula para poder explicarle la decena de malentendidos que los rodeaban y que ella al fin conociera sus sentimientos.


Como los Campbell habían vetado su entrada a las instalaciones, Pedro se paseaba por el lugar con la esperanza de encontrarse con ella cuando fuese a recoger la carta de recomendación que él había solicitado al doctor Durban que le entregase a la chica por
su arduo trabajo. Pero los días transcurrían sin que volviera a ver a esa mujer, y él se desesperaba con cada momento que pasaba en el que no tenía noticias de Paula y ella no tenía conocimiento de cuán dolido estaba su corazón.


Y, para mayor preocupación, Pedro se preguntaba si ella lo perdonaría cuando volvieran a verse por no haberle comentado nunca que, cuando habían vuelto a encontrarse, él ya tenía planificado su futuro al margen de lo que un día había decidido su corazón: que éste pertenecía a Paula. Eso era algo que, al parecer, nunca llegaría a saber su querida pelirroja, especialmente porque nunca se quedaba mucho tiempo a su lado como para escuchar lo que tenía que decirle.


Mientras paseaba por la entrada trasera que daba a los jardines, Pedro vislumbró una melena cobriza que salía apresuradamente del hospital. Intentó seguirla, pero ella se hallaba demasiado lejos y él era demasiado lento con su pierna escayolada y sus muletas, así que gritó el nombre de la mujer que siempre conseguía volverlo loco, ya fuera en sus sueños o en la realidad.


—¡Paula! ¡Paula! ¡Paula Chaves! —llamó desesperadamente Pedro.


Pero por desgracia, se topó con los Chaves que él no deseaba volver a ver.


—Tú no aprendes, ¿verdad? —preguntó Alan, el más intimidante de los agresivos pelirrojos.


—¡Y mira que han pasado años…! —señaló burlonamente Jeremias, uno de sus antiguos compañeros de clase.


—Para mí que a este tipo le gusta que le zurremos… —declaró Julian, uno de los gemelos, crujiendo sus puños con ganas de entrar en acción.


—Debe de ser eso, porque siempre hace llorar a nuestra hermana. Y, al parecer, aún no ha aprendido a mantenerse alejado de ella… —apuntó el segundo de los gemelos, Julio, haciendo que Pedro se percatase de que, a pesar del tiempo que había transcurrido, ellos estaban dispuestos a volver atrás y hacerle saber con sus golpes por qué motivo, según ellos, él nunca sería merecedor de Paula.


Una vez más, Pedro no se olvidó de las retadoras palabras que siempre soltaba cuando alguien intentaba hacer que se alejara de la mujer que amaba.


—A mí lo único que me gusta es Paula…


—¿Es que no aprendes? —insistió Alan con una airada mirada mientras sonreía satisfecho de poder darle una lección al hombre que nuevamente había dañado el tierno corazón de su hermana.


—¿En serio vais a golpear a un hombre con muletas? —preguntó Pedro, haciendo evidente el lamentable estado en el que se encontraba y lo ridículo de esa situación, en la que los Chaves todavía no habían aprendido a hacer valer sus palabras, a no ser que fueran acompañadas de sus dolorosos golpes.


—Tienes razón. Que no se diga que somos hombres irracionales: ¡tienes veinte segundos de ventaja! —anunció alegremente Jeremias, burlándose del hombre que para ellos nunca tendría perdón, ya que había hecho llorar a Paula, algo que ellos siempre sabrían por más que ella intentara ocultarlo.


—¿En serio? —inquirió Pedro antes de emprender una precaria carrera con las muletas que lo alejara de esos maníacos, ya que, sin apenas esperar a que Jeremias terminara de hablar, comenzaron a contar… y, para su desgracia, esos pelirrojos siempre hacían trampas.


—Uno, dos, tres, cinco, diez… ¡y veinte! ¡Allá vamos!



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