jueves, 10 de mayo de 2018

CAPITULO 20





—¡Maldita mujer! —me quejé mientras cerraba de un golpe la puerta del baño que ella me había dejado utilizar, aunque con reticencia.


Luego, simplemente me sumergí bajo su fría ducha para poner al día cada uno de los confusos pensamientos que tenía sobre Paula. Pensamientos que se agolpaban en mi
mente haciéndome imposible reflexionar sobre otra cosa que no fuera ella.


Si Paula tuviera una idea de lo inciertas que eran sus palabras… Que no me importaba, decía, cuando en el instituto me había enfrentado a innumerables palizas de sus sobreprotectores hermanos sólo por negarme a alejarme de ella. Si supiera lo dispuesto que estaba a renunciar a mi planificado futuro solamente por estar a su lado, a dejarlo todo para que no volviera a desaparecer de mi vida…


Había pasado años confuso por lo que sentía por aquella pequeña pelirroja que una vez me abandonó sin dignarse siquiera dirigirme una sola palabra de despedida. Años en los que, a pesar de no poder verla, no pude expulsarla de mi mente.


Intenté dar con ella en más de una ocasión, algo imposible para cualquier persona normal, ya que cualquier información sobre los Chaves estaba protegida con gran secretismo debido al trabajo del padre de Paula como guardaespaldas de importantes personalidades.


Siempre pensé que al volver a verla despejaría mi mente y finalmente podría decirle adiós a un estúpido encaprichamiento por mi parte, o eso, al menos, era lo que creía que pasaría cuando volviera a dar con ella. Algo totalmente contrario a lo que realmente ocurrió, porque cuando al fin había conseguido olvidarla, Paula apareció de
nuevo frente a mí, más bella que nunca, destrozando mi estructurada y planificada vida
y consiguiendo otra vez que no pudiera pensar en otra cosa que no fuera ella.


Por una parte me alegraba de que la vida hubiera decidido volver a poner a Paula en mi camino, pero por otro, lo odiaba, porque mientras que lo que yo sentía por esa mujer cada vez se hacía más fuerte, el estúpido pedestal donde ella me había colocado en sus días de adolescencia comenzaba a desmoronarse frente a sus ojos y yo sentía que
ella nunca llegaría a enamorarse de mi verdadero yo.


Odiaba cuando sus ojos soñadores me miraban con adoración, y por eso quería romper cada uno de los sueños que Paula tenía conmigo: porque, mientras no me importaba nada que otras mujeres se enamorasen de esa parte de mí, no quería que Paula acabara amando una vaga ilusión, una imagen perfecta de un hombre que nunca sería perfecto.


¡Joder! ¿Por qué tenía que ser siempre todo tan complicado con Paula?


Tras golpear airadamente la pared del baño, salí de debajo del agua helada que nada había hecho por calmar mi excitación motivada por recordar a la perfección la imagen de mi exuberante pelirroja bajo el influjo del tequila, o el atrayente espectáculo que era una desnuda Paula intentando alejarse de mí esa mañana para luego aparecer tentadoramente cubierta con una escueta toalla.


Me vestí a toda prisa para alejarme de ella lo más rápidamente posible antes de que alguna de mis maliciosas palabras o mis atrevidas acciones la alejara aún más de mí, pero no pude evitarlo y, al verla tan tranquila tarareando una canción en la minúscula cocina de su apartamento como si nada hubiera pasado, me acerqué a ella. Mientras abarcaba su cintura con mis manos pegándola a mi cuerpo, susurré a su oído una osada pregunta:
—Sabes que esta noche entre nosotros puede traer consecuencias, ¿verdad?


Ella se revolvió entre mis brazos y me enfrentó bastante asustada ante esa posibilidad, que yo sabía del todo imposible, ya que nuestro encuentro no había pasado de unas cuantas caricias, cosa que Paula no recordaba y de lo que yo me aprovechaba como un verdadero canalla.


—¿No usaste nada? ¡Joder, Pedro! ¡Que eres médico y das continuamente charlas sobre control de natalidad!


—Creo que todo fue culpa del tequila —dije haciéndome con lo que quedaba de esa maldita botella que solamente había servido para que Paula quedara totalmente inconsciente entre mis brazos en lo más interesante de nuestra apasionada noche—. Por cierto, ¿quién te la regaló? —pregunté observando el licor con curiosidad.


—Mis hermanos.


—Cómo no… —repuse, acordándome de uno de los mayores obstáculos que siempre había habido entre nosotros: los brutos e insistentes pelirrojos a los que les encantaba aleccionarme cada vez que volvíamos a encontrarnos.


—No sé por qué dices eso, si ni siquiera los conoces —apuntó ella un tanto molesta, sin intuir cuántas veces me había reunido con sus hermanos únicamente para hablar de ella. 


Aunque, claro estaba, a esos tipos les gustaba más comunicarse con los puños.


—¡Oh, si tú supieras, Paula! —dejé caer mientras me alejaba de su lado, acompañado tan sólo por ese fuerte licor que nunca dejaría en sus manos, y que, indudablemente, ya no volvería a interponerse entre nosotros.



1 comentario: