viernes, 11 de mayo de 2018
CAPITULO 21
Desde esa noche no dejaba de esquivar a Pedro en el hospital en todo momento, con la aterradora idea de un posible embarazo en mente, ya que lo poco que había llegado a recordar esa semana me hacía pensar que sus palabras eran ciertas y que finalmente, embriagada por el alcohol, había accedido a hacer realidad todos los sueños que siempre me habían perseguido desde la adolescencia con el perfecto Pedro Alfonso.
Lo cierto era que, si me acercaba a hablar con él, tal vez éste podía contestar a alguna de esas preguntas que tanto me intranquilizaban sobre aquella noche. Pero eso sería pedir demasiado, y más aún cuando él, ante mis intentos de poner distancia entre nosotros, simplemente sonreía maliciosamente y me permitía alejarme sin problemas.
Mientras trataba de realizar mi trabajo en el hospital no podía dejar de pensar en lo que ocurriría si estaba verdaderamente embarazada de ese hombre, lo cual me distraía enormemente de cada uno de mis cometidos. ¿Qué haría Pedro si recibiera la noticia de que iba a ser padre?
Seguramente, como siempre simulaba ser el hombre perfecto, me pediría que me casara con él para cumplir con su deber, pero eso no era lo que yo deseaba… Yo sólo quería casarme con el hombre al que amara y, para mi desgracia, mi confuso corazón todavía sentía algo por ese individuo, aunque yo intentara enseñarle a no cometer dos veces el mismo error.
Caminaba distraídamente por el hospital cuando observé que Jeremy estaba haciendo una de las suyas junto a la escalera, así que me dirigí apresuradamente hacia él para advertirle acerca de lo peligrosos que podían llegar a ser esos estúpidos juegos.
Pero mientras me acercaba a mi infantil compañero de juegos, lo vi tropezar y, antes de que llegara a caerse por la escalera, sin preocuparme por otra cosa que no fuera ese pequeño al que tanto adoraba, me abalancé sobre él y lo protegí de la caída rodeándolo con mi cuerpo.
Ambos nos sentimos caer y llegamos con un sonoro estruendo al pie de la escalera, pero ninguno de los dos sentimos daño alguno en nuestros cuerpos. Cuando abrimos los ojos descubrimos el motivo: Pedro Alfonso, ese hombre al que en ocasiones ambos podíamos llegar a detestar, permanecía inconsciente debajo nuestro y todavía nos sujetaba entre sus fuertes brazos, protegiéndonos del peligro que habría supuesto una caída así para nosotros.
Cuando me recuperé de mi asombro, le ordené a Jeremy que corriera urgentemente en busca de ayuda mientras yo me quedaba atendiendo a Pedro, que a veces llevaba a cabo acciones que volvían a convertirlo en el hombre con el que yo tantas veces había soñado.
No lo moví de su sitio para no empeorar sus lesiones, tomé su pulso y comprobé que respiraba. Y, mientras observaba superficialmente sus heridas, él recobró la conciencia por unos instantes tan sólo para preguntarme:
—¡Paula! ¿Estás bien, tienes algún daño? ¿Y Jeremy? ¿Está bien?
—Los dos estamos perfectamente, no te preocupes, Pedro —le respondí, intentando calmar su inquietud.
—¡Gracias a Dios! —suspiró él—. Recuérdame que os castigue más tarde. Por imprudentes… —añadió, volviendo a caer en la inconsciencia poco después.
—Y luego te preguntas por qué en ocasiones te veo como un hombre perfecto… — declaré besando tiernamente sus labios sabiendo que él nunca me permitiría que lo considerase un hombre sin defecto alguno, aunque Pedro fuera así para mí.
La hazaña de Pedro en el hospital sólo sirvió para aumentar aún más su popularidad entre las mujeres que trabajaban allí y alguna que otra de sus enamoradizas pacientes.
Pero, para desgracia de todas ellas, cuando Pedro estaba enfermo dejaba de aparentar ser un hombre dulce y amable y sacaba a relucir su malicioso carácter, que conseguía espantar a todo el mundo.
El médico, tras su noble acción, había sufrido varias fracturas en la pierna derecha, un esguince en una muñeca y una leve contusión en la cabeza. Las lesiones lo obligarían a quedarse ingresado en el hospital por un largo tiempo, lo que para un hombre como Pedro, tan acostumbrado al trabajo frenético, suponía una gran frustración que provocaba que su comportamiento fuera simplemente imposible.
El aburrimiento y los calmantes habían conseguido que se mostrara tan insoportable como un caprichoso niño pequeño, y todos en el hospital habían decidido por unanimidad que la mejor persona para atenderlo no podía ser otra más que la culpable
de esa situación, aunque esto en realidad solamente era una excusa para que Paula cargara nuevamente con las responsabilidades de algunos de sus compañeros.
Tal vez, si Paula no hubiera conocido de antemano el terrible comportamiento de ese hombre, sus palabras o sus insultantes acciones podrían haberla hecho llorar. Pero como ella era la única capaz de lidiar con el verdadero Pedro, el tenerlo a su merced como paciente fue para Paula una oportunidad de obtener una pequeña venganza por cada una de las veces que él la había torturado, tanto en el pasado como en el presente.
—¡Bien! ¡Veamos qué maravilloso almuerzo han preparado en la cocina sólo para ti! —exclamó felizmente Paula mientras dejaba la bandeja de comida en la mesa junto a la cama del enfurruñado paciente—. ¡Humm! ¡Una riquísima y deliciosa sopa de arroz! —reveló irónicamente, viendo cómo su enfermo mostraba su desacuerdo una vez más ante el insulso y repetitivo menú con el que siempre lo martirizaba su enfermera.
—¡No me jodas, Paula! ¡Llevo tres días a base de sopa! ¿Quieres traerme algo a lo que pueda hincarle el diente de una maldita vez? ¡Estoy famélico!
—Bueno, tal vez mañana le eche un poco de pollo a la sopa, ya que veo que al fin has aprendido que no debes manosear a las enfermeras —replicó con malicia Paula,
recordando cómo Pedro había intentado molestarla, desde el primer día, palmeando su
trasero alguna que otra vez.
—¡Joder! ¿Cómo narices voy a tocar a alguien si me has atado a la cama? — respondió él fulminándola con la mirada al tiempo que trataba de deshacerse de las ataduras que servían a los médicos para evitar que los pacientes se autolesionaran y que Paula había usado con él con alegre malicia.
—¡Creo que es hora de tomarle la temperatura, señor Alfonso! —se burló ella con una de esas ladinas sonrisas que solamente había podido aprender de él.
A continuación, sin darle tiempo a protestar siquiera, introdujo el termómetro en la boca de Pedro, esperando conseguir con eso que cesaran sus protestas.
—Por lo menos podrías haberte vestido un poco más insinuantemente y hacer así un poco más agradable mi estancia en este lugar.
—Si no se calla, señor Alfonso, tendré que tomarle la temperatura introduciendo el termómetro en otro agujero que tal vez no sea muy de su agrado…
—¡Y una mierda me vas a meter eso en el culo! ¡Te lo advierto desde ya, Paula: mi culito no se toca!
—Tendré en cuenta sus preferencias, señor Alfonso, así como usted siempre ha tenido en cuenta las mías —dijo ella sin poder borrar esa gran sonrisa de su rostro que indicaba lo mucho que se estaba divirtiendo con su venganza.
—Eso no me tranquiliza en absoluto —declaró Pedro, molesto con su enfermera mientras ésta le retiraba el termómetro de la boca y anotaba su temperatura en el informe.
Cuando Paula desató sus manos para que Pedro pudiera disfrutar de su insípida comida, éste volvió a tratar de intimidar a su pequeña pelirroja con sus palabras, pero por lo visto, desde esa cama, en la que él apenas podía hacer nada, sus comentarios no amedrentaban en absoluto a la insufrible mujer.
—Estoy impaciente por ver cómo te las apañas para darme el baño con esponja sin que tu rostro se torne del mismo color que tu cabello —se jactó ladinamente Pedro mientras degustaba su sopa, que, una vez más, no sabía a nada.
—No te preocupes, no te decepcionaré… Después de todo, Geron, el nuevo enfermero en prácticas, también está impaciente por dártelo.
—¡No me jodas, Paula! —exclamó Pedro, interrumpiendo la marcha de su enfermera
hacia la salida.
—Señor Alfonso, yo no soy de esas mujeres que se aprovechan de sus pacientes, así que no se preocupe: eso no ocurrirá.
—Pues podía ocurrir, y así, por lo menos, disfrutaría algo de mi permanencia en esta maldita habitación.
—Creo que ya es la hora de su baño… —anunció felizmente Paula mientras se dirigía hacia la salida.
—Vale, muy bien, pero ¿quién me bañará finalmente? —preguntó Pedro, bastante molesto con la idea de que otro hombre lavara su cuerpo cuando eso era algo que habrían hecho más placenteramente las manos de su dulce Paula.
—¡Hasta pronto, señor Alfonso! —se despidió la maliciosa mujer, que indudablemente se estaba vengando muy a gusto de cada una de las trastadas que él le había hecho en algún momento.
—¡Paula! —gritó Pedro enfurecido, pero, a pesar de ello, no recibió respuesta alguna por parte de ella.
O, por lo menos, no en esos instantes, ya que en cuanto vio dirigirse hacia él a un hombre portando una esponja supo que las torturas de su pelirroja iban muy en serio, y eso que él era el hombre que le había salvado la vida.
—Cuando pueda salir de esta cama, te vas a enterar… —gruñó Pedro entre dientes mientras intentaba hacerle comprender a ese enfermero que, como se acercara a él, definitivamente se iba a comer la esponja.
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