sábado, 2 de junio de 2018
CAPITULO 93
Ahora que no quería ver a Paula, ésta se cruzaba constantemente en mi camino. En mi trabajo, consiguiendo un empleo muy cerca de mí. En casa de mis padres, cuando iba a dejar a Nicolas. En la casa de mi hermana, cuando decidía pasar un rato junto a su amiga.
Ahora que había dejado de perseguirla, ella parecía decidida a quedarse a mi lado.
Pero yo estaba todavía más decidido a ignorarla por todo el daño que me había causado, y a no hacerme más falsas ilusiones con nuestra historia de amor.
Ignoraba a Paula allá donde nos encontrásemos y simplemente hacía como si no existiera. A pesar de todo, ella siempre se acercaba a mí para intentar hablarme.
Tal vez para arreglar las cosas o para seguir su camino tras conseguir mi perdón. No lo sabía, pero fuera lo que fuese lo que esa mujer tuviera que decirme, yo me negaba a escucharlo. Cuando coincidíamos en los pasillos de la consulta, apenas la dejaba hablar antes de alejarme, y ella siempre decía lo mismo, pero yo no le permitía ni terminar, porque sus mentiras ya no me interesaban.
—Pedro, tenemos que…
—¿Hablar? Paula, en estos momentos no quiero escuchar nada de lo que tengas que decirme.
—Pero es importante, yo…
—No quiero escucharte. Además, creo que todo lo que tenías que decirme ya me lo dejaste bastante claro en la última carta que me escribiste.
—¡Sí, es cierto! Al principio vine con esa estúpida idea en la cabeza, pero luego todo cambió, y…
—No me interesa tu historia, Paula… Te apuesto algo a que ya sé el final: el único estúpido en todo esto soy yo. Y estoy harto de hacer el imbécil contigo.
A continuación, tras dejarle claros mis sentimientos, me alejé de ella. Ya había tenido bastante de esa necia historia de amor y, definitivamente, ése era el final para nosotros porque yo ya no correría a su lado, ya no la esperaría, ya no iría neciamente tras una mujer a la que debería haber dejado de amar hacía años.
Finalmente, tras un tedioso día de trabajo, llegué a mi casa para darme cuenta de que mi madre y su reprobadora mirada me estaban esperando.
Me pregunté qué habría hecho en esa ocasión, y si ella, como todos, intentaría meterse en mi vida y aconsejarme acerca de lo que debía hacer en esos momentos.
—Mamá, ¿qué haces aquí? —pregunté mientras observaba con curiosidad la vieja y polvorienta caja que ella había depositado sobre la mesa de la cocina.
—He estado limpiando el trastero y pensé que ya era hora de deshacerme de algunas cosas que había en él. Aquí te traigo algunos de tus viejos trofeos y otros recuerdos.
—¿Por qué no los has tirado simplemente? —pregunté con despreocupación, sin querer mancharme las manos con el polvo de aquella vieja caja.
—Porque creo que antes de desechar algo para siempre debes echarle un último vistazo. Puede que alguna de las cosas que hay en esa caja llegue a sorprenderte — respondió mi madre, sonriéndome como si esas viejas reliquias ocultaran un secreto que yo tenía que averiguar.
Y fue entonces cuando supe que sus palabras sin duda guardaban un doble significado, y como en ocasiones hacía mi madre desde que yo era adulto, no me decía el camino que debía seguir, sino que simplemente me lo insinuaba.
Los trofeos que saqué del interior de la caja me hicieron sonreír al recordar todos los premios que tan orgullosamente había ganado, tanto en los deportes como en las asignaturas del instituto, pues mi intelecto era superior al de mis cuestionables compañeros. Luego fui observando algunas fotos antiguas donde mi hermano Daniel, Alan y yo sonreíamos. Apenas recordaba cómo era yo de pequeño, y cuando fui desempolvándolas descubrí que esa imagen me recordaba a otra que había visto recientemente junto a mí…
Pero no…, ¡no podía ser!
Dudé de lo que mi mente me gritaba hasta que vi una foto actual, tomada hacía tan sólo unos días, mezclada con las de mi pasado. Mudo por el asombro, se la mostré a mi madre preguntándome si ella había sabido en todo momento la verdad que en esos instantes se me revelaba.
—¡Ah, perdona, hijo! Ésa es una foto de Nicolas con Paula y Roan, el niño de nuestro vecino. No sé cómo han podido mezclarse con las tuyas —dijo falsamente, y entonces no tuve que preguntarle nada y supe que ella fue la primera en darse cuenta de lo idiota que yo había sido hasta ese momento.
—Mamá, no cabe duda de que tienes un hijo muy estúpido —murmuré irónicamente, soltando las fotos sobre la mesa.
—Sí, ya lo sé —declaró ella con resignación.
—¿Y no te preocupa que no sea el hijo perfecto que tanto buscabas?
—Pedro, puedo quererte con locura, pero nunca mentiría de ese modo sobre ti: tú distas mucho de ser perfecto y yo nunca deseé un hijo así. Simplemente, a lo largo de los años, quise siempre que dieras lo mejor de ti. La meta de la perfección, al igual que hizo tu hermana, fuiste tú mismo quien se la impuso.
—Creo que soy más idiota de lo que suponía —afirmé pensando en cuántas veces había ocultado mi maliciosa personalidad bajo una fría sonrisa sólo para aparentar ser el niño bueno que todos esperaban que fuera.
—¡Oh, Pedro! Todos los hombres hacen el idiota en más de una ocasión. Lo ideal es saber cuándo dejar de hacerlo —opinó mi madre, poniendo juntas mi foto y la de Nicolas, haciendo que me diera cuenta de que no había error alguno en mis cavilaciones: definitivamente, ese niño era mi hijo.
Después de revelarme la impactante noticia, mi madre se marchó y yo marqué un número de teléfono que, a pesar de intentarlo desde hacía seis años, nunca había podido olvidar.
—Finalmente lo has conseguido, Paula: tenemos que hablar —mascullé furiosamente a la mujer que siempre lograba hacerme sufrir, preguntándome cuántas cosas más me habría ocultado a lo largo de esos seis años que a mí llegaron a parecerme eternos.
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