lunes, 7 de mayo de 2018
CAPITULO 7
«¡Mira que son insistentes esos tipos!», pensé observando nuevamente mi rostro en el espejo de mi habitación y percibiendo las nuevas magulladuras que tenía, todas y cada una de ellas gracias a los amorosos puños de los hermanos Chaves. Y eso que ni siquiera salía con su dulce hermanita pequeña. Creo que, si llegaran a enterarse de que yo había osado robarle su primer beso a Paula, comenzarían a planear seriamente mi funeral. Bueno, por lo menos, cada vez más frecuentemente lograba esquivar sus fieros puños, y en esa ocasión incluso había lanzado más de un golpe con gran precisión, haciéndoles ver que no era tan inútil como ellos creían.
Pero nuestras discusiones, que no tardaban mucho en subir de tono, en realidad eran siempre la misma: mientras ellos me exigían no acercarme a su linda hermanita y yo les aseguraba con una ladina sonrisa que en esos momentos no lo hacía, ya que eran muchos los motivos que nos separaban, al final no podía evitar recordarles a ese grupo de
neandertales que, en algún momento, e indudablemente, Paula sería mía.
Y ése era el instante en que el airado temperamento de los sobreprotectores hermanos volvía a la carga y decidían que de nada servía conversar conmigo para hacerme entrar en razón, así que sus puños eran los que siempre terminaban expresando por ellos lo mucho que desaprobaban mi presencia en la vida de su preciada hermana menor.
La verdad era que no sabía por qué provocaba a esos celosos pelirrojos si ni siquiera me acercaba a su hermana, quien, a pesar de mis advertencias, aún me perseguía por los pasillos idolatrando mi imagen desde la distancia.
Además, muy pronto me alejaría de Whiterlande para no volver en una larga temporada. Era algo tremendamente estúpido pelear por la irracional idea de salir con Paula Chaves, a pesar de lo mucho que su adorable imagen me atormentaba. Pero es que ya estaba más que harto de que todos me dijeran lo que debía hacer o lo que se esperaba de mí, y el hecho de que alguien me prohibiera salir con la dulce chica que mi mente no podía olvidar era algo que no estaba dispuesto a permitir.
Aunque por el momento no me sentía preparado para acercarme a ella, ya que se
interponía en mi estructurado futuro, siempre podría hacerlo cuando volviera a Whiterlande.
Tal vez cuando Paula creciera se daría cuenta de que era una necedad admirarme como lo hacía en esos momentos, se percataría de que yo no era perfecto, vería todos los defectos que tenía y, aun así, creería que estar a mi lado valía la pena.
Pero eso era esperar demasiado de una simple joven que seguramente sólo debía de sentir por mí un encaprichamiento de adolescente.
Probablemente, cuando me alejara de Whiterlande, Paula dejaría de pensar en mí y
otro iluso pasaría a ser parte de sus sueños de juventud. No sabía por qué pensar que sería fácilmente olvidado por esa chica me molestaba tanto, pero algo era seguro: sus hermanos y las heridas que yo les había infligido a sus bonitos rostros en esta ocasión no se olvidarían con tanta indiferencia. Así reflexionaba frente al espejo mientras comparaba mis lesiones, que en esta oportunidad eran simples rasguños, con los ojos morados y algún que otro derechazo en las orgullosas barbillas de los irracionales pelirrojos.
Me tumbé en la cama cavilando qué estúpida excusa les daría a mis padres para que no se preocuparan, y preguntándome si el curioso de mi hermano Daniel dejaría de intentar sonsacarme quién era la chica por la que continuamente me dejaba golpear. Si todos supieran que era la insulsa y tímida Paula Chaves la única que inundaba mis pensamientos, se reirían de mí tanto como lo hacía yo mismo a veces, cuestionándome si en verdad no me pasaba algo raro, ya que, de todas las bellezas que me habían perseguido mostrándome sus encantos, sólo me interesaba mi dulce pequitas, que era tan inocente que se asustaba con el simple roce de un beso.
Con malicia, me pregunté acerca de lo que haría ella si alguna vez llegaba a conocer los tórridos sueños que me embargaban en mis solitarias noches, donde su rebelde melena roja descansaba sobre mi almohada y su delicada piel blanca adornaba las sábanas de mi cama, acunada por mi cuerpo, donde ambos encajábamos a la perfección y nada se interponía entre nosotros. Un sueño que estaba decidido a cumplir con el paso del tiempo, aunque, por ahora, ella solamente era para mí ese sueño imposible que aún no tenía el privilegio de alcanzar.
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