lunes, 21 de mayo de 2018

CAPITULO 55




Cuando Nicolas llegó al domicilio de la pareja, una acogedora casa de dos plantas de estilo colonial igual que todas las de la manzana, se sintió muy tranquilo, ya que le recordó al hogar de sus abuelos. De hecho, los Alfonso lo trataban de una forma muy similar a ellos, porque no paraban de mimarlo.


Sara, la amable mujer, le preparó su comida favorita para la cena, y cuando Juan intentó atraerlo hacia su sillón preferido para ver los deportes, Nicolas se resignó a hacer lo que le había dicho su mamá acerca de comportarse como un niño normal.


Hasta que el señor Alfonso se dio cuenta de que eso lo aburría y le preguntó qué prefería hacer.


Para su desgracia, el señor Alfonso no tenía libros de historia y la casa carecía de conexión a internet, pero en un momento dado, al conocer el interés de Nicolas, sacó unos inmensos tomos que contenían la historia de diferentes casas del lugar, y eso le encantó al chaval. Sobre todo porque esas historias parecían pertenecer solamente a ese pequeño pueblo, y nadie, salvo ellos dos, conocía ese secreto.


Estuvieron hasta las tantas con la entretenida lectura y Juan no dudó en contarle anécdotas sorprendentes de su trabajo, que consistía en vender cada una de esas casas a las personas adecuadas. A lo largo de la noche, el chico se quedó plácidamente dormido en el sofá y despertó horas después, un poco desorientado, en una habitación desconocida.


Desde la pequeña cama junto a la ventana, miró a su alrededor. Unos grandes estantes que lo rodeaban, llenos de libros, le hicieron sonreír y se preguntó a quién pertenecerían la decena de trofeos que había en ellos, así como un gran tablón de corcho donde alguien había dejado olvidado algún complicado trabajo escolar y un esquema en donde desarrollaba un minucioso, elaborado y detallado futuro.


Tras oír voces procedentes del exterior, Nicolas dejó de observar los títulos de esos libros que tanto lo atraían y, después de salir al pasillo, anduvo hacia la escalera que lo llevaría a la planta principal, decidido a investigar lo que ocurría en el hogar de los Alfonso.


Eran las seis de la mañana, y el muchacho pudo oír unos quejumbrosos lamentos producidos por tres hombres que se comportaban como niños pequeños… Éstos eran arrastrados hacia la entrada de la casa de los Alfonso por tres personas distintas.


Nicolas, curioso por naturaleza, se asomó por la puerta trasera que daba al jardín posterior desde la cocina y vio cómo Eliana, la simpática amiga de su madre que había conocido horas antes, reprendía a un hombre que debía ser su marido.


—¿En serio? ¿En un bar de estrípers? ¡¿En qué demonios estabas pensando, Alan Taylor?!


—¡Te juro que el lugar lo eligieron tus hermanos, y sólo lo hicieron para joderme! ¡Yo ni siquiera sabía dónde era nuestra reunión de chicos hasta que estuve allí!


—Sí, claro…, y ahora me dirás que ellos también te obligaron a emborracharte y a ser detenido por escándalo público.


—No…, ¡pero me animaron mucho! —declaró el hombre en su defensa, de forma muy lamentable en opinión de Nicolas, ganándose una fría mirada de su mujer.


—¿Se puede saber qué estabas haciendo para que te detuvieran?


—Practicaba mis clases de canto con una farola acompañado de tus hermanos.


—Ah, eso lo explica todo… Si yo hubiera estado allí, no te habría detenido, directamente te habría pegado un tiro para acabar con tu sufrimiento.


—¡Vamos, Eliana, no seas así! —suplicó Alan mientras abrazaba melosamente a su mujer, algo que al parecer no funcionó para aplacarla.


—¡Eres el hombre más imperfecto que conozco! Aún no sé por qué me casé contigo… —replicó ella mientras intentaba zafarse de ese abrazo conciliador.


—Porque te enamoraste de mí —contestó Alan con la esperanza de calmar a su esposa.


Esas palabras al fin consiguieron sosegar un poco los ánimos de Eliana, pero como todo hombre enamorado, y por tanto un poco torpe, Alan no podía acabar la noche sin volver a meter la pata.


—Además, a ti siempre te ha gustado mi lado salvaje… —afirmó besándola cariñosamente y deleitándose demasiado pronto en su victoria.


—Salvaje…, ¡no tienes remedio! Tú nunca aprendes, ¿verdad? ¡Hoy te quedas a dormir en casa de mis padres, tal vez una noche en su duro sofá te ayude a recapacitar!


Y, tras esas palabras, Eliana se alejó en su coche. De nada sirvieron las quejas de su marido, que recibieron como única respuesta la nube de polvo que produjeron las ruedas del vehículo cuando ella pisó el acelerador.


Después de que este personaje entrara en la casa, le tocó el turno a un hombre joven que, en algunos aspectos, era muy parecido al señor Alfonso. Se quejaba como un niño pequeño mientras era arrastrado de la oreja por un viejo equipado con un aparejo de pesca, que incluía la imprescindible caña.


Cuando llegaron a la puerta, el anciano soltó la oreja del quejica y, tras dedicarle una fría mirada, lo reprendió con severidad:
—¡Daniel Alfonso, eres como un grano en el culo! ¡Cómo vuelvas a estropearme un día de pesca, te uso a ti de cebo en vez de a mis gusanos! Y más te vale que esa eficiente abogada tuya no me vuelva a llamar para que te saque de algún aprieto…, ¿no se supone que eres tú quien se responsabiliza de ella y no al revés? ¿En qué narices estaría yo pensando en aquel momento en mi tribunal cuando te impuse como castigo que cuidaras de ella? Bueno, quedas advertido: ¡ni una llamada más! —insistió el viejo, amenazando al tal Daniel con uno de sus rígidos dedos antes de marcharse.


Cuando Nicolas creyó que al fin habría paz y tranquilidad en aquella casa, apareció la amable señora Alfonso reprendiendo a un sujeto de fríos ojos azules y revueltos cabellos rubios, muy parecido al anterior. Pero éste, en lugar de escuchar la reprimenda de su madre tan debidamente como hacen todos los niños buenos, ponía los ojos en blanco y evitaba su mirada mientras se burlaba de ella. Ése, decididamente, fue el hombre que menos le gustó a Nicolas de aquellos tres molestos individuos.


—¡Pedro Alfonso, se supone que debes ser un ejemplo para tu hermano, y no malograrlo más de lo que ya lo está! —exclamó Sara.


—No te preocupes, mamá: Daniel no tiene remedio. Pero todavía me tienes a mí, tu hijo perfecto —contestó Pedro burlonamente mientras intentaba abrazarla.


Pero ésta, muy enfadada, no tardó mucho en zafarse de ese falso apretón.


—¡Perfecto…, mis narices! ¡Eres un hombre muy impertinente y, definitivamente, tu carácter es malicioso y retorcido! ¡No sé qué hice para que salieras así! ¡Por Dios, hijo, tienes treinta y tres años, ya eres todo un adulto para que alguien tenga que llamar a tu madre para que te saque de la cárcel! ¿Se puede saber qué hiciste para que te arrestaran?


—Cantarle a una farola, mamá.


—¿Y por qué demonios estabas haciendo eso? —preguntó Sara, resignada a que sus dos hijos pudieran llegar a comportarse de un modo tan estúpido en algunas ocasiones.


—Porque estaba borracho, indudablemente. Si lo hubiera hecho sobrio, sería bastante más preocupante.


—¡No me fastidies, Pedro! ¡Estás castigado! —gritó Sara, muy irritada con la impertinente contestación de su hijo.


—¡No jodas, mamá! Tengo treinta y tres años como acabas de recordarme, ya no puedes hacer eso —protestó él enérgicamente.


—¡¿Qué te apuestas?! —retó la encolerizada mujer mientras le dirigía una penetrante mirada y le señalaba con su dedo inquisidor el interior de la casa.


—¿Hasta cuándo estaré absurdamente castigado, mamá? —inquirió Pedro, resignado a su suerte para que se acabase pronto la regañina.


—Por lo menos, hasta que se te pase la borrachera —finalizó ella, haciendo que Nicolas se preocupara de hasta cuándo podían seguir las madres regañando a sus hijos, ya que él creía erróneamente que eso acababa cuando los niños se convertían en adultos.


No obstante, dejó ese tema a un lado y se adentró en la casa bastante inquieto. Sacó el cuaderno que siempre lo acompañaba allá donde fuera y, tras repasar lo que le habían dicho sus tíos sobre cómo era su padre y lo que había visto allí, llegó a una conclusión que lo dejó bastante intranquilo.


—¿Qué te ocurre? —le preguntó Juan tras ver el consternado rostro del chico cuando entró en la cocina buscándolo.


—Creo que uno de esos tres hombres puede ser mi papá, y eso es algo realmente preocupante… —respondió Nicolas, esperanzado con que el señor Alfonso lo sacara de su error.


—Pues sí que eres listo, chaval… —repuso con asombro Juan, confirmándole al muchacho que, para su infortunio, la ridícula descripción que le habían facilitado sus tíos sobre la figura de su progenitor parecía ser de lo más acertada.


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