domingo, 20 de mayo de 2018

CAPITULO 50




En la casa del lago que en una ocasión fue de su propiedad, Juan Alfonso observaba con orgullo cómo ese arruinado hogar que un día fue abandonado por su familia había vuelto a lucir el esplendor de antaño. Su habilidoso yerno, Alan, había conseguido lo imposible y había logrado hacer brillar esas blancas paredes, el hermoso tejado con sus rojas tejas y las sublimes cristaleras, embellecidas por elaborados dibujos. 


Los suelos de madera daban un toque acogedor al lugar, y los muebles, muchos de los cuales el propio Alan había creado con sus propias manos, terminaban de hacer de esa casa el sueño de cualquier familia.


Juan se alegraba de que en esos instantes la familia que disfrutaba de ese hogar fuera la de su hija Eliana. Quién habría imaginado que Alan, el marido de su hija, un hombre que durante su juventud solamente tenía cabeza para los deportes, acabaría siendo un verdadero portento en la restauración de edificios. Afortunadamente, ella lo había elegido a él.


Juan recordaba con satisfacción todo lo que había conseguido hasta ese momento al asociarse con ese chico, tanto profesionalmente en su oficio de agente inmobiliario vendiendo casas que luego Alan restauraba, como en lo personal, al formar una hermosa familia de la que siempre se sentiría orgulloso. Bueno, tal vez no siempre…


Cuando Juan vio cómo su hija corría como una alocada adolescente a recibir a su amiga Paula, a pesar de su avanzado estado de embarazo, pensó que, por mucho que Eliana creciera, ésta siempre sería su niña pequeña. Sin embargo, en el momento en que las dos mujeres comenzaron a dar vueltas sobre sí mismas, cogidas de las manos mientras no paraban de hablar y saludarse a gritos, llegó a la conclusión de que algunas personas nunca llegaban a dejar atrás su adolescencia. Juan creía que su razonamiento era bastante lógico, hasta que su mujer se unió a los bailecitos y los gritos de las chicas.


Tras un nuevo sorbo de su fría cerveza junto al porche de la casa de su hija, llegó a una conclusión irrefutable sobre las mujeres:
—Estáis todas como una cabra…


Para su desgracia, sus palabras fueron oídas por las alocadas féminas, que parecían tener un oído bastante fino. Las tres se volvieron hacia Juan fulminándolo con la mirada y, cómo no, la que más poder poseía sobre su persona decidió castigar el impertinente comentario que había salido de su enorme bocaza.


—Juan, ya que no estás haciendo nada, ¿por qué no ayudas a Paula con su equipaje? —ordenó dulcemente su querida Sara, lo que, traducido al lenguaje de una esposa enfadada, venía a ser: «Por bocazas, ahora te fastidias cargando con todos esos pesados bultos tú solo».


Eso pensaba Juan Alfonso mientras daba otro sorbo a su cerveza e intentaba dar largas al asunto.


—En cuanto me termine esta cerveza.


«¡Tremendo error!», se percató Juan tras ver la airada mirada que su mujer le dirigía, advirtiéndole en silencio de que el sofá podía llegar a ser bastante incómodo.


Así que, finalmente, suspiró y se levantó de su asiento, dejando su fría bebida a un lado, dispuesto a tardar lo máximo posible en transportar el equipaje para evitar presenciar las necias acciones de esas mujeres, y así, de paso, evitar también que su gran bocaza volviera a proferir algún comentario que se ganara una nueva noche de destierro al sofá.


Mientras se alejaba, vio cómo su yerno salía de la casa, sin duda alarmado por los gritos provenientes del exterior. Pero en cuanto se dio cuenta de lo que ocurría, caminó silenciosa y furtivamente hacia atrás hasta conseguir adentrarse nuevamente en su hogar sin ser visto.


—Chico listo… —murmuró Juan con un poco de rencor, viendo cómo Alan se había librado de que alguna de las mujeres lo cargara con una molesta tarea.


Cuando Juan abrió el maletero no encontró ninguna pesada maleta en él, algo que le hizo llegar a la conclusión de que Paula era muy racional en la cuestión del equipaje que debía llevar consigo cuando emprendía un viaje. No como su esposa, que se llevaba media casa aunque su marcha tan sólo durase un par de días…


Tras alegrarse de que el equipaje de Paula solamente fuera una pequeña maleta de mano, Juan se inclinó sobre el coche decidido a coger la carga y ser tan listo como su yerno evitando a las mujeres al entrar en la casa por la puerta trasera. Lo tenía decidido, hasta que observó que el suelo de los asientos traseros estaba ocupado por un polizón, quien intentaba inútilmente ocultarse de su vista con una vieja manta.


—¡Seas quien seas, te estoy viendo los pies, así que será mejor que salgas y des la cara! ¿O es que acaso te ocultas porque tienes miedo de enfrentarte a mí? —declaró Juan con bravuconería, algo que nunca fallaba a la hora de hacer salir de su escondite a alguien.


—¡Yo no tengo miedo a nada! —replicó decididamente una voz infantil al tiempo que destapaba su rostro.


Si Juan pensó que el niño se mostraría sorprendido al ver a un hombre desconocido frente a él, no podía estar más equivocado. Más aún: fue él quien se quedó sin habla y absolutamente estupefacto cuando vio a una copia en pequeño de sus hijos varones.


—¿Quién es tu padre? —preguntó cuando se recuperó un poco de la sorpresa, resuelto a determinar a cuál de sus hijos debería apalear por haberle ocultado la existencia de ese niño.


La respuesta no se hizo de rogar cuando, con un tono altivo y un tanto repelente, el mocoso lo informó:
—Eso es algo que pretendo averiguar…


Juan no tuvo duda alguna de que ésa era exactamente la clase de respuesta impertinente que habría dado su hijo mayor a cualquier pregunta que alguien le hiciera y que él no tuviera deseos de contestar. No obstante, intentó corroborar sus sospechas y descartar que ese chiquillo no proviniese de su alocado hijo mediano, el cual siempre era un irresponsable en todo lo que hacía.


—¿Quién es tu madre? —preguntó entonces, expectante ante la respuesta del niño.


—Paula Chaves —contestó el crío tras dudar unos instantes.


Juan sonrió contento por haber confirmado que el pequeño, sin duda, era un miembro más de su familia. Porque si la madre era Paula, el padre no podía ser otro más que su perfecto hijo mayor, Pedro, quien siempre evitaba hablar de la mujer en la que pensaba continuamente, aunque sus ojos aún se entristecieran cada vez que oía su nombre.


—Bueno, será mejor que vayamos a ver a tu madre y le expliques qué hacías escondido en su coche —decidió Juan mientras cargaba con el equipaje en una mano y le tendía amablemente la otra al desconfiado niño.


—Sí, creo que será lo mejor… —convino Nicolas decidido, agarrando firmemente la mano de Juan.


Y, mientras caminaban a casa como la familia que deberían ser, Juan pensaba que su hijo mayor tenía muchas cosas que explicar.




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