viernes, 18 de mayo de 2018
CAPITULO 44
Después de seis años, a veces me preguntaba por qué continuaba viviendo en ese aburrido pueblo de mi infancia, dirigiendo esa pequeña clínica a la vez que ejercía de médico de familia tras haber cambiado de especialidad y aparentando el papel de niño bueno, si eso nunca había formado parte de mis planes.
Pero tampoco había planeado enamorarme de una temperamental pelirroja, y desde que eso había sucedido, mi vida se había convertido en un auténtico desastre. El prestigioso cargo con el que fantaseé en su momento en un digno hospital ahora sólo formaba parte del pasado, una mera ilusión que no llegó a cumplirse, pero que apenas me importó que desapareciera de mi vida.
En cambio, el otro sueño del que nunca podría desprenderme era el de estar junto a Paula. Y esto, quizá, era lo más lamentable. Porque ella, a lo largo de seis años, con su ausencia y con el silencio por respuesta me había dejado claro que nunca llegaría a perdonarme, y menos aún a enamorarse nuevamente de mí.
Tal vez ya era hora de olvidar a esa inconstante pelirroja que siempre se me había escapado de las manos, dejar atrás su recuerdo y comenzar una nueva vida. Sin duda, ésa sería la mejor opción para mí. A mis treinta y tres años, era un soltero muy cotizado entre las mujeres de Whiterlande, que creían erróneamente que yo no era del tipo de hombres que se enamoraban, lo que parecía provocar en todas y cada una de ellas la curiosa necesidad de intentar robarme el corazón con sus coqueteos, sus sonrisas y sus caídas de ojos, acompañadas siempre por una escandalosa invitación.
Ninguna de ellas llegaría jamás a imaginar que, si no respondía a sus tentativas de seducción, era simplemente porque mi corazón ya estaba ocupado por otra. No podía pretender tener una relación seria con ninguna mujer cuando no podía olvidarme de Paula. Eso sería ruin. Y, aunque mi pequeña pelirroja creyera que era del tipo de hombres que jugaban con el corazón de las mujeres, yo no era así.
A pesar de que mi día a día estuviera perfectamente organizado, mi vida amorosa era tan desastrosa como la de mi hermano Daniel.
Cuando buscaba divertirme, para mí no era problema alguno hallar a una acompañante que compartiera esos momentos de desahogo de mi ajetreada vida. Pero siempre me aseguraba de que mi pareja tuviera claras dos cosas en todo momento: que después de esa noche no nos volveríamos a ver, y que nunca tendría oportunidad alguna de mantener una relación conmigo.
Algo que algunas personas, por desgracia, parecían no comprender…
—Di treinta y tres —ordené algo molesto mientras auscultaba una vez más a esa falsa paciente que solamente quería llamar mi atención, algo que definitivamente estaba consiguiendo. Aunque no como ella deseaba, ya que me encontraba bastante irritado cuando tenía decenas de pacientes reales que atender y ella únicamente estaba haciéndome perder mi valioso tiempo.
—Sesenta y nueve… —susurró insinuantemente, intentando seducirme.
Puse los ojos en blanco mientras pensaba cómo deshacerme de esa mujer con la que nunca volvería a cometer el error de acostarme de nuevo.
—Aparte de una leve dislexia por estupidez transitoria, estás en perfectas condiciones, Mabel. Así que, si no te importa, ¿podrías abandonar mi consulta? Estoy muy ocupado y tengo muchos pacientes que atender —dije con impaciencia, negándome en redondo a reconocer otra vez a esa mujer por más ropa que se quitara.
—Pero es que creo que algún mocoso me ha pegado el sarampión y querría estar segura… —replicó, mostrándome nuevamente su tentador sujetador de encaje. ¡Qué pena para ella que yo fuera muy serio en mi trabajo como para prestar atención a insinuaciones tan poco sutiles como ésa!
—Te vuelvo a repetir que no tienes nada, Mabel. Ahora, si me permites continuar con mi trabajo, por favor… —dije señalándole una vez más la salida a la persistente mujer.
— Tal vez deberías venir a mi casa esta noche y examinarme más a fondo, como aquella vez en la que jugamos a los médicos… —ronroneó ella escandalosamente mientras se colgaba de mi cuello, recordándome una noche en la que yo estaba demasiado borracho y me sentía demasiado solo como para pensar en lo que hacía.
—En aquella ocasión yo estaba demasiado bebido y tú bastante deprimida por tu divorcio y, como te he dicho varias veces, Mabel, eso es algo que no volverá a pasar entre nosotros —declaré fríamente mientras la apartaba de mi lado.
—¡No sé por qué no podemos divertirnos si no sales con nadie y los dos estamos libres de compromiso alguno! —manifestó ella con enfado, cediendo finalmente a mi petición de que abandonara la consulta.
Cuando la puerta se cerró tras ella, yo me pregunté lo mismo, y pensé que ya era hora de dejar atrás a Paula, puesto que su ausencia por más de seis años había sido una contundente respuesta a mis palabras de amor.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario