jueves, 17 de mayo de 2018

CAPITULO 42





Seis años más tarde



En un caro restaurante, en medio de un romántico ambiente adornado con tenues velas y acompañado de un majestuoso piano, miraba un tanto soñolienta cómo mi pareja, un hombre cálido, sincero y de fiar con quien llevaba saliendo dos años, me observaba emocionado mientras me relataba su largo día en el «trepidante» mundo de las finanzas.


Me sentí tentada de bostezar, y en más de una ocasión por poco no caí desmayada encima de mi comida, pero eso era algo que con el tiempo había conseguido disimular con una enorme y falsa sonrisa.


Él continuó con su incesante perorata mientras yo, como siempre que me aburría, comenzaba a divagar en mi mente. En este caso me entretuve en repasar las cosas que tendría que hacer cuando llegara a casa: lo primero, poner una lavadora. Luego, cambiar las sábanas de las camas, repasar los deberes de Nicolas, ordenar la pequeña montaña de calcetines sueltos que iba acumulando por falta de ganas de emparejarlos en su momento… Mientras rememoraba mi interminable lista de tareas, me pregunté a mí misma por qué cada vez que salía con Octavio mi corazón no se aceleraba, mis sentidos no se agitaban y no notaba ese típico cosquilleo en el estómago producto del nerviosismo, la ansiedad o el deseo de pasar tiempo con la persona amada, sino que lo único que experimentaba era una gran somnolencia.


Tal vez fuera el cansancio de mi ajetreada vida como madre soltera, el trabajo, mi hijo, mis molestos hermanos, que cada dos por tres estaban en mi casa incordiando…


Pero ninguna de las excusas que le puse a mi privilegiada mente terminó de convencerme del motivo por el cual no sentía nada cuando estaba cerca de ese hombre.


Examiné mentalmente nuestra historia de amor, dándome cuenta de que era de lo más simple y sosa. Aunque, tal vez, después del fracaso con Pedro, Octavio era lo que necesitaba mi maltratado corazón. Tropecé con él un día en el lugar donde yo solía almorzar y, desde ese momento, todos los días comimos juntos. 


Después de un tiempo, comenzamos a salir como amigos, íbamos a un viejo cine a ver películas antiguas en blanco y negro de las que a él le gustaban, a los rastrillos a buscar monedas antiguas y al parque a dar de comer a los patos…


¡Dios! ¡Con treinta años éramos un par de viejos! No, rectifico: los viejos se divertían más que yo, prueba fehaciente de ello era la postal que mi abuela me había mandado desde Hawái en su último viaje con sus amigas. Como consecuencia de eso, reflexioné seriamente hacia dónde me llevaba esa relación, y quise huir antes de que Octavio comenzara a hablar nuevamente de sus cifras y sus acciones. Pero, de repente, él pareció percibir mi agobio y se comportó como un perfecto caballero, disculpándose a su manera por hablar de trabajo y cambiando de tema. Y, como siempre, yo no pude dejarlo solo o decirle adiós como tal vez debería haber hecho hacía tiempo.


—¿Te aburro? Es comprensible, todo esto es demasiado difícil para ti, lo siento, cariño —dijo mientras cogía amablemente una de mis manos.


En ese momento quise decirle que mi cociente intelectual era muy superior al suyo, y que la mitad de las veces que me hablaba de sus cálculos, éstos estaban mal. Pero, tras ver su bondadoso gesto, decidí que lo mejor era no pagar mi mal genio con la persona equivocada.


Octavio no era un hombre muy fuerte, era de frágil presencia, pero también bastante atractivo con su rostro angelical, unos afables ojos verdes y un bonito pelo castaño. Un hombre que siempre tenía palabras amables para mí, y lo más importante: siempre se podía confiar en él y nunca hacía nada impredecible. O eso, al menos, era lo que yo pensaba, hasta que cogió mi mano entre las suyas y atacó nuevamente ese tema de conversación que yo había intentado evitar hasta la fecha.


—Creo que, después de estos dos años, querida Paula, es el momento de…


—¿De pedir el postre? —sugerí mientras llamaba al camarero.


Pero Octavio me ignoró y siguió a lo suyo.


—… es el momento de que hablemos de hacia dónde nos lleva nuestra relación y…


—¡Uf, qué tarde! Seguro que Nicolas me está esperando impaciente, y no se acuesta hasta que yo llegue, así que mejor me…


Pero Octavio, con gran insistencia, se negó a dejarme marchar, aunque yo ya estaba de pie e intentaba recuperar mi mano. Cuando lo hice, fue demasiado tarde.


—Paula Chaves, ¿quieres hacerme el honor de convertirme en el hombre más feliz del mundo aceptando casarte conmigo? —pidió Octavio en voz muy alta, colocando un enorme anillo de compromiso en mi dedo anular.



Un violinista del restaurante se nos acercó tocando una armoniosa melodía. El camarero que nos atendía trajo un exclusivo champán provisto de dos copas, más caras incluso que la propia bebida, y todos los comensales empezaron a mirar hacia nosotros a la espera de mi respuesta, que en esos momentos se hacía de rogar. Pero ¿qué narices debe una contestar al hombre con el que ha estado saliendo durante dos años y que se ha comportado siempre como todo un caballero mientras decenas de personas observan atentamente sin perder ni un detalle de la hermosa pedida de mano?


—Esto…, pues… ¿Sí…?


Y, a continuación, mientras todos lo festejaban y ya no tenían sus ojos puestos en mí, me excusé diciendo que iba al baño, para salir luego corriendo del restaurante sin tener claro del todo lo que significaba la respuesta que había dado.



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