sábado, 12 de mayo de 2018
CAPITULO 25
Una vez más me escondía de las atenciones de mi enfermera, que, aunque pareciera una cosita dulce y deliciosamente delicada, cuando se enfadaba podía llegar a ser temible. Quizá después de encontrar en mi cama a Paula II, la Paula original pillaría la indirecta de que yo no estaba muy contento con su trabajo y dejaría de atosigarme para que me quedara encerrado en una habitación que, por muy bonita que fuera, a mí me seguía asfixiando.
Al contrario que mi hermano Daniel, yo no estaba nada habituado a vaguear en ningún aspecto, y definitivamente necesitaba algo de trabajo para que mi activa mente estuviera ocupada. Y las opciones eran o escaparme a revisar mis expedientes atrasados o tener sexo. Mucho sexo. Como la cercanía de Paula cada vez me tentaba más a decantarme por esa segunda opción y los condones que guardaba en mi armario no me ayudaban a dejar de pensar en ello, siempre intentaba alejarme de ella para mantener mi mente ocupada con montañas de trabajo en lugar de con calenturientas escenas en las que volvía a probar ese pecaminoso dulce que representaba para mí mi pequeña pelirroja.
Desgraciadamente, ella siempre daba conmigo y me volvía a acomodar en esa cama de hospital, que a cada día que pasaba me tentaba más y más a probar su resistencia.
Claro estaba que en la compañía de mi adorable e inocente enfermera, de la que aún no podía olvidar su hermoso cuerpo o los sugerentes gemidos que dejó escapar cuando se retorció entre mis brazos hasta llegar al éxtasis.
Bueno, esta vez, al menos, había ocultado bien mis pasos y, después de colocar a Paula II bajo mis sábanas —un inadecuado regalo de mi atrevido hermano Daniel al que finalmente había conseguido sacarle provecho—, me aseguré de aprovisionarme sobradamente con los decadentes e insanos bocados de las máquinas expendedoras del pasillo, ya que, indudablemente, mi cena habría desaparecido cuando ella me encontrara y me devolviera por la fuerza a mi estancia.
Me hallaba en el despacho del doctor Durban revisando los informes de mis pacientes mientras degustaba una nueva chocolatina, calculando que Paula tardaría aún unas cuantas horas en descubrir mi escondite. Pero, desafortunadamente, mis cálculos no fueron precisos y fui interrumpido a mitad de la degustación de uno de los dulces que más adoraba.
Paula me arrebató airadamente mi golosina de las manos y luego me señaló la silla de ruedas en la que debía tomar asiento, algo que simplemente detestaba, puesto que eso tan sólo hacía más evidente lo inútil que era yo en esos momentos. Finalmente, ante su persistente mirada, dejé mi trabajo a un lado y me senté en ese armatoste antes de que ella decidiera tirar de nuevo de mi oreja hasta llevarme a mi lugar.
Cuando me encontré sentado en la silla de ruedas, resignado a regresar a mi habitación, mi vengativa enfermera se comió la chocolatina delante de mí y luego, con gran descaro y una ladina sonrisa, me soltó:
—Si sigues comiendo esta basura, vas a engordar.
Tras sus provocativas palabras, no pude evitar responderle con una de esas atrevidas contestaciones que tanto la irritaban mientras me conducía hacia la habitación.
—¿Has conocido ya a Paula II? —pregunté sonriente mientras me imaginaba lo enfadada que estaría mi querida enfermera por el nombre con el que había sido bautizado ese pecaminoso juguete sexual.
—No se parece a mí en nada —declaró despectivamente mientras manejaba mi silla con bastante brusquedad.
—Pero ¿qué dices? ¡Si es igualita a ti: hasta tiene tu mismo color de pelo! — bromeé, sabiendo cuánto le molestaba que alguien se metiera con sus bonitos cabellos cobrizos.
—¿Sabes, Pedro? Esta noche había conseguido un sabroso filete de ternera con su guarnición y un maravilloso postre para tu cena. Pero, por desgracia, Paula II tenía hambre y se lo ha comido todo. Claro, llevaba la pobre tantas horas de soledad en esa cama que cuando la descubrí con la boca abierta supuse que tenía hambre y no pude negarme a cederle tu comida… —ironizó Paula, haciéndome saber que esa noche también seguiría con mi estricta dieta de «nada que comer».
—Cariño, te puedo asegurar que el hambre de Paula II no era de comida —declaré entre estruendosas carcajadas sabiendo que, indudablemente y ante mis palabras, el rostro de mi pelirroja se habría tornado del mismo insinuante color que sus cabellos.
Paula no volvió a hablarme en todo el camino, y cuando llegamos a mi habitación no dudó en empujarme bruscamente para que abandonara la silla. Como mi habitación estaba siendo preparada para acoger a un nuevo paciente, ya que las restantes habitaciones de esa ala del hospital estaban ocupadas, Paula colocó el biombo entre mi cama, que se hallaba más alejada de la puerta, y la del nuevo huésped.
Mientras lo hacía, oí cómo el director de hospital acudía con mi nuevo compañero de fatigas hacia mi estancia. Para su desdicha, Paula estaba demasiado ocupada como para prestar atención a otra cosa que no fuera reprenderme y, una vez más, disfruté mucho de los múltiples malentendidos que pueden llegar a darse cuando a través de los biombos se reflejan las sombras de las personas que se encuentran detrás. Y más aún cuando mi pelirroja mostraba ese airado carácter que tanto me tentaba.
—Paula, lo siento, pero no puedo acostarme en mi cama, ya que está ocupada — dije en tono lastimero, esperando su osado movimiento.
—¡Definitivamente, este juguete queda confiscado! —afirmó Paula decidida, señalando a Paula II mientras fruncía el ceño una vez más al ver esos cabellos pelirrojos que tanto la molestaban.
—¿En serio vas a llevar una muñeca hinchable a través del hospital? Creo que sería una escena digna de admirar para todo aquel con el que te cruzaras y, lamentablemente, tanto ella como tú llamaríais un poco la atención, sobre todo con esos rojos cabellos.
—¡Pedro Alfonso, ahora mismo vas a desinflar esta cosa y me la vas a dar! —ordenó Paula a la vez que se cruzaba de brazos bastante furiosa conmigo.
Pero yo no era de los que se lo ponían fácil a los que me declaraban la guerra, algo que ella había hecho desde que estuve a su merced.
—Bueno, pues entonces tendré que hacerlo yo… —manifestó decididamente mientras cogía un tenedor que se hallaba en la mesa, dispuesta a acabar con Paula II.
Podría haberle advertido que detrás del biombo se hallaban varios miembros de una adinerada familia, uno de los cuales compartiría habitación conmigo, así como el director del hospital, al que tanto admiraba Paula, todos ellos observando cada uno de sus movimientos a través de la delgada tela. Pero preferí esperar a ver qué pasaba en ese momento en el que mi única distracción era ella.
—Y no se preocupe por su compañero de habitación: se trata de un médico brillante. Y la enfermera que lo cuida posee excelentes recomendaciones —oí que manifestaba orgullosamente el director mientras mostraba el entorno a la familia de mi futuro compañero.
Supe que todos estaban admirando la maestría con que Paula apuñalaba a su rival cuando una ultrajada voz femenina gritó alarmada:
—¡¿Pero qué está haciendo esa mujer?!
Cuando Paula al fin se percató de lo que estaba ocurriendo, no pude evitar molestarla un poco más, así que antes de que acabara de masacrar a mi nuevo juguete, grité tan teatral y exageradamente como hacía mi infantil hermano en ocasiones:
—¡Noooo! ¡Era mi amante!
Esto, evidentemente, sólo consiguió aumentar todavía más la alarma de esas personas ante lo que podía llegar a ocurrir con los pacientes bajo los cuidados del personal del hospital, y mientras el director trataba de explicar una situación que él mismo desconocía y los indignados familiares del paciente insistían en llamar a la policía, mi inocente Paula salió de detrás del biombo con la pervertida muñeca hinchable y, ante mi asombro, intentó explicar esa locura. Por supuesto, su aparición
con ese objeto lo empeoró todo, a pesar de lo buenas que fueran las intenciones de mi inocente enfermera.
—No es lo que parece… —suplicó ella, mostrando a todos la desinflada muñeca y asombrándolos sin duda por el parecido que ésta tenía con ella misma.
-»Es que… es que… es que el doctor Alfonso no puede dormir si no abraza a su muñeca…
Y, tras esa débil excusa, no lo pude evitar: me tumbé en mi cama y comencé a reírme con estruendosas carcajadas.
—Yo solamente intentaba quitarle ese mal hábito… —declaró Paula desesperadamente, mostrando el tenedor.
Una explicación cuyo único resultado fue aumentar mis carcajadas. Finalmente, entre algún que otro susurro de «pervertidos» y adjetivos similares por parte de los miembros de la adinerada familia, éstos decidieron no quedarse en ese hospital y se marcharon dignamente de mi habitación volviendo a dejarme plácidamente solo.
Sin embargo, el director se molestó bastante con nuestro inusual comportamiento y decidió castigar a Paula por la terrible ofensa cometida: haber espantado a un paciente acaudalado. Un castigo que no tardé en compartir cuando ella decidió vengarse nuevamente de mí cambiando el menú de mis comidas.
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