sábado, 12 de mayo de 2018

CAPITULO 24




Pese a que disfrutaba tener al perfecto Pedro Alfonso en mis manos, donde podía despachar mi venganza a gusto por todas y cada una de las trastadas que él me había hecho a lo largo del tiempo, tenía que admitir que era un paciente bastante irritante.


Acostumbrado a estar siempre activo, el doctor Alfonso no podía evitar escaparse de mi vista cada vez que me descuidaba para visitar a alguno de sus pacientes o revisar sus archivos. 


Al parecer, una pierna escayolada y una muñeca inflamada no eran impedimento para que este esquivo individuo se desplazara con gran rapidez por el hospital con la única ayuda de unas muletas. Yo, por mi parte, no dejaba de reprenderlo y arrastrarlo de nuevo a su habitación cada vez que conseguía dar con él, pero parecía que ese hombre no aprendía.


Tras entrar en la habitación, coloqué inocentemente la bandeja de la cena en la mesa cercana a la cama. Me extrañé mucho al ver a mi paciente completamente oculto bajo las sábanas y sin dirigirme ninguno de sus impertinentes comentarios sobre mis maliciosos cuidados, pero como esa misma tarde lo había arrastrado hacia la habitación tirándole de una de sus orejas, creí que era algo normal que se negara a hablarme. Y más cuando últimamente el comportamiento del serio doctor, al que muchos en ese hospital admiraban, era como el de un niño de diez años.


—¡Es la hora de la cena! —anuncié alegremente intentando que Pedro dejara de lado su enfado y se volviera hacia mí.


Al ver que no conseguía ninguna reacción con mis palabras, me preocupé seriamente por Pedro, así que me senté en la cama tratando de razonar con él, ya que no era muy saludable que se saltara una de sus comidas. Además, como últimamente se comportaba adecuadamente, esta vez la bandeja no carecía de alimento alguno de su menú.


¡Vamos, no seas así! Tienes que comer. Prometo que, si pruebas algo de tu cena, dejaré de ser tan dura contigo… —dije, admitiendo así que tal vez en algunas ocasiones llegaba a pasarme un poco a la hora de aleccionarlo.


Inquieta ante la falta de respuesta, toqué uno de sus hombros y lo volví hacia mí con la intención de enfrentarme a su insolente rostro, que siempre me recriminaba con una de sus maliciosas sonrisas cómo debían ser, según él, mis cuidados.


Para mi sorpresa, cuando le di la vuelta al bulto de la cama, lo que hallé ante mí no fue otra cosa más que una indecente muñeca hinchable y, para aumentar mi mal humor, cuando retiré las sábanas que la tapaban descubrí que tenía los cabellos tan rojos como los míos, así como un obsceno disfraz de enfermera.


Finalmente, la cena de Pedro fue para el paciente de la habitación ciento tres, y yo me vi obligada a adentrarme nuevamente por los recovecos del inmenso hospital con la idea de hallar el nuevo escondrijo de esa sabandija. 


Definitivamente, ese hombre no necesitaba que lo trataran con amabilidad, así que en ese preciso momento decidí que a partir del día siguiente me traería, si fuese necesario, un látigo de siete colas para que ese despreciable tipo me hiciera caso y se quedara de una maldita vez en su lugar, en la cómoda cama de su suntuosa habitación, que lo señalaba como una joven y prometedora promesa del afamado hospital.


—¡Qué pena que los hombres tan brillantes nunca son como los imaginamos! — suspiré, resignada a perseguir una vez más a ese infantil médico que siempre que podía se escondía de mí y de mis… amorosos cuidados.




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