viernes, 11 de mayo de 2018

CAPITULO 22




Daniel Alfonso paseaba perdido entre los pasillos del hospital mientras trataba de hallar la habitación de su desquiciante hermano mayor, quien lo había llamado para quejarse una vez más de cada uno de los tormentos a los que lo sometían en ese lugar, cuando lo más probable era que todos se estuvieran comportando con él como siempre hacían: tratándolo como a un dios.


Pero cuando Pedro estaba enfermo, o lesionado como en ese caso, era como un maldito grano en el culo: se pasaba el día quejándose de todo y señalando los múltiples errores que otros cometían para que los solucionaran lo más rápido posible, ya que él no podía hacerlo por ellos.


De niños, quedar encerrado en la misma habitación que Pedro cuando éste caía enfermo era todo un suplicio. Por eso Daniel le había llevado algunas mudas limpias, tal y como Pedro le había indicado, y había añadido algún que otro objeto con el que tal vez pudiera divertirse en el hospital para evitar que lo llamara constantemente con sus continuas e irritantes quejas.


Nada más cruzar las puertas del hospital, Daniel se enteró del motivo de las heridas de su hermano y comprobó cómo todos trataban a Pedro como a un héroe, algo a lo que a éste siempre le había gustado jugar. Que su malicioso hermano hiciera algo como sacrificar su integridad física para proteger a otros lo sorprendió, ya que, aunque intentaba mostrar hacia todos lo perfecto que era, en verdad era bastante imperfecto.


Cuando Daniel llegó a la puerta que le habían indicado, en una planta un tanto alejada con una habitación privada destinada a la recuperación del prestigioso paciente, vio a una enfermera bastante bonita sonriendo con la misma maliciosa sonrisa que Pedro le mostraba a él en esas ocasiones en las que hacía alguna de las suyas.


Junto a la puerta cerrada, la llamativa enfermera de llameantes cabellos rojos abría una bandeja de comida en el carro que la acompañaba, seleccionando lo que, según ella, no era apto para la elaborada dieta de su paciente. Tras su elección, simplemente devoraba la comida sin perder su maliciosa sonrisa, degustando cada uno de los bocados con gran placer. Tras terminar con la mitad del menú, lo cerró y murmuró:
—¡Hala! Hoy, un yogur y una tila para merendar. Y, como me toques las narices, esta noche te dejo sólo un mendrugo de pan para la cena…


Daniel, boquiabierto, comenzaba a pensar que cada una de las torturas que su hermano le había relatado por teléfono eran ciertas, hasta que la pelirroja alzó su rostro y pareció reconocerlo, pese a que él aún no lograba ubicar en su mente en qué otro sitio había visto ese rostro dotado de una hermosa sonrisa y unas atrayentes pequitas.


—¡Daniel Alfonso! —exclamó entusiasmada la enfermera mientras lo abrazaba sin que él supiera aún quién era esa mujer que lo trataba tan familiarmente.


—No te acuerdas de mí, ¿verdad? —preguntó alegremente ella y, sin permitir que Daniel contestara, añadió—: Soy Paula Chaves, la amiga de Eliana. La pelirroja gordita de horribles trenzas y enormes gafas de la que siempre te burlabas…


—¡Vaya! Lo siento, Paula. Creo que entonces era un tanto infantil —trató de excusarse Daniel, sin creer todavía que la pequeña Paula se hubiera convertido en esa hermosa mujer.


—Bueno, por lo que veo, has venido a visitar a tu hermano…, ¡y me vienes que ni caído del cielo! —declaró alegremente la pelirroja colocando en sus manos la bandeja de comida antes de que él pudiera decir nada—. ¡Toma! ¡Llévale la merienda a tu hermano, que creo que esta vez ha llegado con algo de retraso! —añadió antes de abrirle la puerta de la habitación a Daniel y marcharse alegremente con el carrito de la comida mientras tarareaba una canción.


Nada más cruzar la puerta, Daniel fue recibido por Pedro con más entusiasmo que nunca.


—¡Al fin! ¡Comida! —gritó eufórico Pedro cuando reconoció la bandeja que su hermano llevaba en las manos.


Daniel la depositó en la mesa cercana a la cama y luego la aproximó al hambriento paciente, que no tardó mucho en descubrir un tanto molesto que su comida nuevamente había menguado.


—¡Jodida Paula, otra vez te has vuelto a comer mis galletas! ¡¿Y dónde narices están mi café y mi zumo?! —gritó Pedro, terriblemente irritado, mientras se tomaba el insípido yogur sin azúcar y una tila demasiado aguada.


—Creo que no puede oírte, hermano, ya que cuando me entregó tu bandeja se alejó con bastante rapidez de aquí.


—¡Oh, créeme, sí lo hace! O al menos lo hace su esbirro, un niñito molesto que de vez en cuando viene a espiarme para ver si me comporto de manera adecuada.


—Yo venía dispuesto a traerte alguna cosa con la que acabar con tu aburrimiento pero, por lo que puedo ver, te tienen bastante entretenido —se mofó Daniel mientras guardaba en el armario de la habitación la bolsa con la ropa que le había pedido Pedroacompañada por algún que otro obsequio de su parte.


—¿Traes comida? —preguntó él emocionado, apartando la insulsa tila que intentaba degustar.


—No, pero traigo algo mejor: el número de teléfono de un establecimiento de comida rápida que lleva un amigo mío y al que no le importará hacerme un favor.


—¿Te he dicho alguna vez lo mucho que te quiero, hermanito?


—No, pero te lo recordaré para que me lo repitas en otro momento —dijo Daniel mientras tomaba asiento junto a la cama de Pedro justo antes de empezar a interrogarlo —. Y, cambiando de tema, dime que no es esa maliciosa pelirroja a la que salvaste de caer por la escalera, porque creo recordar lo poco que te interesaba hace años la pequeña Paula Chaves… ¿O tal vez sólo era una más de tus elaboradas mentiras?


—¡Oh, cállate Daniel! —replicó Pedro, suspirando frustrado mientras golpeaba su cabeza contra las duras almohadas que Paula no podía evitar ponerle últimamente para
aumentar su tortura—. Para mí, esa chica siempre será un tema aparte —sentenció,
intentando que su hermano comprendiera que aún no estaba preparado para hablar sobre ella.


Eso era algo que el jovial Daniel siempre entendía, y, tras marcar alegremente un número de teléfono, le preguntó a Pedro:
—¿Le quito algún ingrediente a tu pizza?


Una cuestión que después de contemplar la cara hambrienta de su hermano supo que era totalmente innecesaria, así que Daniel simplemente gritó alegremente al hombre que esperaba al teléfono:
—¡Mejor doble de todo!


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