domingo, 3 de junio de 2018

CAPITULO 96




Cuando me levanté desnuda y sola tras una noche en la que Pedro había dejado grabado en mi cuerpo cuánto me amaba, intenté ignorar las últimas palabras que me había dicho antes de separarse de mi lado.


Pero no podía. Él todavía no estaba dispuesto a perdonarme, y yo no sabía cuánto tiempo más podría aguantar suplicando su perdón. Me sentí feliz al saber que, al menos, Nicolas al fin tendría ese padre que tanto había deseado. 


Pero no podría volver a mentirle diciéndole que desde este momento seríamos esa familia feliz con la que él siempre había soñado.


En el instante en el que llegué a casa de los Alfonso para recoger a mi hijo, me asaltó la aprensión por tener que enfrentarme a unas personas a las que también había robado tan buenos momentos por mi egoísmo. ¿Cómo podría decirles a Juan y a Sara que Nicolas era su nieto? 


¿Cómo podría mirarlos a los ojos después de confesarles la verdad? ¿Me juzgarían? ¿Qué pensarían de mí? ¿Me gritarían? ¿Se enfurecerían conmigo? Esas cuestiones me causaban gran inquietud, pero debía afrontarlas y hacer lo correcto.


Pensé que el primero que tenía derecho a conocer tan importante noticia debería ser mi hijo, un hijo que había sido más listo que yo y que había reconocido a su padre a pesar de mi silencio. Un hijo que me había exigido que hablara con Pedro y que me había empujado a enfrentarme finalmente con su padre.


Hallé a Nicolas en la cocina, con la nariz hundida en uno de esos libros que tanto adoraba. Sara cocinaba algo y Juan lo acompañaba en su lectura señalándole alguna que otra curiosidad del libro.


Cuando alzó su alegre rostro, apenas me atreví a posponer más mi confesión.


—¿Has hablado ya con mi papá? —preguntó Nicolas con una sonrisa.


Incapaz de sostenerle la mirada, confesé ante todos:
—Sí, Pedro ya sabe que eres su hijo y quiere pasar mucho más tiempo a tu lado.


—¡Entonces al fin está todo solucionado! —exclamó Nicolas con entusiasmo mientras corría hacia el salón en busca de sus cosas.


Yo me quedé en silencio, observando cómo mi hijo se alejaba, sin saber qué decirle. Bajé la cabeza apenada y susurré la verdad de la situación mientras algunas lágrimas inundaban mi rostro:
—No, aún no.


Y, tras esas palabras, recibí un tierno abrazo de Juan y Sara, las personas que menos me esperaba. Tras eso, supe que ellos ya me habían perdonado. Ahora sólo faltaba que el hombre al que amaba se diera cuenta de lo arrepentida que estaba por no haber hecho las cosas de otra manera.






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